A LA MEMORIA DE RAÚL PÉREZ URETA


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Como suele suceder con los grandes artistas, ellos desaparecen físicamente a la par que dejan una estela de pena innombrable y sobre todo insustituible a todo ese público que amaría seguir disfrutando sus obras visuales, danzas, composiciones musicales, arquitecturas, literatura o filmes.

Hace solo escasos días que Raúl Pérez Ureta, uno de esos imprescindibles, falleció en La Habana.  Premio Nacional de Cine 2010, máxima distinción que otorga el ICAIC por la obra de toda una vida, fue uno de los fundadores de la  cultura cinematográfica después de 1961, cuando comenzó en la industria cultural del cine cubano. No había estado antes en una escuela de cine y, solía contar que, para ser aceptado, escribió en la planilla que «había visto El acorazado Potemkin». Luego pasó a integrar el  Departamento de Dibujos Animados como asistente de cámara de animación. Poco después, supo que en el Noticiero ICAIC hacía falta un asistente de cámara y, sin pensarlo dos veces, se presentó ante Santiago Álvarez; posteriormente, a partir de 1965 su función fue ser camarógrafo. Al respecto era usual escucharle decir que probablemente ningún graduado de la mejor escuela de cine del mundo podría haber filmado 800 ediciones, y es que ellos contaron con aquella experiencia única por la labor inmensa e histórica que hizo el equipo de Álvarez con el Noticiero Semanal.

De esa escuela, donde conoció a Daniel Díaz Torres y al propio Fernando Pérez, proviene su ejercicio técnico tenaz y su dominio del encuadre y la composición. Un día es llamado para trabajar, como operador, en una película colombiana, pues el fotógrafo del filme había sido agredido en aquella ciudad latinoamericana. En aquel momento, le piden que sustituya al lesionado artista. Filma entonces Visa USA de Lisandro Duque.

Es así como luego del entrenamiento gigantesco con Santiago Álvarez, se inicia su trayecto en  la dirección de fotografía. Y está demás decir que se aprecia a todas luces que fue una profesión que amó intensamente, a la que dedicaría el resto de su vida, y en la que desarrolló su propio estilo de creación y metodología artística devenida de sus habilidades, así como de la experiencia de trabajar con prestigiosos directores cubanos como Fernando Pérez, Arturo Sotto, Gerardo Chijona, y también con cineastas extranjeros como Fernando Birri y Ruy Guerra.

Vale la pena recordar, en este sentido, el valor de lo creativo y la importancia de la dirección de fotografía, sin cuya presencia no es posible disfrutar de actuaciones loables, apreciar un guión original o una dirección de actores excepcional. Y es que ningún filme existiría de no ser por la cámara del fotógrafo que, sin necesariamente ser protagonista, permanece cual intérprete magistral de la intención del director. Esa mediación, sumamente especializada, que es la del director de fotografía, trae consigo la comprensión del estilo del director, el ser capaz de apropiarse de lo que este desea lograr en «la blanca membrana de la pantalla», como la calificara Luis Buñuel, y, paralelamente, el convertirse en el mejor intérprete de la sensibilidad que se debe llevar a la realización cinematográfica.

Ingmar Bergman y su director de fotografía Sven Nykvist, sintieron una comunión especial en su búsqueda artística de la luz en el cine. Quizá no se hayan encontrado definiciones más literarias que aquellas del propio cineasta sueco en su autobiografía, donde la describe como: «La luz amable, peligrosa, ensoñadora, viva, muerta, clara, brumosa, caliente, violenta, desnuda, repentina, oscura, primavera, en caída, recta, sesgada, sensual, sojuzgada, limitada, venenosa, calmada, pálida.»

Trabajo de cámara, mas también, subrayó de paso, la tarea de un indagador en la Historia del Arte. Porque de lo que se trata es de pintar y esculpir con la luz, como aseguran prestigiosos directores de fotografía del mundo. Para Raúl Pérez Ureta eso se concretaba en pocas palabras: era la magia de la fotografía.

Ese sortilegio al que se llega luego de talento, más también de tanta práctica artística y fílmica, me permite rememorar un encuentro que sostuve hace mucho con Raúl Pérez Ureta, durante una presentación de la revista Cine Cubano, en aquellos días cuando en los cines se proyectaba Suite Habana,  en aquel momento, y no pude evitar mencionarle el densamente significativo plano de las «cebollas» en esa película, e inquirí si se trataría de una mirada semejante a las naturalezas muertas pintadas por los holandeses del XVII o del bodegonista del Siglo de Oro español, Juan Sánchez Cotán.

«No ―me respondió conciso en aquella oportunidad―, es Edward Hopper.»

Antes me refería al proceso creativo en la fotografía de cine y es que Pérez Ureta buscaba referencias visuales siempre antes de hacer una película, sobre todo en la pintura y al respecto en alguna entrevista especificó cómo en La vida es silbar y en Madrigal (bajo la dirección de Fernando Pérez) ambos buscaron esa visualidad en René Magritte y en la pintura realista y silenciosa del estadounidense Edward Hopper.

Aquel encuentro en Fresa y Chocolate durante la presentación de la revista no fue precisamente cuando encontré por vez primera a Raúl Pérez Ureta. Le había conocido durante mi infancia, por razones de amistad de mi madre con la familia de su hija Selene, cuando él era un joven y dinámico asistente de cámara. Y me permito evocar esa querida anécdota ahora, porque me pareció que el enfoque del breve diálogo de remembranza que sostuvimos, pasó igualmente por su mirada cinéfila. Y es que al recordarle aquel primer encuentro con él en familia, hacía tantos años,  ambos comentamos en que, tanto la abuela de su hija, como mi madre, habían sido mujeres de una generación muy anterior, apenas existente ya, pero que eran inolvidables su elegancia en el vestir y la usual delicadeza en la conversación, evocadoras de un refinado encanto que había sido capaz de sobrevivir a los años más duros. “Me hubiera gustado hacer algo sobre ellas. Las filmaría así, bebiendo té o café con una taza de porcelana fina entre las manos, a la caída de la tarde”—me dijo.

El legado de Raúl Pérez Ureta a nuestra cinematografía será tan perdurable como lo es nuestro tiempo y, me atrevo a afirmar que va más allá de su propia filmografía con importantes directores, pues dejó su experiencia como maestro y  jefe del Departamento de Fotografía de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.

Hace años leí que el director de cine danés Lars von Triers quería lograr en su filme Rompiendo las olas (1996), que las tomas fueran como  la «mirada de Dios». Quizá sea ese el deseo de los grandes directores de fotografía, esculpir con luz una poesía visual imperecedera, donde se sucedan los filmes que la mirada de un artista, como en la obra de Raúl Pérez Ureta, nos legó para la eternidad.  


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