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La crisis general de la cultura de occidente


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Culrura del conocimiento

No soy analista político, pero algunos hechos mencionados por expertos me han motivado a contar experiencias personales que se vinculan a estos temas, que más allá de la política tienen relación con una crisis ética, espiritual y cultural de las sociedades consideradas “occidentales”. Los hechos se vinculan a votaciones populares: la que hizo posible que Gran Bretaña se planteara salir de la Unión Europea; el apoyo al “no” en el plebiscito organizado en Colombia luego de la negociación de paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, y la victoria del candidato republicano Donald Trump frente a la demócrata Hilary Clinton en las elecciones presidenciales en Estados Unidos.

Un amigo inglés experto en economía me aseguraba que el Brexit no ganaría en Gran Bretaña, porque nada tenía que ver con el espíritu pragmático de los ingleses, el Reino Unido perdería mucho económicamente y era muy improbable que su pueblo fuera tan irracional que no sacara las cuentas ante la realidad de los mercados. David Cameron intentó resolver las diferencias británicas con los dirigentes europeos, pero no convenció con sus exigencias, mientras poco a poco avanzaba, a contrapelo de las conversaciones, una masa silenciosa en su país que llegó a negar la tradicional política económica inglesa. No bastaron las promesas de Cameron, pero, confiado el primer ministro en la victoria ―como había ocurrido hacía muy poco, por escaso margen, frente al separatismo escocés―, lanzó el Brexit a un plebiscito y la mayoría que votó ―ya sabemos que siempre pesa el abstencionismo― estuvo a favor y provocó la renuncia de Cameron.

¿La realidad económica, nada menos que en el Reino Unido, se ha colmado de fenómenos impredecibles? Mecanismos fácilmente esperados que actuaban en la cultura occidental comienzan a fallar y contemplamos una irracionalidad difícil de entender en una de las grandes cunas del capitalismo. Si el mercado no actúa como base del funcionamiento económico de esa cultura, ¿podrá sostenerse solamente con su lógica social?; ¿cuáles serán las consecuencias axiológicas en esta nueva escala de valores?; ¿Gran Bretaña acaso regresa a la ilusión de que la “mano invisible del mercado” va a resolver todos los problemas de su economía, sin contar con otras alianzas?

Se pierde si hay salida de Europa y no es cuestión de criterio político; tengo la impresión de que la respuesta a la salida del Reino Unido de la Unión Europea estuvo condicionada por una mezcla de ignorancia y extraña pasión en un país que se precia de su “flema”, o que la desesperada búsqueda de un cambio ahogó los buenos propósitos capitalistas que empezaron a unir al Viejo Continente. Evidentemente estamos ante una crisis cultural que tendrá consecuencias ontológicas. No se trata ni de economía ni de política: hay un sentimiento de cansancio y asfixia, de reclamar cambios y desistir de la continuidad, de no creer en los políticos y desconfiar de ellos. Se acabó el tiempo en que los gobernantes podían desentenderse de la consulta con el pueblo, aun cuando los cambios propuestos por ese pueblo no les sean convenientes.

El conflicto armado más viejo del continente americano iba a coronarse con el éxito después de diálogos prolongados durante años para lograr la paz. Gobierno y guerrilla conversaron acompañados por Cuba, Noruega, Venezuela y Chile. Se fue avanzando en un terreno erizado de peligros, prejuicios por ambos bandos, interrupciones y tensiones, sorteando posiciones encontradas y divergentes, hasta lograr un difícil punto intermedio en que no se renunció a la dignidad de ninguno de los participantes. A pesar de los enemigos de la paz, nadie perdió la paciencia ni se dejó provocar.

Sin embargo, ambas partes creyeron que con eso bastaba para que sus representados y adeptos aceptaran las condiciones que ellos discutieron. Nadie pensó que se rechazaría lo pactado en la mesa de negociaciones. Fueron al plebiscito que creyeron más bien formal, y para la sorpresa de la gran mayoría de los analistas, la votación del pueblo colombiano que ejerció ese derecho, ―recordemos que el abstencionismo suele ser el vencedor―, le dijo que no a los dos grupos negociadores, como para advertirles: no confiamos en ninguno de ustedes. Después de tantos años de conflicto armado, millones de muertos y desplazados, el pueblo contradice a quienes dialogaron en su nombre. ¿Hay explicación para esta respuesta que sorprendió a la gran mayoría de analistas, y posiblemente a los negociadores que no parecían contar con un “Plan B”? ¿Acaso ese resultado estaba dentro de la lógica política de los dialogantes, cuando se suponía que sus acuerdos beneficiaban al pueblo colombiano?

Evidentemente, tampoco se trata solamente de crisis política. Enseguida que me enteré de los resultados me comuniqué por correo con un amigo que estaba en shock, destruido, y alegaba que había pagos y corrupción por parte de los mayores enemigos de la paz, a quienes no convenía ese estatus para sus negocios. También llamé a otros colombianos, buscando más respuestas o para ampliar la información, y me aseguraron que ninguna de las partes hizo política, no explicaron nada a los votantes, esperando que aplaudieran su actuación sin contar con ellos y recibieron el no como castigo, a pesar de las dramáticas consecuencias del conflicto armado. Aunque se ofrecieran diversas explicaciones, como el predominio del voto urbano proveniente de los menos afectados por la guerra, sobre el rural, no existía mucha motivación para aprobar el acuerdo, porque hubo temas que no se entendieron y no se habían explicado, como la aplicación de la justicia. No se hizo política, no se contó con la gente. También aquí hay una crisis cultural de valores, un olvido de la opinión de “los de abajo”, cobrado por el pueblo colombiano.

Por último, algo pasó en las elecciones de Estados Unidos cuando por primera vez fue elegido un presidente contra la opinión de la prensa y de las encuestas. Hace un año, en noviembre de 2015, estuve en Georgia y una musicóloga norteamericana me pronosticó que Trump sería el próximo presidente de su país, ante una mesa llena de personas bien informadas: nadie le concedió alguna posibilidad, con tantos “pesos pesados” del Partido Republicano participando en las elecciones primarias, y se rieron de ella, que estaba convencida que el discurso del magnate “empleador” satisfacía las expectativas de muchas personas, y me aseguró que, de tener razón, se mudaría para Australia. Unos días antes, en Carolina del Norte, varios profesores universitarios me habían comentado sobre uno de los candidatos del Partido Demócrata, un señor mayor llamado Bernie Sanders, muy popular entre los jóvenes, pero ellos estaban convencidos de las ventajas de la Clinton porque Sanders hablaba de “socialismo” y esa era una mala palabra, un tabú, para los estadounidenses.

Tuvo que avanzar la contienda electoral y despejarse en las primarias cada candidato, para darme cuenta de que mi amiga musicóloga, que no era especialista ni politóloga, estaba en lo cierto: ganó Trump la presidencia y ahora ella debe estar soñando con canguros. Las personas más maduras en política siempre afirmaron que daba lo mismo una que otro, pues en Estados Unidos siempre “el pescado estaba en el horno” para garantizar la cena monopolista, pues muchos años de federalismo capitalista y de conciencia imperial le han garantizado la estabilidad del sistema. Las elecciones cada vez más son un show mediático en el que el voto popular no tiene por qué coincidir con el electoral y ―repito― el ganador, el abstencionismo, permite que con menos del 25% de esos votos indirectos se acceda a la presidencia. Esto también forma parte de la crisis, no solo política o económica, sino general. Parece ser que en las encuestas no siempre se dice por quién se va a votar y ya nadie les hace caso ni a los “politólogos”, ni a los medios tradicionales: se trata de buscar un cambio a toda costa, pase lo que pase y caiga quien caiga, y las redes sociales son cada vez más activas y decisivas en la matriz de opinión.

En 1891, en su introducción a La guerra civil en Francia, de Marx, Engels escribió, refiriéndose a la imposibilidad de que la Comuna de París pudiera seguir gobernando desde un poder revolucionario con una maquinaria estatal vieja: “No hay ningún país en que los ‘políticos’ formen un sector más poderoso y más separado de la nación que Norteamérica. Aquí cada uno de los dos grandes partidos que alternan en el gobierno está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio, que especulan con las actas de diputado de las asambleas legislativas de la Unión y de los distintos Estados federados, o que viven de la agitación a favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando éste triunfa. Es sabido que los norteamericanos llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo, que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez más en este pantano de corrupción. Y es precisamente en Norteamérica donde podemos ver mejor progresar esta independización del Estado frente a la sociedad, de la que originariamente debía ser un simple instrumento. Aquí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente ―fuera del puñado de hombres que montan la guardia contra los indios―, ni burocracia con cargos permanentes o derechos pasivos. Y, sin embargo, en Norteamérica nos encontramos con dos grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan del Poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más corrompidos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes consorcios de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la dominan y la saquean.” (Carlos Marx y Federico Engels: Obras escogidas, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, s/f, t. I.).

Entonces, no es solamente problema de un país ni un asunto político; se trata de una cuestión del sistema y de la cultura occidental: en Argentina se votó por Macri, contra los intereses populares, para castigar a Cristina; en Chile es posible que regrese Piñera después de aumentar su fortuna; en Brasil gobierna “Fora” Temer; en España ya está ¡Rajoy!, y no sería extraño que ¡Le Pen! llegara a la presidencia de Francia. Una señora inglesa tendrá que jugar un buen ajedrez para no desestabilizar su país; se le otorga el Premio Nobel de la Paz a una de las partes de un diálogo y a la otra no ―y el de Literatura a un compositor―, y nadie sabe qué pasará en el mundo con Trump en la presidencia del país más poderoso del mundo. Las sociedades occidentales parecieran sufrir una enfermedad terminal y la van transmitiendo, como “sociedad del espectáculo”, a los grupúsculos de fanáticos árabes, y con sus patrones y paradigmas, a los consumistas chinos. No hablo de derechas ni de izquierdas, es un cáncer contagioso que acabará con el mundo si no se cobra conciencia de que la raíz es ética, espiritual, cultural, porque las instituciones comienzan a perder el sentido común y las personas a aprobar lo que les perjudica, la gente ya no ve lo que le hace daño, el pueblo colabora para que lo destruyan. Todavía creo que estamos a tiempo para ver en la cultura del conocimiento la mejor fuente para construir criterios.   


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