La Habana, hace un siglo y tres cuartos


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En ese momento, el Teatro Tacón está recién construido.

A este “emborronacuartillas”, cual le sucede al común de los mortales, le gustan las conmemoraciones más o menos cerradas. Sí, todo ello tiene de cabalístico, y hasta de supersticioso.

Por eso hoy lío mis bártulos y muevo las coordenadas hasta San Cristóbal de La Habana de hace exactamente treinta y cinco lustros.

Entonces, ya la ciudad ha dejado de ser el enclenque conjunto de bohíos que, como atemorizados, buscaban la protección de los cercanos muros de la Real Fuerza, días inaugurales cuando el gobernador vivía en un bajareque.

No. Ha transcurrido tiempo más que sobrado para el paso de varias generaciones desde que los fundadores migran del insalubre litoral sureño para —según una discutida tradición—  celebrar misa y cabildo, humildemente, a la sombre de una ceiba.

En la época que nos ocupa, ya lleva más de medio siglo de construido el imponente Palacio de los Capitanes Generales, cuya majestuosidad aún nos asombra cuando nos asomamos a la Plaza de Armas.

La Habana ya ha alcanzado los 184 mil habitantes, la mayoría de los cuales viven en extramuros. El censo incluye mil ciento diecinueve presidiarios.

Acaba de transcurrir el mandato de Miguel de Tacón y Rosique, el militarote de mano dura, enemigo del criollaje, que ha venido a acabar lo mismo con las partidas de bandoleros que con los fermentos de lucha independentista.

El Teatro Tacón lleva cuatro años de fundado, y es un coliseo que compite con los más lujosos del mundo. Y sólo ha transcurrido un quinquenio de otra fundación, que enorgullece a la Perla de las Antillas: el primer ferrocarril en una nación de habla hispana  —una década antes que el español—, ese tramo de 51 kilómetros que enlaza a La Habana con Bejucal.

Alguien que por aquí estuvo entonces de paso, describió el aspecto de los muelles habaneros:

“Están poblados de una multitud mezclada de mulatos y negros. Los unos van vestidos de chaqueta y pantalón blancos, y cubiertos de grandes sombreros de paja. Los otros llevan un calzón corto de lienzo rayado y un pañuelo de color en la frente. Los más llevan un sobrero de fieltro gris calado hasta los ojos y una franja encarnada prendida al costado.

“Se ven infinidad de fardos, toneles, cajas, que son conducidos en carros tirados por mulas, y cuidados negligentemente por un negro en camisa.

En todas partes hay letreros que dicen «café», «cacao», «vainilla», «alcanfor», «añil».

“No dejan de oírse ni un momento las canciones de los pobres negros, que sólo trabajan al compás de sus gritos, con marcada cadencia”.

La Habana conservaba una costumbre jurídica que desconcertaba a los extranjeros.

Cuenta un visitante que, cuando pretendía atravesar la Plaza de Belén, se lo impidió una muchedumbre que allí se aglomeraba, y que lo hizo pensar en la existencia de un motín. La multitud se agolpaba ante la puerta de la iglesia, pero no se atrevía a entrar. Por una puerta entreabierta se veía asomar la cabeza de un cura que decía con tono solemne: “¡Rogad por el criminal, hermanos míos!”.

El desconcertado visitante interrogó a uno de los curiosos, quien le explicó que un asesino escapado de las manos de la justicia se acababa de refugiar en aquella iglesia, poseedora del derecho de asilo.

La circunstancia de encontrar el fugitivo una iglesia a su paso, era interpretada por la gente como una señal de protección divina.

En La Habana hasta la cual hemos movido nuestras coordenadas, el más jugoso negocio es la importación de lo que llaman “carne fresca”, “bultos” o “piezas de ébano”.

Barcos capaces de transportar hasta más de mil africanos cada uno, ejercen la trata negrera en la enorme faja de litoral que va de Senegal a Mozambique.

Es tan productivo tal negocio que aun cuando mueran en la travesía dos tercios de los inmigrantes forzosos, se considera costeable la operación.

Burlando un tratado con los ingleses que prohíbe el infame tráfico, enormes barracones, llenos de esclavos recién llegados, se levantan en los terrenos que hoy ocupa el Capitolio.

El primer terror de los africanos, al ser vendidos en pública subasta, consiste en pensar que quienes los compran proyectan comérselos. Después vendrá el ingenio azucarero, el campo de cañas o el cafetal.

Y un cronista de la época atestigua que, excepcionalmente, hubo esclavos que eran, hasta cierto punto, mimados. Tal el caso de los caleseros, quienes conocían de la pe la pa los devaneos y correrías de sus amos y, lo que era más grave, los de sus amas. Por eso, todo el mundo aspiraba a tenerlos contentos y… ¡con la boca herméticamente cerrada!.


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