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Juan Pérez de la Riva


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En ocasión de la feria del libro, la editorial Ciencias Sociales dio a conocer un volumen que rinde homenaje a uno de los maestros de la historiografía cubana, quien fuera, además, un personaje singularísimo. Luisa Campuzano lo califica con acierto como nuestro último polígrafo.

Nacido en 1913, procedía de una familia de la alta burguesía. Sus padres pasaban largas temporadas en Europa. Por eso, nuestro héroe vio la luz en París. Su hogar habanero, un hermoso palacio en proceso de restauración, es la sede actual del Museo de la Música. Durante la República Neocolonial acogió al entonces denominado Ministerio de Estado. Tan extenso resultaba el espacio que de niño podía practicar ciclismo en la azotea de la casa.

A pesar de estos antecedentes, muy joven aún, Juan Pérez de la Riva empezó a pensar con cabeza propia. Abrió los ojos a las contradicciones del mundo que lo rodeaba. Su aprendizaje inicial en problemas de la sociedad lo efectuó en contacto con núcleos de judíos comunistas radicados en la Habana Vieja. Vino luego el machadato. Involucrado en la lucha fue a dar con sus huesos al presidio de Isla de Pinos, donde coincidió con importantes personalidades de la época. Su aristocrática familia se valió de su nacimiento en París para que fuera deportado a Francia.

Aprovechó su prolongada estadía en Europa para estudiar las tendencias renovadoras de la historiografía a la vez que profundizaba en temas demográficos y de geografía. Esas vertientes lo aproximaron a una perspectiva interdisciplinaria integradora atenta al diálogo permanente entre el acontecer político, social y económico inscrito en el paisaje natural y humano.

Allí encontró pareja, también singularísima personalidad, rebelde y radical, Sara Fidelzeit procedía de una familia proletaria de judíos comunistas evadidos de Polonia para eludir a una doble persecución, la de origen político y aquella otra, consecuencia del violento y arraigado antisemitismo. Sara adquirió formación intelectual venciendo los obstáculos que imponía la pobreza extrema. De regreso a Cuba, allá por los cuarenta del pasado siglo, los Pérez de la Riva otearon el horizonte. Juan no quiso ser un mantenido por una familia venida a menos y no intentó procurar prebendas de los gobiernos de la época. Se refugió en Cayajabos para administrar una finca familiar. Palpó de manera directa los problemas del campo cubano. Al triunfar la Revolución, sin esperar la reforma agraria, entregó las tierras al Estado. Encontró empleo en la Biblioteca Nacional, dirigida por María Teresa Freyre de Andrade. Su extraordinaria erudición le permitió organizar la sala cubana y las colecciones cartográficas y de grabados. Ejerció desde allí un magisterio ambulante en permanente diálogo con colaboradores, colegas y estudiantes. Dirigió la revista de la Biblioteca Nacional. Marcó a sus discípulos de la Universidad de la Habana, futuros demógrafos y geógrafos, tanto en el espacio del aula, como en las investigaciones de campo realizadas en las zonas más intrincadas del país.

El minúsculo cubículo de Juan Pérez de la Riva se convirtió en un verdadero taller de creación. Allí se conjugaba la labor formativa y la investigación. Creció la obra personal del maestro, fruto de un largo aprendizaje y trabajos abocetados desde su edad juvenil. Exploró ámbitos vírgenes como los culíes chinos. Del cruce de perspectivas múltiples se derivó su tesis que apunta a las diferencias entre Cuba A y Cuba B, uno de los serios problemas estructurales de la nación, asunto que no ha dejado de tener vigencia.

Al cumplirse el primer centenario de su nacimiento, ha llegado la hora de rescatar su obra, insuficientemente divulgada y, como suele suceder, por cierto cainismo que sobrevive entre nosotros, más reconocida por centros académicos de otros países que en su entorno natural. El gran debate de este momento y las insuficiencias en la enseñanza de la historia requieren volver la mirada hacia el proceso de edificación de nuestra historiografía, sujeta en la selección de prioridades y en el enfoque adoptado, a contextos epocales y, en cada momento, parte inseparable de la cultura. A pesar de las diferencias que los separó, o quizás por eso mismo, resulta indispensable considerar los aportes de Ramiro Guerra, de Julio Le Riverend, de Raúl Cepero Bonilla, de Hortensia Pichardo, de Manuel Moreno Fraginals, de Juan Pérez de la Riva, de Emilio Roig de Leuchsenring, entre muchos otros. Cada uno se apoyó en un método específico, se centró en la recuperación documental, en el análisis político del intervencionismo norteamericano, en el enfoque económico o en los problemas sociales.

La historia sintetiza, en gran medida, la complejidad de la vida. Por ese motivo, su estudio y su conocimiento son más apasionantes además de aleccionadores, aunque los acontecimientos, como apuntó Marx, no se repitan dos veces de la misma manera. El ser cubano se ha forjado a través de un prolongado decursar que ha conformado el panorama económico y social, así como muchos rasgos de nuestra sicología colectiva. Para entender lo que somos y tomar decisiones pertinentes, tenemos que comprender cómo nos hemos venido haciendo. Solo así, nuestros debates podrán resultar útiles y constructivos.


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