La llamada guerra “no convencional” ha sido empleada en numerosas ocasiones por los Estados Unidos y sus aliados para derrocar a gobiernos incómodos. En Nuestra América, varias naciones hermanas, como Bolivia, Nicaragua y en particular Venezuela, han sufrido los embates de la acción combinada de calumniosas campañas de descredito, a través de redes sociales y medios tradicionales, sanciones económicas, reclutamiento de mercenarios, patrocinio de grupos violentos y otras acciones desestabilizadoras.
Cuba, dañada gravemente por los efectos del Bloqueo estadounidense, de la pandemia y sus secuelas en la economía, es blanco también ahora de una ofensiva “no convencional”.
Tras los disturbios del pasado 11 de julio, el presidente Joseph Biden pidió a las autoridades cubanas que mejoraran las condiciones de vida de su pueblo. Fresco está aún el recuerdo de los 184 votos condenatorios hace menos de un mes, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, del embargo –bloqueo, verdadero estado de sitio– impuesto a Cuba. Washington perdió la oportunidad de honrar allí con su abstención el digno ejemplo que le dejó la última administración demócrata. ¿Quiso Biden sellar, al volver a votar como Trump, la falacia del anuncio de que regresaría al punto en que dejó Barack Obama la relación con Cuba?
La legislación que nos impuso el cerco en términos de “embargo” hace ya seis décadas ha sido endurecida año tras año, en una macabra ingeniería de sanciones cuya única razón es la de obstruir cada paso que da la economía de la Isla para lograr su reproducción. En detrimento, en primer lugar, de su pueblo. Cuba acumula cicatrices de gobiernos demócratas y republicanos que se han ensañado con el propósito de volver a sujetarla al mandato imperial, sin reparar en que el daño de sus acciones recae en la población por cuyo bienestar dicen interceder.
El bloqueo no es un hecho estático, y lo demostró la administración Trump, que, entre 2016 y 2020, se esmeró en sumarle 243 medidas diabólicas, en medio de un frenesí de sabor hitleriano. Un récord indiscutible. No menos escandaloso es que, durante sus primeros seis meses en la oficina oval, nada haya hecho Biden por revertir ese siniestro legado. Cuesta aceptar que se deba a la turbia preocupación por el peso de la mafia anticubana en el voto de La Florida. ¿Será eso en el fondo?
Es cierto que nuestro país vive una coyuntura de tensiones, porque la pandemia de la Covid-19 ha gravitado con los impactos acentuados del bloqueo en un pico de gravedad. Las penurias de los cubanos son sobre todo el resultado de la acumulación perversa de arbitrariedades generada por la filosofía de la asfixia del país débil, no por defectos del sistema cubano, que conocemos mejor que nadie, y trabajamos por superar.
Como Fidel en circunstancias similares, hace más de un cuarto de siglo, Díaz-Canel se hizo presente en las calles durante los disturbios, dialogó francamente con la población y llamó a enfrentar los problemas con la premisa de que la Revolución no es negociable.
La victoria sobre la pandemia es ahora la condición de nuestra victoria en sentido integral. El enemigo no lo ignora, ¿Podrá aceptar que el efecto de las vacunas cubanas, ingeniadas, producidas y aplicadas a pesar de todos los contratiempos impuestos por el bloqueo, se convierta para Cuba en una conquista tan sonada como el apoyo que anualmente le otorga el mundo en las Naciones Unidas? ¿Llegará esta administración estadunidense a percatarse de que su mejor salida con Cuba parte de buscar el entendimiento y no de perpetrar la subversión?
Cualquiera que sea el camino que escoja el emperador de turno, la Casa de las Américas como siempre, como desde su fundación por Haydee, por Fidel, en abril de 1959, continuará defendiendo los ideales de emancipación y justicia social para Cuba y para toda nuestra América.
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