Tenemos un pueblo que fundar,
lo cual es algo más que ordenar
la guerra; pero tenemos
que fundarlo por la guerra.
Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu independentista, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente famosos afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar a un país a la lucha sean respetados mañana?¿Qué somos, General, los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él?
La riqueza de consideraciones a deducir del fragmento es muy amplia, más aún de analizarse el momento que contextualiza esta carta de José Martí a Máximo Gómez del 20 de octubre de 1894. No pretendo agotar su enumeración, sino destacar algunas de sus peculiaridades y su significado como hito en la ascensión política en la que su autor llegará a trascender a los hombres de su tiempo.
Por su contenido, asombra el vuelo sobre nuestra coyuntura del siglo XIX, en sorprendente mínimo de palabras, y la perspectiva con la que penetra el decurso político en nuestra vecindad hemisférica.
¿Qué significado cabe asignar a "una revolución más delicada y compleja que otra alguna" cuando ya era preciso hablar en lejano pretérito de la revolución holandesa, de la inglesa, de la francesa definidoras de las nacionalidades en Europa, y la de las trece colonias norteamericanas? ¿Cuando habían transcurrido cinco décadas desde que la corona española replegara su afán de revancha desde las tierras continentales americanas hacia el Caribe, y llegado a concentrar en Cuba —lo que nunca en lugar alguno— doscientos mil soldados contra un pueblo que apenas sumaba un millón de habitantes? ¿Cuando ya inclusive hacía trece años que en París se había extinguido la llamarada precursora de la comuna setentera?
¿Y cómo no encontrar en “la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia”, que Martí repetirá de muy diversas maneras, la posterior adopción conceptual leninista de la guerra como expresión de la política por otros medios, heredada de Karl von Clausewitz?
¿Y qué es si no decantación del fracaso del liberalismo en Nuestra América la alusión a “a los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la manos y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él?” ¿Martí, simple liberal demócrata, como algunos equivocan, él, que le ha conocido y le denuncia el primero esa debilidad degenerativa —en lo económico, lo político y lo social— a la gesta liberadora hispanoamericana?
Rica en contenido, la carta de Martí norma nuestro concepto actual sobre las condiciones objetivas y subjetivas para la guerra popular y el papel de las masas y las personalidades en la historia —en sus dos opuestos signos: positivo y negativo—, que si hoy todavía resultan novedad para algunos ¿cómo no ha de sorprender verlas salir de pluma cubana antes de su explicación sistematizada en el materialismo dialéctico e histórico?
Otros aspectos merecen glosa. En primer lugar el reconocimiento de Martí a los hombres del 68 que habían terminado “su” guerra con decoro. Los sabía imprescindibles, llegada la oportunidad, para intentar de nuevo el logro de la independencia, pues la Guerra de los Diez Años fue en la práctica la escuela formadora de los cuadros militares del 95.
Años después escribiría en Patria (marzo de 1892): “(...) ni es dable ordenar la guerra inminente sin el concierto franco del pensamiento público y responsable con las energías de la época nueva y los prestigios de la guerra pasada”, e irá hacia los más altos prestigios a los que entonces (1884) negó su concurso porque siente que “la Patria no es de nadie: y si es de alguien, será y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia".
Irá para rogar a Máximo Gómez (septiembre 13 de 1892), “previa meditación y consejos suficientes, que repitiendo el sacrificio con que ilustró su nombre ayude a la revolución como encargado supremo del ramo de la guerra, a organizar dentro y fuera de la Isla el ejército libertador (...)”.
Irá, cuando “precisamente tengo ahora ante los ojos la Protesta de Baraguá, que es lo más glorioso de nuestra historia”, a recabar de Antonio Maceo (mayo 25 de 1893) toda su bravura para rematar “lo que Ud. comenzó con valor incomparable”.
Pero eso será después, cuando ya esté Martí reafirmando un criterio asumido desde su juventud, que “la guerra se hace para evitar las guerras” (Patria, 19 de marzo de 1892). Este Martí que en 1892, en efecto, durante años de intenso contacto y análisis de la realidad cubana en la órbita norte y suramericana, ya ha madurado su propia concepción de la guerra revolucionaria.
Desde una década antes ha venido preparando con tacto las condiciones que permitirán ese tipo de guerra. Sí, porque puede diferenciar lo valioso de los hombres con abstracción de sus errores. Salva así para el futuro la dirección de la gesta que se propone cuando concilia:
“(...) después de todo lo que he escrito, y releo cuidadosamente, y confirmo, a Ud., lleno de méritos, creo que lo quiero: a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma acaso, está Ud. representando, no”, había dicho a Gómez en 1884, cuando en la misma carta del 20 de octubre de ese año, afirma: “¿Cómo, General, emprender misiones, atraerme afectos, deshelar voluntades, con estos miedos y dudas en el alma? Desisto, pues de todos los trabajos activos que había comenzado echar sobre mis hombros”.
Concatenación de táctica y estrategia
Desiste de todos los trabajos que había comenzado a echar sobre sus hombros, porque sus hombros están hechos a la medida de echar sobre ellos —más que los trabajos que ayuden al inicio de una simple guerra de independencia— los trabajos que harán posible “su” guerra, la que debe contener una república libre de los lastres que frenan el desarrollo armónico en lo político y social, de la mayor parte de las naciones hispanoamericanas.
En 1884 parece ser ese el primer esquema martiano acerca de la guerra, después del eclipse de su esperanza juvenil en el solo poder de la razón, para obtener con ruegos a la metrópoli colonialista lo que únicamente la fuerza de las armas: “El presidio político en Cuba”, 1871, con 18 años de edad; y “La República española ante la Revolución cubana”, 1873.
Pero también conoce y renuncia a participar en 1884 en los preparativos de una guerra que traslucía iguales imperfecciones agravadas por bizantinas recriminaciones, las que durante los primeros doce años, de1868 a 1880, frustraron las aspiraciones independentistas. Porque “la vida de un pueblo que en nuestra generación se abrió las venas otra vez, no es cosa que ha de comprometerse en una corazonada, ni llevársela de arremetida, con la muchedumbre que se va detrás de los tambores: es nuestro pueblo, nuestro corazón, que no hemos de querer que nos lo engañen ni nos lo destrocen: es nuestro pueblo, el pueblo de nuestras entrañas, que no hemos de convertir, por un empeño fanático, en foro de leguleyos ineptos o en hato de generales celosos, o en montón de cenizas”. (Carta a Gómez, citada)
Ya desde entonces otea este trascendental aspecto en su derrotero como hacedor de la unidad nacional. Ante las nocivas hipérboles, tanto en los objetivos tácticos como en propósitos estratégicos, su quehacer unitario habrá de columpiarse de uno a otros extremos para galvanizarlos en una acción común. No habrá guerra sin unidad en las entonces atomizadas filas activas del movimiento independentista. No habrá independencia sin guerra. Sin independencia no habrá República. Y sin esa República, lo dirá en su carta a Manuel Mercado el 19 de mayo de 1895, víspera de su caída en combate, ¿cómo imaginar posible la organización de un frente antimperialista de repúblicas hispanoamericanas, para oponerlo al afán depredador yanqui que él llega a descubrir en el plano cúspide de su pensamiento sobre el contenido estratégico de su guerra.
Es así que finalmente se da a la tarea de preparar la guerra, porque:
Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable. Es criminal quien ve ir el país a un conflicto que la provocación fomenta y la desesperación favorece, y no prepara, o ayuda a preparar, el país para el conflicto. Y el crimen es mayor cuando se conoce, por la experiencia previa, que el desorden de la preparación puede acarrear la derrota del patriotismo más glorioso, o poner en la patria triunfante los gérmenes de su disolución definitiva. El que no ayuda hoy a preparar la guerra, ayuda ya a disolver el país. La simple creencia en la probabilidad de la guerra es ya una obligación, en quien se tenga por honrado y juicioso, de coadyuvar a que se purifique, o impedir que se malee, la guerra probable. Los fuertes, prevén; los hombres de segunda mano esperan la tormenta con los brazos cruzados. (Patria, marzo 14 de 1892)
Es así que se da a “la obra de preparar la guerra de Cuba, en cuanto lo permita el curso del tiempo y la generosidad de los hombres, de modo que la fe que inspire por la justicia de su espíritu, por el número de sus fuerzas, por el poder de los recursos acorte el horror y acelere el triunfo”. (Patria, junio 18 de 1892)
Le ha visto las glorias al 1868 y al 1880, que forman parte del acervo revolucionario cubano, como elemento imprescindible para reactivar ordenadamente al pueblo en función de la lucha armada independentista. Pero también les conoce las debilidades; y quiere que no se repitan.
De su fugaz paso por la presidencia de la Junta Revolucionaria durante la Guerra Chiquita en 1880-1882, conoce las ventajas de la organización y le sabe el poder a la propaganda y el caudal logístico potencial a las emigraciones patrióticas dispersas por América y especialmente concentrada en los Estados Unidos. ¿Cuánto más serían capaces de aportar con la esperanza de una bandera sombreando la unidad completa de los cubanos tras el prestigio de una reconocida vanguardia militar revolucionaria crecida de lo humilde del pueblo, en medio de la pólvora de los primeros diez años?
Sí, hace falta superar las deficiencias. Precisa partir de las experiencias del pasado. Pero desde un nivel superior en lo organizativo, en lo práctico y lo ideológico, sin posibilidad de “zanjones”. Y del esfuerzo cotidiano surge la necesidad de un vehículo polarizador de voluntades y recursos. Con visión hacia el futuro, el genio martiano preconfigura así la imagen del Partido Revolucionario Cubano.
Una nueva guerra
Y es el peregrinaje que toca a todas las puertas. Que lima y une. Que hace olvidar lo olvidable y recordar lo recordable. Que acorta caminos y los abre nuevos.
Y el periódico como vocero. “En Patria escribirán el magistrado glorioso de ayer y los jóvenes pujantes de hoy, el taller y el bufete, el comerciante y el historiador, el que prevé los peligros de la república y el que enseña a fabricar las armas con que hemos de ganarla”. (14 de marzo de 1892)
Y hasta el español llega y hasta al que, mirando más sus intereses que los de la nación, hace el juego al enemigo; hasta ese en su afán sumador, para decirle: “es grato esperar, por el ardimiento del corazón del hombre y por los consejos de un justo interés, que estén juntos en la hora definitiva de crear la república, los confesos de la política pacífica y los preparadores de la guerra inevitable”. (Patria, marzo 19 de 1892)
Esa guerra a la que hay que sacar del peligro de una dirección incapaz, y que no ha de ser “la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil, que solo tendrían derecho a demorar o condenar los que mostrasen la virtud y el propósito de conducirla a otra más viable y segura, y que no debe en verdad apetecer un pueblo que no la pueda sustentar; sino el producto disciplinado de la resolución de hombres enteros que en el reposo de la experiencia se han decidido a encarar otra vez los peligros que conoce, y de la congregación cordial de los cubanos de más diverso origen, convencidos de que en la conquista de la libertad se adquieren mejor que en abyecto abatimiento las virtudes necesarias para mantenerla”. (Proclama “El Partido Revolucionario Cubano a Cuba”, documento más conocido como “Manifiesto de Montecristi”.
En el plano táctico esa guerra será posible solo en la medida en que concurran todos los factores necesarios que unan los esfuerzos en una dirección común. Deberá superar los rezagos divisionistas, las tendencias tanto españolizantes como pro-estadounidenses, las discriminaciones y exclusiones, clasistas, racistas y de género. Y mantener intactas, cuando enriqueciéndolas, las concepciones morales del 68 sobre la conducción, enfrentamiento y trato al enemigo.
En el plano estratégico sí asume transformaciones dialécticas. Lo primero es la guerra como medio para la independencia con respecto a España, que culmine en república libre de los males comunes a los países del área, será después —y al mismo tiempo— una guerra formadora de una nacionalidad nueva, garantizadora de un carácter popular y equitativo entre las clases.
La independencia concebida como objetivo a mediano plazo de esa guerra contendrá la des-sujeción respecto a España, sí, pero simultáneamente evitará caer en la órbita neocolonizadora del norte. Para ello enarbola las banderas del internacionalismo, cuyo inicio vislumbra a partir de una barrera de contención en el Caribe.
La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas prestas a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo. Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierras de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral de América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo...
A la revolución cumplirá mañana el deber de explicar de nuevo al país y a las naciones las causas locales, y de idea e interés universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad reanuda el pueblo emancipador de Yara y de Guáimaro una guerra digna del respeto de sus enemigos y el apoyo de los pueblos, por su rígido concepto del derecho del hombre, y su aborrecimiento de la venganza estéril y la devastación inútil. (“Manifiesto de Montecristi”)
Papel de vanguardia, agotadas todas las posibilidades, convoca y potencia los factores imprescindibles para desencadenar en el momento oportuno una guerra nueva, una guerra que es “allá en el fondo de los corazones, allá en las horas en que la vida pesa menos que la ignominia en que se arrastra, la forma más bella y respetable del sacrificio humano”.
Ha llegado el momento. Y transita entre el placer de lo hecho y lo renunciado durante años y la ansiedad de lo que aún falta por hacer. La cicatriz del presidio político adolescente va al encuentro con las viejas heridas de los veteranos mambises.
Es un pueblo lo que ha de fundar, lo cual es algo más que ordenar la guerra, pero tiene que fundarlo por la guerra. Y va al encuentro con quienes pueden encabezarla. Lo sabe vital, y le quema el ansia demostrarla como el único medio para un propósito superior, que no es siquiera la independencia de su patria ni el destino de dos pueblos, Cuba y Puerto Rico, sino la libertad futura de todo un continente.
El 6 de febrero de 1895 sale Martí de Cabo Haitiano rumbo a Montecristi a unirse con Máximo Gómez. Once años los separa de su último abrazo. El paso es firme. La fe, absoluta. El propósito, formidable. En el último lustro del XIX este hombre transita hacia los siglos por venir.
Sabiéndose en el pórtico de un gran deber, marcha lleno de alegría a enfrentar la posibilidad de la muerte, patrimonio excepcional de aquellos a quienes por interpretar la esencia de su presente y asumir el deber que esto presupone, les corresponde adelantarse, los primeros, al futuro.
Es la euforia que lo lleva a exclamar: "Jamás escribí con tanto placer como esa vez"; y esa vez es cuando redacta la tercera declaración de guerra del pueblo cubano contra el colonialismo español: el “Manifiesto de Montecristi”.
Es el alborozo que le hace decir: “Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado, y arrastrando la cadena de mí patria, toda mi vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo. Este reposo y bienestar explican la constancia y el júbilo con que los hombres se ofrecen al sacrificio”.
Y ese bienestar resulta del arribo a su patria, de su llegada al escenario de la guerra que ha convocado, que vislumbraba desde los lejanos días de su adolescencia encarcelada.
Es “su guerra”. La de “su” pueblo. Y caerá en ella. Y a partir de entonces vivirá por siempre la existencia de ella.
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