En el caso de Julio Breff Guilarte, no hay que observar su obra para adentrarse en un mundo mágico. No más comienza a hablar y ya te transporta a esas coloridas escenas campestres, en las que cualquier dificultad es vencida a golpes de imaginación y pincel.
Y es que a quien tenemos delante es, no solamente uno de nuestros más importantes pintores ingenuos o naif; sino un ser humano, un artista auténtico, en el más exacto significado del adjetivo.
En La Habana estuvo por estos días, preparando una exposición con la que quiere continuar celebrando en 2019 sus tres décadas de vida artística, al tiempo de rendir tributo a la capital en el medio milenio de su fundación.
“Se va a titular Bungomanía porque hay una vianda a la que ustedes aquí le dicen platanito burro, pero en mi zona se le llama bungo y era lo que más aparecía cuando estaba la situación bien difícil, en medio del Período especial o después de que pasaba un ciclón. Entonces se le hará un homenaje porque resolvió una gran situación”.
Me explica con ese aire de travesura con que acompaña cada reflexión, el cual logra transmitir a sus cuadros, acentuando la carga de humor que ya de por sí portan las tan a veces inverosímiles escenas.
Nacido en una zona rural de la oriental provincia de Holguín, en medio de la mayor pobreza, el menor de once hijos comenzó dibujando con carbón en las paredes. Más tarde, con lápiz de grafito hizo en la libreta escolar su primera inolvidable creación: una mariposa; a la que siguieron las acuarelas, gracias a un regalo traído de La Habana, urbe que visitó alguna vez en la niñez y en la que ya de adolescente estudió Jardinería y Floricultura, conocimientos entonces poco útiles en su patria chica, donde solo encontró un arduo empleo en la Fábrica de Níquel de Moa.
“La imaginación se me fue desarrollando. Eso viene detrás de los problemas económicos y sociales que uno tuvo que atravesar. Siempre me apartaba para crear un mundo mejor. Yo era un creador de paraísos.
Buscaba en mis pinturas una solución para los problemas que había. Ahí es donde empiezo a imaginar. Figúrate, brutalmente pintaba la figura humana porque siempre fui —no sé cómo le dirán— humanista. Tenía que estar presente la figura humana. Difícilmente pintaba un paisaje solo, tenía que estar el hombre y la función que hacía. Si no, no lo pintaba”.
En su tiempo libre se vinculó a la Casa de Cultura de Mayarí y fue invitado a participar en la Feria de Arte Popular, celebrada en Sancti Spíritus en 1987.
“Yo trabajaba más bien para un mundo campesino. Para esa misma gente que me rodeaba y no había conocido lo que había en La Habana, como para que nunca se fueran de ahí. Yo pensaba: si La Habana tiene esto, vamos a hacerlo aquí también. Era una fantasía que funcionaba así”.
Pero el campo cubano ha cambiado. Cómo piensa que afecta eso su pintura.
“No, porque yo seguí con la misma gente, con los mismos personajes. Ellos no mueren y el que está muerto, sigue vivo allí.
Ese cambio que hay allá es el mismo que hay en La Habana, pero allí había que formar tremenda disciplina porque van a la par del mundo moderno creado por ellos. De ahí vienen los aviones de yagua. Recuerdo que tengo un avión por ahí que tiene primera, segunda, tercera clase, pero todo el mundo se va. Incluso, algunos van parados como en las guaguas. Pero todo el mundo se va. Se cumplió el objetivo”.
Son crónicas que Ud. hace.
“Sí. Son como obras de teatro, la gente actúa. Y hay personajes importantes, rellenos y todas esas cosas. Además del paisaje, los colores y la banda sonora que sí existe. Lo que pasa es que la gente no la escucha, pero yo sí la sigo escuchando.
La gente las ve y se divierte, pero no es con ese objetivo; sino yo cumplir la función de pintar, como el que escribe un libro. Pero si gusta me da más fuerza, porque al principio como no sabía pintar, estaba frenado…Pero lo hacía”.
Quiere decir que usted no pinta para la gente.
“No. Creo un mundo. Si la gente lo ve y se divierte, bueno. Pero no para complacer a nadie, ni por encargo tampoco. No trabajaba con fines comerciales, pues nunca me imaginé que una obra mía se pudiera vender. Ahora lo sé y hago alguna cosita, pero no ha sido lo más importante”.
¿Cómo es su proceso de creación?
“Yo puedo trabajar una obra aquí en La Habana, caminando por la calle. Voy oyendo la música y voy trabajando, sin pintar. No todo tipo de música, sino una que tiene un aria especial que uso para detenerme, para pensar. Me relaja.
Cuando vine a La Habana a estudiar descubrí que había una emisora que se llamaba Radio Enciclopedia que allá no se oía. Cuando empecé a oír instrumentales de Franck Pourcel, Paul Mauriat…
Yo viví ese mundo. Igual que las películas, era muy cinéfilo. Pero me interesaba siempre la banda sonora de la película. Me quedaba al final esperando los créditos a ver quién había hecho la música, cosa que nadie hacía.
Ya cuando voy a pintar muchas cosas están ordenadas. Luego hago muchas pruebas de luz, veo que resalta más y empiezo a cogerle los últimos detalles. Pero la obra estaba elaborada. Yo la trabajo primero sin material. Solo tengo que seleccionar una buena música”.
Y a qué le da más peso en su obra. A los colores, a la composición…
“Bueno, yo diría que hay algo sobrenatural porque a veces estoy embullado con hacer una cosa y viene algo de momento que me dice que no, que esto no, que trabaje en esto otro primero.
Y he trabajado eso y es verdad que ha cogido más importancia. La han admirado más. El mismo público de la gente que sabe, le ha dado más importancia. La otra no se queda frustrada, se sigue haciendo también; pero hay algo que llega como un telegrama con un cambio de labor”.
Usted no siente que, con todo lo que ha ido conociendo, su pintura se ha ido contaminando un poco con la Academia? ¿No percibe eso?
“No. Es posible que ya haga otra cosa con más fuerza que antes. Eso siempre pasa porque llega el tiempo en que has ido haciendo tanto una cosa que vas aprendiendo y lo puedes hacer más rápido o usar el color con menos miedo. Eso pasa obligatoriamente con cualquier creador. Pasa el tiempo y vas aprendiendo. Las primeras cosas son...”
Más ingenuas…
“Exacto. La pintura evoluciona. No porque lo quiera el pintor, sino porque ya no vas a hacer los ojos con un puntico. Vas a tratar de hacerlo mejor”.
Dentro de las exposiciones que ha realizado dentro y fuera de Cuba, de 1988 a la fecha, Breff recuerda con especial cariño la titulada Campo-ballet que, organizada en la galería Acacia en 2003, trajo ante el público capitalino algunas interpretaciones personalísimas de coreografías realizadas por el Ballet Nacional de Cuba.
“Después de lo del ballet, hice otra cosa muy importante que fue La Biblia Campesina. Yo leía La Biblia escrita y me decía: no vamos a ponerla por aquí, sino por aquí. Entonces en mis pinturas a Jesús Cristo nadie lo crucifica; él se va en un avión de yagua junto con una gente que eligieron ahí, como doce apóstoles. Y nadie lo crucificó porque nosotros no somos tan terroristas. Se fue paˈllá y hay comunicación.
Entonces en ese mundo están Adán y Eva, la Virgen de la Caridad… Claro, son los mismos personajes que han trabajado en el ballet y en todas las cosas”.
Son siempre los mismos personajes…
“Sí, los mismos. Aunque a veces forman bronca para coger el protagónico y eso… Cuando le dijeron a Alicia Alonso que en mis pinturas había bailarinas gordas, ella respondió que sería un invento mío porque yo sabía que las gordas no podían bailar ballet.
Entonces alguien le dijo “Pues mire que sí. Todas bailaron en punta de pie, dieron todas las vueltas que tenían que dar y ninguna se cayó”.
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