No recuerdo exactamente cuando tomé conciencia de su importancia en la cultura cubana, sobre todo como poeta. Lo que si conservo en mi memoria era su paso rápido como queriendo dominar el tiempo, su respiración agitada hasta el frenesí por causa del asma que padecía desde siempre y lo más importante: el timbre de su voz.
“Era la señora de la radio”, como le llamaban las señoras del barrio cuando ella se fundía en el torrente de personas que hacían colas, lo mismo en la carnicería de 17 e I, en la barriada de El Vedado, que en cualquier lugar donde se estuviera vendiendo algún producto necesario.
Para muchos de nosotros, los chiquillos del barrio era simplemente “la mamá de Ignacio” y sabíamos que debíamos evitar jugar pelota o gritar cerca de su ventana. Una ventana que siempre emitía el mismo sonido: el golpe de las teclas de una máquina de escribir. Aun así alguna que otra vez olvidábamos la advertencia y le interrumpíamos con nuestros gritos. Ella, sin mediar palabras o fuertes regaños, se asomaba a su ventana y se limitaba a susurrar al que estuviera más cerca que si podíamos hacerle el favor de hablar más bajo. Debo decir que optábamos por trasladar el juego.
El respeto a nosotros era su arma fundamental para ganar y recibir obediencia.
Como muchos de mi generación hacer mandados era parte de la formación social; lo mismo que contradecir a los mayores –cometer esa falta podía acarrear diversas represalias que iban desde un fuerte castigo o el “adorado encuentro con el palo de la hervidura”--; por lo que ganar experiencia y habilidad para hacer colas era todo un desafío que debíamos superar y nos preparó para la vida y el presente.
En muchas de esas colas coincidí más de una vez con Georgina Herrera, que era su nombre, la mamá de Ignacio; a la que sin mediar palabras la mayoría de los presentes, sobre todo las amas de casa, el dejaba pasar de modo anticipado –le daban un cuele como se dice en el argot popular— a cambio de que ella le adelantara algún pasaje de la novela radial de turno que estaba escribiendo y que les tenía atada al receptor en el horario de la mañana.
Aquellas colas fueron mi primer encuentro con “el trueque” de una manera inusual. Se cambiaban turnos de compra, tiempo de cola, por detalles de una novela que yo desconocía o que ignoraba su existencia. Debo decir que mi afición a la radio se reducía en esos tiempos a dos programas fundamentales: Alegrías de sobremesas o el programa de Rita y Paco; y a Nocturno que transmitía parte de la música que estaba de moda y que para mediados de los años setenta ya estaba caduca en alguna medida. Las novelas de radio de esa misma emisora, que se transmitían en la mañana y parte del mediodía, me eran totalmente ajenas, a pesar de que eran unas veces adaptaciones de grandes clásicos de la literatura universal o creaciones totalmente contemporáneas.
Georgina Herrera nos adelantaba algunos de sus poemas recientes
Pasaron los años y mi afición por la lectura creció desmesuradamente. Devoraba todo lo que caía en mis manos sin importar el género o el autor y tuve la suerte de poder contar con dos bibliotecas privadas a mi alcance que me dotaron de suficiente material literario; una de ellas era la de Georgina de la que tomé prestado, sin ánimo de devolución, tres libros que conservo todavía: una selección de poemas de José Ángel Buesa, una de Pedro Mata y otra de Vicente Huidobro.
Para ese entonces pasaba algunas horas conversando sobre literatura con Ignacio su hijo y con el crítico Fernando Velázquez Medina que conocía a profundidad toda su obra poética y la del grupo literario en el que se había dado a conocer: El puente; uno de los movimientos de vanguardia literaria cubana de los años sesenta y del que en ese entonces no se hablaba. Georgina algunas veces nos acompañaba y con una peculiar humildad se limitaba a contar alguna anécdota o nos adelantaba algunos de sus poemas recientes que pensaba publicar.
Escribir para la radio
En uno de esos encuentros ella se atrevió a proponernos que nos adentráramos en el fascinante mundo de escribir para la radio y se comprometió a darnos “el ABC” de cómo hacer una obra original o adaptar una obra conocida. Aquel curso privado, del que participamos los tres, incluía dramaturgia, redacción y diálogos y como cierre largos debates sobre una obra específica; recuerdo que nos propuso dos novelas cubanas contemporáneas: Bolero, de Lisandro Otero, y La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño. Nosotros debíamos hacer una caracterización de los personajes, de la época y con esos dos elementos diseñar una trama que funcionara para la radio sin que se perdiera la esencia del escritor. Todo un reto que superamos, al menos eso pensamos tras dos semanas de duro trabajo, al ella proponernos que adaptáramos Bolero para la radio. En ese entonces nos había gestionado la posibilidad de un contrato en Radio Arte.
El proyecto no se realizó. Fue nuestra voluntad colectiva la que lo frenó. Fernando concentró sus energías en desentrañar los misterios literarios de Humberto Eco y su novela En nombre de la rosa; Ignacio decidió terminar su primer libro de poemas y yo dedicaba mis energías a conocer a profundidad algunos secretos de la música cubana.
Pasaron los años y cada vez que me encontraba a Georgina, lo mismo en la UNEAC que en la calle siempre me animaba a escribir y me sugería algún tema que pudiera desarrollar no sin antes preguntarme por la salud de mis padres o por algún vecino de la Calle 17 al que hacía tiempo no veía. Su cordialidad y decencia cultural y humana era inagotable.
Ante la ausencia de Georgina
Ahora Georgina Herrera no está. Ha salido a reencontrar sus fantasmas literarios y humanos. Tal vez esté preparando su próxima adaptación para la radio o este disfrutando una humeante taza de té negro, su preferido. Solo me queda el recuerdo de aquella señora a la que todos en las colas del barrio cedían su puesto a cambio de detalles de una novela de radio, de saber los secretos de aquellos personajes a los que ella convertía en parte de nuestras familias cada mañana desde las ondas de Radio Progreso.
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