Cada hombre tiene sus misterios. Algunos se encuentran a flor de piel mientras que otros permanecen ocultos, bien escondidos, y no se revelan fácilmente. La naturaleza humana es una fuente inagotable de remembranzas, de añoranzas y deseos. En ella se mezcla lo creíble y lo increíble. En ocasiones resulta que lo imposible deja de ser un sueño y se torna realidad. El hombre, cual eterno constructor, se empecina en aprehenderlo todo y en llenar cada espacio que lo rodea. Nada escapa de sus saberes y sus deseos.
En las artes, la ficción dibujó un camino que con más fuerza se patentizó a partir de la segunda mitad del siglo xx. La literatura y el cine, como sus principales exponentes, desencadenaron una nueva visión de la «realidad». Las Artes Visuales hicieron otro tanto, aunque en ocasiones —terriblemente— como meros trampantojos y nada más. En ellos se concentró el caudal de una fuerza plástica que habría de revelarse, con más fuerza aún, tras la llegada del mundo virtual, que dotó de credibilidad la alevosía.
La pintura adquirió un nuevo espacio de proyección y su interlocución ganó adeptos que asumieron el oficio preciosista de la pincelada, de la simulación del material y del refinamiento de las pieles como soluciones positivas a los efectos visuales de antaño. Un nuevo gusto comenzó a ganar espacio.
Enigmas, exposición personal de Orlando Rodríguez Barea [La Habana, 1959], que se exhibe por estos días en la galería Angerona, en Artemisa, retoma la pintura fantástica con esa misma fuerza. El conjunto de piezas de la serie Travesía, ocho en tela pergaminosa, ocho más en cartulina y veinte aguadas y dibujos en formato pequeño, develan una faceta conocida por el artista. Deudora de una línea tan ilustrativa como constructivista, evoca a ratos la melancolía de una construcción inacabada, como Tatlin y su proyecto de monumento a la Tercera Internacional. Son gritos entre sueños que se levantan y golpean. Sus dibujos, también cercanos a los códices renacentistas, simulan esquemas de máquinas quiméricas, inexistentes y apócrifas, pero que uno termina por creerse.
A diferencia de otras entregas, en la serie Travesía la terminación no es fundamental. Para quien está acostumbrado a ver los metales brillar y extasiarse ante lo representativo «bien hecho», este conjunto de piezas puede parecer menos. La costumbre mata al ojo.
En esta, Barea no ha dejado de establecer puntos referenciales. Insiste en establecer un juego entre lo surreal como elemento icónico y lo objetivo, con el uso del material como portador de contenido, por la fuerza del soporte y del montaje. Hay un cambio en la concepción de sus obras, que ya pudo apreciarse en su anterior exposición La vida y sus testigos [2015], y que estableció un cambio en su dialéctica personal.
Al contrario de otros artistas que se refinan y retoman el oficio frente a un tema que lo pide a gritos, Barea discursa en otra dirección. Él, graduado de Pintura Decorativa y con más de treinta exposiciones en su haber y un número considerable de producciones y coproducciones cinematográficas, donde ha realizado la pintura para sus escenografías, sabe bien lo que busca. No es precisamente el virtuosismo lo que quiere revelarnos en estos trabajos sino el trazo, la huella que lleva el arte y que deja el artista, el boceto que marca, que define y que comienza a entornar la idea. Es una obra inconclusa si se quiere pero pletórica, donde no hay sentimentalismos sino textos que complementan, cual consejos, la esencia de esta exposición.
Es un conjunto imponente, donde lo monumental no está en lo inmenso sino en lo pequeño, en el contraste y en la significación. Lo que antes fue ficción ya nadie lo duda tanto.
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