Las campanas de Juana la Loca, extraordinaria novela de Marta Rojas, es una obra maestra, original, audaz, con un lenguaje que juega a diversos estilos, como juega su imaginación en constantes círculos de tiempo que nos atrapa.
Marta Rojas nació en Santiago de Cuba, lugar que me consta ama profundamente, y del que ella misma recuerda que fue la primera capital de la Isla (hace ahora 500 años). Y fue allí, buscando identidades y raíces, donde comenzó a enredarse en la pasión periodística, en la que ya reveló su condición de narradora y ahora entró de lleno al mágico territorio de la ficción.
Leyendo sus primeras notas periodísticas era previsible este camino porque desde entonces se advertía una agilidad en su forma de relatar los hechos, que no restaba precisión en la palabra y una belleza tal en el ritmo del relato que los hechos reales parecían escapados de la ficción.
No es fácil la crónica periodística, aunque parezca sencilla. Sin el manejo del lenguaje enriquecido por la imaginación y la lectura, sin la calidez de quien escribe viviendo, la crónica puede ser un género periodístico empobrecido en extremo. Marta la hizo vibrar en belleza, en síntesis, en la urdimbre de la palabra usada con sabiduría.
Hay serenidad y profundidad en sus libros de testimonios y maestría en sus conceptos.
La periodista cedió paso a la narradora de ficción y tiene publicadas varias novelas, entre las que se destacan El columpio de Rey Spencer (Chile, Editorial Cuarto Propio, 1993), Santa Lujuria (de la que se han publicado varias ediciones y ha sido traducida al inglés) El Harén de Oviedo, Inglesa por un año y El equipaje amarillo, traducida al chino (publicadas originalmente en Letras Cubanas).
En Las campanas de Juana la Loca se la advierte en un momento de singular apasionamiento, como si esa narradora de obras reconocidas en el mundo —partiendo de El juicio del Moncada— concentrara en esta novela (que ya se lee en Argentina) los saberes e inquietudes históricas, en una escritura trasgresora, embellecida por un lenguaje depurado en el uso de la palabra y la metáfora, que hace parte del ensueño de los escribas de la colonia, en sus propios avatares y laberintos.
Después de todo eran las crónicas escritas por esos escribas que fueron atrapados por la América, donde todo desbordaba: tierras, hombres, ríos.
La escritura elegida por Marta es la de Rudger Jünger, el imaginario cronista que se prolonga en la voz del acucioso lector, que lee en las tabaquerías la obra de un supuesto Autor Anónimo. Leyendo esta novela en círculos, que van y vuelven, mirando con tantos ojos la historia contada en voces superpuestas, como la del emblemático Marcos Marfán, ese lector de novelas en las tabaquerías, o las entrañables figuras de duendes caribeños como el “negrito”, el “curioso atrevido”; o el magnífico o Aparecido Cosme, hijo de Salomón, tal cual lo dice él mismo, como si saliera de las páginas de una Biblia caribeña, la construcción literaria se hace y se deshace en partes y capítulos, con esa audacia con que Marta ensambla pasados, con tiempos modernos, hechuras de la historia real, que parecen ficción o viceversa.
Para escribir una obra como esta hay que hacer asombrosos recorridos históricos y desnudar la esencia de la colonización mirando con ojos de colonizador y también con las argucias de sobrevivencia y resistencia del colonizado, en esa historia falsificada de un descubrimiento, que no fue tal, sino un enfrentamiento de culturas, imposibles de compatibilizar. Por eso Marta descubre los socavones en que se meten, sin entenderlo bien, los escribientes de la colonia y en algunos como ese Jünger que va y viene en los tiempos, que termina condenando, sin hacerlo claramente, la brutalidad de los crímenes de los “conquistadores”, que se organizan en trazados aritméticos y hasta con un compás como el de Lomans.
También encuentra la huella nítida de flamencos, alemanes y otros que forman parte de lo que podrían llamarse “técnicos” de la Colonia, no por ello menos crueles en su paso por nuestras tierras en son de conquista y colonización. Es un juego, una verdadera pirotecnia del lenguaje donde subyace el humor y la ironía y que obliga a concentrarse. Decido que el prólogo debe revelar algo más que solo la autora puede decir, impulsada por sus audacias. La entrevisto. Ella responde:
—Se me antojó que era perfecto para llevarme por los siglos de los siglos, el lector de tabaquería, una figura emblemática en Cuba, Tampa y algo en Santo Domingo. Pero aún los hay en las tabaquerías de Cuba. Ellos leen y explican. Ahí un personaje me llevaba a otro tiempo. Siempre partiendo de realidades: La Factoría, “el comercio de rescate” antecedente de los filibusteros piratas y corsarios en el Caribe, y hasta el Río de la Plata. Portadores también de cultura, introdujeron impresos “inconvenientes o prohibidos”… Cuando di con los Fúcares y Belzares se me ocurrió releer El Quijote para ambientarme sobre la llanura castellana y ahí encontré una mención de los Fúcar, que hace Cervantes, en el capítulo “De las admirables cosas que el extremado Don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa”.
El Fúcar aparece en un párrafo y dice: “Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos”. Los Fúcares (o Fugger) banqueros famosos, muy relacionados con España prestamistas del Sacro Imperio Romano Germánico...
Habría mucho más para decir sobre la novela, por ejemplo: de las vírgenes de la Caridad, de Altagracia o la de Luján, pero la autora es fiel a lo que escribió Carpentier sobre su modo de escribir: decir muchas cosas en pocas palabras. En Las campanas de Juana la loca, cien páginas por siglo... del XVI al XIX.
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