La casa donde Ñico López conoció al Che


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Habla de cuando tenía 14, 15, 16 años y ya se dedicaba políticamente al unionismo centroamericano, pues desde entonces es su criterio de que las actuales cinco repúblicas de América Central, “esas cinco soberanas miniaturas, así separadas, no tienen la menor función universal”.

Y habla del 15 de septiembre de 1917, cuando le confiaron el discurso de clausura de la fiesta de ese año en el Instituto Pedagógico de Managua y habló contra el imperialismo; y el presidente y algunos ministros que allí se encontraban, y el arzobispo y el embajador estadounidense se levantaron todos y se marcharon del local. Y el corre corre. Y él a no querer retractarse. Y la expulsión. Y el irse para Honduras. Y ya su vida sería para siempre la de un errante exiliado.

Y habla de Panamá, y de San Salvador, y de Quito, y hasta de Madrid y de Roma, y de “todas las capitales de América del Sur, menos Caracas, Asunción de Paraguay y La Paz, en Bolivia”. Y cuando comento el fascinante contraste de ese racimo de lugares, me interrumpe para acotar: “Mi vida ha sido toda así. Conozco las cárceles de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y México. Soy un reo internacional”. Esa expresión, escapada entre los bordes de una sonrisa, se me antoja nostálgica; fue casi una de las últimas con las que concluyó la entrevista.

Abajo, en el lobby del hotel Habana Libre apremian a este hombre de facciones indoamericanas, quien con su voz pausada a veces y a veces cantarina en su acento centroamericano, nos habla también de sus años en México, cuando el entrevistador solo esperaba que lo hiciera de Guatemala, de Ciudad Guatemala, donde más de veinte años antes él había conocido a un grupo de exiliados cubanos y a un joven médico argentino.

Nos hablará de sus relaciones con ellos, que casi siempre discurrieron en su casa, la de la calle Escuintilia número 3. Esa, su casa, donde él los conoció, que es ?al mismo tiempo? la casa donde Ñico López conoció al Che.

Don Edelberto

Historiador, ensayista, con más de veinte biografías sobre hombres de nuestra América. Filólogo, especialista en la obra rubendariana, el libro del profesor Edelberto Torres Espinosa, Introducción a la poesía social de Rubén Darío, ya iba en 1978 por la quinta edición, cada vez con mayor número de hallazgos desde que se publicara por primera vez a principio de la década de 1940. Él lo explica: pues “este carácter social de parte de la poética de Darío creo que fui yo quien lo descubrí primero, de modo que tengo señalados allí 87 poemas de contenido americano y 35 poemas dentro de la índole de lo que hoy se considera poesía social”.

Cuando en 1967 lo conocí, en ocasión de una conferencia que sobre las letras nicaragüenses impartió en la Casa de las Américas, como parte de un ciclo en el que varios intelectuales de nuestro hemisferio cubrieron prácticamente toda la América al sur del río Bravo, hubiera sido imposible suponer que varios años después sentiría la acuciante necesidad de hablar de nuevo con él, aunque no precisamente de literatura.

De saberlo entonces, hubiera sido entonces. Pero fue después de aquella ocasión que supe que el lugar donde él vivió con su familia, alrededor del año 1953, había sido centro de acogedora atención para los exiliados cubanos que transitaron por Guatemala en los primeros tiempos de la segunda dictadura batistiana.

Al saber que de nuevo estaba en Cuba, el contacto fue inmediato. La acogida, también.

Coincidentes ambos en la no necesidad de la inmediatez, la respuesta acerca de las primeras imágenes que acercaron a este hombre al fenómeno de la Revolución cubana posee la espontánea soltura de quien sabe relatar lo que ha vivido, al tiempo que ha vivido cosas que vale la pena relatar.

—Yo pasé por aquí en mayo de 1952, dos meses después del golpe del 10 de marzo. Y, por cierto, que estuve a punto de que me mataran de la manera más sonsa, porque se me ocurrió salir del hotel Plaza, donde estaba alojado, para el Malecón. Caminaba tranquilamente hacia el Malecón, y de repente un soldado se me acerca: “¿Pero por qué no me contestó usted el santo y seña?”, vocifera, y no sé qué cosas más me dijo.

“Pero si ando paseando por la calle. Soy extranjero. Estoy de paso por aquí”, le digo. “Le hemos estado gritando. Y gracias que no hemos disparado, porque esa es la orden que tenemos”, y yo solo atino: “Hombre, pues perdone, ya me voy. Ya lo sé y no salgo más del hotel”. ¡Caramba, qué cosa!

—¿Qué hacía usted en La Habana?

—Estaba en tránsito hacia Pekín, a la reunión preparatoria de la Conferencia de Paz. La Conferencia fue al año siguiente. Estuve en Pekín más o menos hasta el mes de julio.

En su deambular, Cuba

Cuando Edelberto Torres estuvo en esa primera oportunidad en Cuba, frisaba los cincuenta años. Era director de la Editorial de Educación Pública en la Guatemala del gobierno de Jacobo Arbenz. Habían transcurrido treinta y cinco años desde aquel 15 de septiembre en que le fue confiado el discurso en la festividad centroamericana del Instituto Pedagógico donde no completaría sus estudios. Y no los completaría porque al no retractarse de sus palabras contra el imperialismo yanqui, fue expulsado.

Eran los tiempos en que Emiliano Chamorro regenteaba Nicaragua. Pudo trabajar malamente retribuido como maestro empírico, pero finalmente debió abandonar el país. Estuvo en Honduras y pasó a Guatemala. Veinte años después, a ruegos de un amigo que llegó a ser ministro de Educación, regresó a Nicaragua con la promesa de que podría reformar la enseñanza en su país.

—Pero fueron cuatro años de lucha contra gentes del gobierno, especialmente contra el clero, porque la educación pública y la privada estaban en sus manos. Sostuve la enseñanza laica y eso me trajo la cólera de todos los elementos de poder, porque los Liberales de Nicaragua en ese tiempo, como lo son ahora, eran tan clericales como los Conservadores. Fue una lucha larga, llena de episodios. Renuncié tres veces. Y la última vez pues ya pude salir del país.

Regresó a Guatemala en 1942. Sin trabajo, pasó días difíciles. Solo algunas clases en escuelas privadas. Fue derrocado Jorge Ubico por un movimiento cívico militar, y sustituido por un triunvirato de generales; uno de ellos, Federico Ponce, pretendió imponerse como presidente mediante la aplicación de los métodos represivos “ubiquistas”.

—En un discursito durante un acto político en que me referí a la dictadura que este hombre estaba ejerciendo, leí la declaratoria de los Derechos del Hombre. Eso fue suficiente. Al otro día me apresaron y me sacaron para El Salvador. A la caída de Ponce, que estuvo en el poder cien días, volví y me nombraron Inspector General de Educación durante seis meses, y después estuve un tiempo de director de la Oficina Permanente del Censo Escolar.

“Luego dejé todo eso para dedicarme por completo a la lucha contra Anastasio Somoza, el dictador de Nicaragua”, sigue relatando Edelberto Torres. “Fui a México a ayudar a sacar unas armas. Esas armas fueron denunciadas. Caímos presos. Salimos bajo fianza y volvimos a Guatemala, siempre dedicados a la lucha contra Somoza.

“En una ocasión en que iba de Guatemala a San José de Costa Rica en un avión de la PanAmerican, que no tenía que hacer escala en Managua y que además me habían dado seguridad de ello, el aparato bajó en Managua y me entregaron a Somoza. Estuve cinco meses preso. Le seguí un pleito judicial a esa empresa y se lo gané al cabo de quince años. Fue, por cierto, el primer caso en la historia de todos estos países en que un daño moral o político ha tenido que ser indemnizado. En varias universidades de Centroamérica esto se enseña como un capítulo del nuevo Derecho Internacional”.

La anécdota sobre su estancia en La Habana en marzo de 1952, me lleva a insistir acerca de si fue ese su primer encuentro con cubanos.

—Ese fue mi primer encuentro. Después, en julio de 1953 cuando el ataque al Moncada, para mí fue solo una noticia de prensa. Para la prensa internacional fue un hecho sin mayor trascendencia. No hubo comentarios ni me acuerdo de haberlo discutido con nadie. Nada pasó. Nada pasó, En el 1955, en México, como había más información y cubanos acumulados allí, sí tuve ocasión de oír más. Pero seguían siendo noticias muy vagas. Todavía mucho después, en junio de 1958, una señora muy metida en la política y supuestamente bien informada, me dice: “Bueno, la revolución cubana está en un impasse, porque ni el gobierno puede vencer a Fidel ni Fidel puede vencer al gobierno”. ¡Y seis meses después había triunfado la revolución!

—Pero dígame más de antes de esa etapa de estar usted en México, de cuando conoció a un grupo de cubanos exiliados en Guatemala.

—Ah, sí. Los conocí efectivamente en Guatemala, a través de mi hija Myrna. Ella los conoció primero y los llevó. Estaba yo en la casa cuando llegaban allí y platicaban con ella.

—¿Y las conversaciones con usted?

—Muchas veces hablamos de Martí. Eso fue en el 53 y 54. No hablábamos del movimiento armado. Pero ellos sí llegaban a mi casa y simpatizamos. Tal vez por un antecedente de familia: mi padrino era cubano, Miguel Cedeño, que fue capitán de las fuerzas de Antonio Maceo durante la Guerra de los Diez Años. Fue contratado por el gobierno de Nicaragua para enseñar el cultivo del tabaco y su procesamiento. Mis hermanos y yo pasábamos las vacaciones en su casa, en Masaya, una ciudad de Nicaragua. Allá alcancé a conocer a varios profesores cubanos. Uno de ellos es José María Izaguirre, que tuvo un gran prestigio en Nicaragua, y Desiderio Fajardo Ortiz. Ambos fueron para allá después de la Paz del Zanjón. Izaguirre se casó allá. Después de la independencia vino para acá, pero parece que no estuvo de acuerdo con la intervención yanqui y se volvió a Nicaragua y allá murió, Fajardo Ortiz tiene una historia fantástica. Era paralítico, andaba en un sillón de ruedas y por conspirador fue deportado a España. Se fugó de España a Nueva York y fue a dar a Nicaragua con su silla de ruedas. Bueno, no lo conocí, pero se hablaba mucho de él, porque sus alumnos ?varios de ellos llegaron a ser hombres públicos? platicaban tanto de Izaguirre como de Fajardo Ortiz.

“Yo tenía esos antecedentes de simpatía con Cuba”, parece concluir don Edelberto, pero las imágenes que su propio relato evocan animan en su rostro el énfasis de las palabras:

—Además, ese año 53, probablemente desde antes, una casa editorial de acá, no recuerdo cuál sería, estaba publicando clásicos cubanos. Yo recibí una colección de dieciséis tomos preciosos. Estaba José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco, Enrique José Varona… Y mantenía contacto con intelectuales…

Ah, y sobre todo, yo tenía una edición en dos grandes volúmenes de la editorial Lex con las Obras de José Martí. Así que cuando estos cubanos llegaban a la casa conversábamos de Cuba. De Ñico López es del que más me acuerdo. Con Ñico hablaba más de política.

Aparece Ernesto

—¿Y en el caso del Che?

—En el caso del Che, igualmente. Hilda Gadea dijo que ella me lo presentó. Puede ser. Ella lo conoció antes. Pero no recuerdo la presentación. Estoy por asegurar que fue a Myrna a la que debe haberlo presentado ella. A Myrna, primero. Yo lo recuerdo cuando ya él solía llegar a la casa o iba a mi oficina y platicábamos un rato, pero donde más se detenía era en la casa.

“Por cierto, que en esas primeras ocasiones me llamó mucho la atención que yo insistía en hablar mucho de literatura y le celebraba Don Segundo Sombra y La gloria de don Ramiro, y él decía: “Eso se puede escribir en cualquier parte. No tienen gran importancia”. Le digo: “Pero son obras ya clásicas”. “Está bien ?me responde? pero es un tipo de clásicos que pronto va a ser superado; este es el principio nada más de la literatura”. Digo: “Bueno, ustedes tienen ya un gran poema, el Martín Fierro”, y eso sí ya lo entusiasmó: “Ah, Martín Fierro es otra cosa, porque educa al pueblo argentino”, y para sorpresa mía comenzó a recitarme fragmentos enteros del Martín Fierro.

“Otra cosa, en la casa siempre trataba de ayudar en algo. Él le decía a mi esposa: ´Doña Amanta, deje, yo le llevo los platos, deje, le levanto los trastos´, o cualquier otra cosa así. Y eso le llamaba mucho la atención a mi esposa, quien después me decía: ´Qué muchacho este tan raro”, ¿sabe?, porque allá eso no es costumbre.

—¿Podría precisar otras impresiones?

—Sí, mire. Cuando apareció Ernesto, pues de pronto hablábamos más y más de política y mucho sobre la Argentina. Sí, recuerdo muy bien la primera impresión que me dio: un hombre bien parecido él, pálido, delgado pero esbelto, una mirada no inquisitiva, más bien parecía como indiferente. Y me cayó muy bien. Pueden haber influido también los vínculos que en Nicaragua tenemos con Argentina, sobre todo por Rubén Darío.

La referencia Darío es fruición que se reitera y renueva en la amena conversación de este hombre para quien “la literatura nicaragüense principia y acaba en Rubén Darío, aunque hayamos tenido fenómenos literarios que me obligan a hacer justicia a los nuevos valores”, porque “¿sabe?, con el aparecimiento de Rubén Darío se dice que Centroamérica se incorporó a la literatura universal, y con el aparecimiento de Augusto César Sandino que se incorporó al movimiento internacionalista contra el imperialismo. Estos dos valores están integrados a mi conciencia: en la cultural, Rubén Darío es mi ídolo, como Sandino lo es en lo político”.

Y regresamos al Che guatemalteco que visitaba la casa número 3 de la calle Escuintilia, cuando para don Edelberto aún no era el Che sino un joven argentino llamado Ernesto, al que muchos años después dice “ya le veía algo como de superior, ¿no?, además de que como usted dice ya tiene una actitud francamente antiimperialista”.

—Yo recuerdo que en una oportunidad se divulgó la noticia de que los yanquis habían donado a Nicaragua una biblioteca, que se llamó Biblioteca Americana; yo comenté que eso era bueno porque al menos los libros esos se quedarían para el pueblo. Pues no, él no estaba de acuerdo. Decía: “Eso es pura politiquería para callar a los nicaragüenses y para enseñarles solo lo que ellos quieren que lean”. Es decir, que lo que hoy conocemos como penetración cultural la veía clara, eso sí.

“Otra vez, el gobierno de Guatemala suspendió las labores que sobre la escuela rural llevaba a cabo un delegado de los Estados Unidos. Y yo dije: “por medio de este hombre se han podido conseguir unas cuantas casitas para escuelas rurales que aquí en Guatemala es una desgracia, son escasas”. Y él dice: “esas escuelitas se pagan con entreguismo futuro. Esos no son favores de ninguna especie. Esa es una inversión que rendirá más intereses a los yanquis”. Su actitud antiimperialista era íntegra, muy clara. No se dejaba confundir por las formas de las cosas, No creía en dádivas ni préstamos ni nada. Eso me llamó mucho la atención.

—¿En ese antiimperialismo observó usted en él rasgos de conocimientos marxistas?

—Durante su estancia en Guatemala él estaba estudiando marxismo muy en serio. Allá estaba un norteamericano que después vino a acá y aquí murió ?no recuerdo el nombre?, y este señor tenía escrito un libro marxista, pero como gringo que era nadie creía en él. Le entregó su libro para que lo leyera a Víctor Manuel Gutiérrez, que era un miembro destacado allá del sindicalismo. Creo que Ernesto conoció este libro porque él trató mucho, mucho, a este norteamericano. Hasta supongo que este vino para Cuba después del triunfo de la Revolución dada esa amistad que tuvo con él en Guatemala. Myrna es quien recuerda su nombre.

—Se habla de que el Che estuvo haciendo la traducción al español. ¿Sería ese libro?

—Es probable que ese sea el libro. El señor este quería que se tradujera al español y que se publicara. Bueno, con este hombre Ernesto habló muchas veces, y supongo que sacó provecho de las conversaciones con él, porque era un marxista muy ilustrado. En cuanto a persona, creo que después del estudio directo de los autores marxistas, en cuanto a persona, repito, al menos mientras estuvo en Guatemala, este señor fue uno de los que quizás ayudó a las ideas del Che.

—¿Y como médico? ¿Sabía usted desde que lo conoció allá en Guatemala que él era médico?

—Que era médico, sí. Pero entonces no supe que él se dedicaba a la alergia. Esto vine a saberlo en México, cuando le dieron ese rinconcito allí en el Hospital General para que hiciera sus investigaciones.

Don Edelberto nada conoce acerca del viaje que durante dos meses, aproximadamente, hizo el joven Ernesto Guevara de la Serna a la selva del Petén, como acompañante de un médico venezolano que fue designado para esa región del nordeste guatemalteco. Pero, cuando le aclaro que no, que no estaba en función oficial, que no tenía trabajo oficialmente sino que fue como ayudante voluntario, confiesa:

—Mire, allá Ernesto pasó muchos apuros. Pasó días de hambre. Hubo momentos en que estuvo flaco, flaco. Se le veía las consecuencias de la situación en que estaba. Y una de las personas que más le ayudó fue Elena de Horst, la luchadora hondureña dirigente de la Alianza de Mujeres.

Como conocía que don Edelberto Torres fue el primer extranjero residente en Guatemala en ser detenido por las fuerzas contrarrevolucionarias al ser derrocado el presidente Jacobo Arbenz, y que en consecuencia no pudo ver más en esos días al Che ya que pasó cinco meses encarcelado, la siguiente pregunta va encaminada a su reencuentro posterior en México. Mas, él aplaza la respuesta, tiene algo que decir primero:

—Sí, pero antes quiero recordarle algo en lo que hay que insistir, en la actividad en que estuvo por salvar gentes. Salvó a muchachos de la Juventud Guatemalteca que antes no habían creído en él, y a otras personas. Por ejemplo, a mi esposa le dijo varias veces: “Dígale a don Edelberto que yo lo asilo allá cuando quiera”. Se refería a la Embajada de Argentina, donde él estaba refugiando a todo el que podía y donde tengo entendido que él mismo pasó algún tiempo. En esos días él se expuso mucho, porque lo pudieron haber matado fácilmente sin que nadie se hubiera dado cuenta de nada. 

Che para siempre

—¿Y cómo fue de nuevo su vinculación después en México?

—Fue varios meses después, porque a mí me sacaron de prisión el 4 de diciembre de 1954, pero me tuvieron con la ciudad por cárcel en Tapachula hasta el 31 de diciembre. Así que a México llegué el 31 de diciembre del 54 y amanecí en la capital el primero de enero de 1955.

—¿Cuándo lo vio nuevamente?

—Mire, a los pocos días se supo que ya yo estaba allí. Pero el encuentro con él fue casual. Nos encontramos en la calle, casualmente. Al vernos le di mi dirección. Entonces él llegó a la casa un domingo y se quedó a comer, con gran apetito, por ciento. Platicamos de política, de los yanquis, de todo lo que había ocurrido, de la experiencia guatemalteca. En Ciudad México yo vivía en General Zuazo número 14, Colonia San Miguel, Chapultepec…

—¿Conoce usted un trabajo que se dice él escribió con el título “Yo vi la caída de Jacobo Arbenz”?

—No, no lo leí, aunque he oído acerca de eso.

—¿Recuerda sus criterios sobre algunos de los problemas de América Latina en aquellos tiempos, aparte de la cuestión guatemalteca?

—Sí, mire: en una ocasión, cuando cayó Juan Domingo Perón en la Argentina, allá en México un venezolano que tenía allí una revista que se llamaba Humanismo, que después llegó a ser gobernador, Ildegar Pérez Segnini, conoció a un grupo de amigos y, desde luego, a argentinos. Ahí estaba Orfila Reinals, que dirigía la Editorial Fondo Cultura Económica de México, y llegó Ernesto. Yo estaba muy entusiasmado con la caída de Perón y le dije estas palabras: “Hombre, ahora el pueblo argentino tiene una buena coyuntura para luchar”, y me dice: “No, no hay tal coyuntura, los que suben son iguales en el mejor de los casos o peores que Perón”. Esta opinión, rara en aquellos momentos, hizo que los argentinos que estaban allá e incluso que muchos muchachos de Guatemala creyeran que él era agente de Perón. Anteriormente, en Guatemala se hablaba de Perón como de un reformador, casi como de un revolucionario. Mas, lo cierto es que Ernesto no creía en Perón, eso, desde Guatemala. Y cuando estábamos en México y cayó Perón, emitió ese parecer: “En cuanto a mi —dijo en la reunión— si hay alguno de esos partidos que se están nombrando ahí que merezcan simpatía pues es el Partido Comunista”. Y a todos nos llamó la atención. Fue la primera vez que le oí criterios, ¿cómo decir?, partidistas.

—Y más tarde, ¿le dijo algo sobre la cuestión cubana? ¿Le habló de su vínculo con Fidel en México?

—No, como entonces él trabajaba escondidito haciendo esas cosas… Me di cuenta de que él estaba con los cubanos cuando cayó preso con Fidel y los demás.

—Eso ya fue en julio del año 1956. Hasta ese momento, ¿no supo usted de sus relaciones conspirativas con los cubanos?

—No. Era tan discreto.

—Pero sí se visitaban.

—Ah, eso sí, muchas veces, sí. Y como él ya estaba casado con Hilda Gadea, yo llegaba a su casa, a veces, y con más frecuencia él me visitaba. Pero no, no me hablaba de eso. Bueno, yo era amigo bastante cercano del general Alberto Bayo en ese tiempo, y Bayo tampoco me habló nada de eso. Fue una sorpresa para mí cuando la captura, que también se mencionó a Bayo. Bayo después publicó un libro, no recuerdo cómo se llama, en que me menciona bastante. Nos teníamos afecto.  

“En cuanto a Ernesto —continúa diciendo don Edelberto— su trato conmigo fue siempre cariñoso. Años después me llamó mucho la atención que cuando él estaba acá en Tarará, enfermo, vinieron varios grupos de nicaragüenses. Uno de esos grupos era de reaccionarios, pero antisomocistas. Estuvieron hablando con él. Y salió publicado algo en el periódico La Prensa, de Managua. A pesar de que su director es enemigo mío, recogió unas palabras del Che sobre mí. Es el recuerdo más agradecido que tengo del Che, porque cuando en esa conversación me mencionaron, él dijo: “Después de mis padres, a quien más quiero es a Don Edelberto”.

—En él significa mucho esa expresión.

—Sí, figúrese, siempre me entusiasma, me emociona el recuerdo ese. Este periódico yo lo tuve, pero entre tantos papeles y viajes se me extravió y no he logrado que de Managua me presten otro ejemplar.

El timbre del teléfono suena de nuevo en la habitación. Insisten desde el lobby. Han venido a buscarlo. Son muchas las gestiones que apremian. Habíamos calculado una hora y se han deslizado más de dos a través de la fácil conversación de este hombre con historia, que aprisiona en su vida parte de la historia de aquellos tiempos en que se gestaba la personalidad del Guerrillero Heroico.

Es probable que pudiese continuar durante no se sabe cuánto más, pero la conversación debía terminar. De manera que pensé que había terminado ya cuando recogía mis notas y la grabadora y lo acompañaba por el largo pasillo alfombrado del hotel. Mas, la espera por la llegada del ascensor extendió algo más la entrevista, y la hizo culminar con una sorpresiva anécdota:

—Pero, mire, ahora recuerdo; hay un episodio que es cuando yo he pensado que fue un instante crucial que pudo haber cambiado el destino al Che.

—¿Estando todavía él en Guatemala?

—En Guatemala, sí. Después de haber regresado del viaje aquel preparatorio del Congreso por la Paz de Pekín. Me habían dado el encargo de enviar a Ginebra nombres de latinoamericanos emigrados en Guatemala, para invitarlos a visitar a China. En efecto, di el nombre de un peruano, de un chileno y otros más. Y el último boleto a nombre de una muchacha sureña. Cinco minutos después de esto aparece Ernesto en mi oficina: “Dicen que usted está ofreciendo boletos para viajar a China. Yo quiero ir”. “Ay, caramba, hace cinco minutos justos di el último”. “Ah, no, no hay cuidado”, y se fue. A mí no se me ocurrió decirle “espérese, que voy a telefonear a la oficina a ver si no han despachado ese mensaje, para que pueda irse usted”. Eso lo pensé más tarde.

Pocos días después, comentándose eso, me dice: “Pues si yo hubiera ido a China, no regreso ya”. Él quería ir a un país socialista y quedarse allá. “Yo me habría ido a China y me habría quedado ahí o por cualquiera de los países socialistas al regresar”. En ese tiempo se regresaba por la Unión Soviética. Y concluye don Edelberto Torres:

—Después he reflexionado que si él se hubiera ido en esa ocasión, probablemente no habría Che, porque se hubiera quedado por allá, trabajando en la construcción socialista. Unos meses nada más y no hubiera estado en Guatemala cuando la caída de Arbenz, no hubiera ido a México probablemente, no hubiera tenido contacto con Fidel. Por eso es que considero muy importante ese instante en que dichosamente aquel viaje a China no se realizó. Porque ahora tenemos un Che para siempre en la historia de la revolución mundial.


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