Juan Nicolás Padrón: un ensayista de su pueblo


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Conocí a Juan Nicolás Padrón hace ya más de veinticinco años, en una época en que casi todos se quejaban de algo y no pocos se quejaban de todo. Era entonces director de Literatura del Instituto Cubano del Libro, y no paraba de trabajar, de crear, a pesar de que el planeta se estremecía bajo los efectos del derrumbe de un socialismo que no era tan real como se pensaba y hasta se autodenominaba. Aquella ergoterapia se debía a que Juan Nicolás es un hombre poco común, que transitó de la ingeniería eléctrica a la filología, y le cantó a la vida hasta al encarar la muerte: allá lejos, en África, en la guerra, o más tarde aquí, cuando bailando rock and roll, el corazón le jugó una mala pasada. Nunca perdió la brújula ni la capacidad de soñar. Se alimentó de poesía en una vida que atrapaba con ojos escudriñadores, insaciables, y tanto anduvo por los cuatro puntos cardinales, que se volvió universal.

Poco a poco, comenzó a decir cosas sorprendentemente sabias, que llevábamos ni se sabe cuánto tiempo necesitados de escuchar. Tenía tantas palabras…; las pensó en imágenes y se levantaron versos hermosos, profundos. No quedó satisfecho y decidió ponerlas en perspectiva: las extendió a todo lo largo de su mesa; cambió él mismo de posición para mirarlas desde varios ángulos; las viró al revés para descubrir las que sonaban huecas; sacó también las de tono monótono, cansino, y las que habían sido gastadas en consignas estériles. Solo después comenzó un diálogo sereno, reposado, que fue ganando en intensidad. Sorprendido —y hasta asustado al principio—, observó cómo aparecía ante sí un ensayo herético, revelador. El poeta sensible y culto creció tanto del lado de los humildes de la Tierra, y de las necesidades espirituales y también teóricas de su propio pueblo, que se reveló pensador; luego, sin pretenderlo —y quizás por ello—, se convirtió en ensayista penetrante y audaz.

Tres ejes dominan el ensayo social y político de Padrón: el pensamiento marxista visto desde una mirada integradora de la actividad humana; la política cultural de la Revolución y sus actuales dilemas frente a la multimillonaria industria del entretenimiento, y un Martí vivo, que late en el corazón de su pueblo que lo necesita. No pocas horas le ha dedicado a la política hegemónica de Estados Unidos en nuestro continente; al nuevo contexto de las relaciones del 17 de diciembre de 2014, que llevó a la apertura de embajadas en La Habana y Washington, y a la integración latinoamericana, escudo contra el sometimiento de nuestros pueblos por la ideología neoliberal.

 Y en todos sus trabajos ha dicho cosas en las que resulta importante meditar. Por la lógica de un tiempo limitado, me detendré solo en algunas que quisiera destacar. El año en que yo nací: 1968, durante la clausura del Congreso Cultural de La Habana, Fidel señaló:

“…no puede haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas. Y hay ideas que incluso se esgrimen en nombre del marxismo, que parecen verdaderos fósiles. Tuvo el marxismo geniales pensadores: Carlos Marx, Federico Engels, Lenin, para hablar de sus principales fundadores. Pero necesita el marxismo desarrollarse, salir de cierto anquilosamiento, interpretar con sentido objetivo y científico las realidades de hoy, comportarse como una fuerza revolucionaria y no como una iglesia seudorrevolucionaria”.

Esta frase de Fidel que debería presidir todas nuestras reuniones y debates, resulta prácticamente desconocida. Ello trae consigo que no pocos revolucionarios vencidos por las complejidades del presente, o agotados por los años, invoquen el pensamiento de Marx, de Engels y de Lenin, como si se tratara de la Biblia, como precepto para cumplir por mandato sagrado. Algunos, incluso, observan el futuro sin conseguir ocultar la expresión sobrecogida de sus rostros; desconfían de que los revolucionarios de hoy seamos capaces de preservar la obra. Siempre me pregunté qué habrían pensado cuando apareció el artículo de Padrón «¿Marxismo conservador?», que citaré en extenso:

“El verdadero «pecado original» de no pocos «marxistas» autoproclamados comunistas en sus ejercicios políticos, y que a veces sin quererlo han ocasionado mucho daño al movimiento revolucionario internacional —sobran los ejemplos—, ha sido convertir el pensamiento del gigante de Tréveris en una doctrina sectaria, de élites políticas, sin vínculo sistemático real con las grandes masas, de carácter dogmático y  burocrático, pretexto de un autoritarismo tiránico y represivo, con escasas posibilidades de autorrenovarse; es decir, contrario a lo que realmente es el marxismo: un proyecto revolucionario e inclusivo, democrático y participativo, dialéctico, en constantes cambios que a ningún marxista le deben parecer ajenos al sistema, creativo y original para cada situación, emancipador y de felicidad para todos y no para unos pocos.

“Las palabras son engañosas y se han utilizado para manipular: ¿cuántos socialismos o comunismos hubo en la historia después de Marx y cuáles realmente responden a bases marxistas? Lo que realmente importa no son las denominaciones, sino no perder de vista a qué o quiénes defiende.

“Es cierto que en Cuba algunos marxistas dejaron de ser revolucionarios, aunque casi nadie lo confiese; por tanto, dejaron también de ser marxistas y se convirtieron en conservadores, a secas, aunque digan que defienden a la Revolución y de hecho puede que así sea parcialmente; resulta comprensible en un país en que casi nadie se declara de derecha.

“El pensamiento conservador es muchas veces casi un proceso natural de conservación biológica desplazado a la política, en ocasiones de manera inconsciente. Cuando una persona que se ha formado en ciertas circunstancias tiene todo lo necesario para vivir, y en ocasiones hasta un poco más, resulta muy difícil que sepa cómo piensan quienes viven en situación de miseria o pobreza. Solo convicciones muy fuertes, visión clara y vínculo constante con el país pueden contribuir a que no se pierda de vista la realidad de la construcción socialista, y no el fantasmagórico «socialismo real».

“Para ser revolucionarios y marxistas en Cuba hoy —y en estos dos conceptos está incluido compartir y practicar las ideas esenciales de José Martí y de Fidel Castro—, no basta la adhesión a la defensa de la independencia y la soberanía mantenida en estos años a partir de 1959, y sentir con orgullo la dignidad personal y nacional; no es suficiente condenar la política imperialista de los Estados Unidos destinada a interferir este proceso de liberación, ni contribuir a un clima de unidad nacional que evite la lucha fratricida, y a la larga la derrota, ni actuar a favor de la continuación de la reconciliación, la paz y el progreso social —factores esenciales para la sostenibilidad y la prosperidad, según los más actualizados planteamientos—, ni reconocerle al Estado revolucionario la responsabilidad de mantener el estatus de bienestar con todos y para todos.

“Para ser marxistas, ahora y aquí, resulta imprescindible contribuir a la construcción de la república socialista de Cuba y para ello hay que luchar todos los días por la democratización eficaz de la sociedad —participación real y no formal, junto a la inclusión de todas las formas de justicia social, incluidas las relacionadas con la discriminación por el color de la piel, el género o las preferencias sexuales—; combatir el autoritarismo y las enmascaradas formas de presencia del viejo caudillismo colonial con su centralismo verticalista y la desconfianza en la autonomía y la autogestión; dejar atrás la vocación estatista como única forma de organización económica y la falsa planificación burocrática, desplanificada constantemente por el voluntarismo; ayudar a la transparencia y al debate social, no solo para contribuir a la seguridad nacional y para que la esfera pública se convierta en un verdadero agente movilizador de saneamiento, sino porque es un sagrado derecho; colaborar para que las funciones de prevención y proyección legislativas, las soluciones ejecutivas y las acciones judiciales ejerzan su papel y funcionen como un sistema en la república y no sean simple decoración, en que las leyes se acatan pero no se cumplen y las decisiones ejecutivas no rinden cuenta efectiva a un legislativo con diputados elegidos por el pueblo; tener en cuenta la coherencia que las ideas del socialismo defienden en el diseño de proyectos e inversiones económicos, sociales y culturales, en que predominen las ideas del socialismo y no el «desarrollo subdesarrollante» del capitalismo, porque ni el socialismo se puede construir con «las armas melladas» del capitalismo, ni se puede construir capital con las armas melladas del socialismo burocrático; evitar confundir consecuencias con causas y eliminar deformaciones, triunfalismos y vicios del estalinismo; en resumen: cambiar las sobras periféricas de la cultura del capitalismo —no pocas veces enmascaradas en nombre del «socialismo»— por una cultura socialista original cubana”.

En «La explosión del Paricutín», en medio de la polémica suscitada por una errática crónica aparecida en Juventud Rebelde, que pretendió cargar —una vez más— contra la responsabilidad social y política de nuestra vanguardia intelectual, Padrón ofrece una visión de la formación de valores, digna de presidir los debates al respecto:

“La formación de valores, como la honradez y la honestidad —no tomar lo que no es de uno, aunque el otro tenga más y pensemos que no le hace falta, o tengamos la justificación de una necesidad o carencia apremiante; decir siempre la verdad, nuestra verdad, aunque sea el camino más difícil y muchas veces el más inconveniente—, la lealtad sustentada en hechos y no en palabras o discursos, la dignidad sostenida en situaciones límites, la modestia mantenida aun por encima de muchos dispuestos a encumbrarte, la justicia como «ese Sol del mundo moral», entre otros aspectos, edifica la condición humana, y junto al desarrollo de sentimientos de amor, amistad, hermandad, solidaridad, desinterés… desarrolla  la facultad de sentir sinceramente, admirar sin recelo, temblar de emoción y reconocer la belleza de la naturaleza y del arte”.

Y luego de un análisis en el que no me extiendo para dejarlos interesados en su lectura en Cubarte, cierra con algo que no puedo evitar leerles:

“Lo ideal sería que todos los ciudadanos compartieran una alta cultura y los más puros valores. Que los mecánicos arreglaran bien los autos desde la teoría y la práctica; que los periodistas escribieran con responsabilidad y conocimientos, y que los aprobadores tuvieran tino suficiente para evaluar sus artículos; que quienes tengan poder para desautorizar o autorizar una exposición de arte, tengan también la sabiduría y la sensibilidad imprescindibles para tomar ese tipo de decisiones; que el éxito de un novelista sea celebrado, sin resquemores, por el resto de su gremio; que los funcionarios de un ministerio luchen por enviar libros a las desabastecidas bibliotecas escolares antes de decidir de manera facilista convertirlos en pulpa; que el gobierno de un territorio sea el principal interesado en colaborar con un concierto que contribuya a la felicidad de sus gobernados más desprotegidos; que quienes se dedican a elaborar perfumes para el mercado, conozcan sus leyes, y los límites éticos que no se pueden transgredir…

“Sería desastroso que coincidieran la ignorancia y la carencia de condición humana en muchos ciudadanos; pero si quien carece de cultura y valores, también tiene poder y decide, sus acciones llegarían a ser como la explosión del Paricutín, que sepultó a una comunidad en México ?con excepción de la iglesia. Estoy seguro de que Cuba se salvará de estas explosiones y de quienes temen profundizar en el conocimiento o consideran a la sensibilidad como una actitud de las «partes blandas de la sociedad». Ellos desaparecerán «echando llamas por los ojos», porque la siembra revolucionaria ha sido fértil y culta”.

Numerosos trabajos de igual valor pudieran citarse, en los que de la mano de la articulación dialéctica entre la observación y el razonamiento, Padrón nos lleva a las esencias de las concepciones que iluminan a los revolucionarios cubanos; solo mencionaré algunos: «Ortodoxos, heterodoxos y conversos», en el que concluye que «No hay que temerles a las diferencias de opiniones, lo que hay que rechazar es la ignorancia, madre de las desgracias, engendradora de prejuicios y provocadora de desorientaciones fatales; lo que hay que desenmascarar es la falsedad y la hipocresía»; «El leninismo menos promovido», en el que aborda La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, obra de Lenin de la que casi nadie habla; «José Carlos Mariátegui: entre la cultura artística y literaria, y la política» —en el que Padrón presenta un cuadro vívido del revolucionario peruano y alerta sobre la grave tendencia a «restarle importancia al pensamiento cultural y divorciarlo o subordinarlo a la política»—; «El legado de Chávez», conmovedor retrato de un héroe de Nuestra América, cuya muerte lo estremeció de una manera profunda; «La energía que nos dejó Choquehuanca», en el que lanza un precepto básico para enfrentar el consumismo: «El ser humano debe aspirar a vivir bien y no a vivir mejor»; y «Mandela: de la rabia a la reconciliación», tributo a un luchador imprescindible de alguien que vio el apartheid de cerca cuando cumplió misión militar en Angola y comprobó la prepotencia de la ideología del racismo sudafricano.

Para Padrón el ser humano está en el centro de sus desvelos y el Martí de su obra deviene cuadro de impresionante vigencia: enfrentado al racismo —y a las secuelas que nos atraviesan—; forjando su pensamiento transformador en el combate político y en el estudio de la experiencia de otros pueblos; discutiendo con los trabajadores acerca de sus problemas, aspiraciones y demandas, y también de sus logros y retos postergados, sobre la base de un riguroso examen ético y de la maduración de un ideario de profundo sentido humanista, revolucionario y emancipatorio; y en polémica responsable con los generales de la Guerra Grande, a quienes explica con palabras sabias la necesidad de levantar desde la contienda la república inclusiva y de justicia social que se han propuesto construir.  

¿Qué intelectual necesitamos? ¿Qué ciudadanos estamos formando? ¿A qué sociedad aspiramos? ¿Qué desafíos afrontamos en el nuevo contexto de las relaciones con Estados Unidos? A estas y otras interrogantes responde Padrón con clarividencia en: «El pecado original y la poesía intimista», «Más sobre los espacios públicos», «Otra vez, los espacios públicos», «Política cultural en Cuba, y otras hierbas», «Refundar en el espíritu de Palabras a los intelectuales», «Lectura y emancipación», «Mitos, mitomanías y mistificaciones», «La última palabra» y «El humanismo, los intelectuales y la política»; «Brevísima historia de la burocracia», «Quince consideraciones sobre el racismo en Cuba», «O nos integramos o nos desintegran», «Estados Unidos y América Latina y el Caribe: tan cerca y tan lejos», «Ni capitalismo real, ni socialismo salvaje», «Después del 20 de julio»; en fin, tantos, tantos, producidos por este incansable deshacedor de entuertos, que corro el riesgo de agotar a los presentes.  

Quiero cerrar esta parte con lo que considero resulta su profesión de fe, expresada en «El pecado original y la poesía intimista»:

“…el vínculo orgánico de los procesos culturales ?por más subjetivos que sean o parezcan? a las transformaciones sociales y políticas, constituye la piedra angular de sólidos y estables, eficaces e irreversibles cambios revolucionarios, según las particularidades de cada sociedad y las singularidades de las personalidades que actúan en cada escenario.

“No existe un «pecado original» si se demuestra la acción revolucionaria ?acción con hechos cotidianos y no con palabras o escrituras?, la lucha por la emancipación del ser humano de toda la rémora del pasado, incluidos los errores del socialismo del siglo xx. Los luchadores sociales y políticos actuales, sean intelectuales o no, tienen que estar preparados para entender el verdadero sentido cultural de su acción revolucionaria en la sociedad civil o en la militancia política y no solamente acatar órdenes o seguir orientaciones de organizaciones e individuos que pueden ser falibles.

“Intimistas y conversacionales, pintores abstractos e hiperrealistas, rockeros y raperos…, cualquier artista, esté afiliado a cualquier arte, si asume la cultura como su modo de vida y no como una moda para vivir, será un aliado natural de la lucha revolucionaria; cualquier revolucionario, si asume su quehacer supremo como la liberación más trascendente de la especie y no solo como coyuntura para un activismo político, será un afiliado permanente a la causa de la cultura. De esta manera, no hay pecados originales y se puede ser intimista y revolucionario sin castrar una cosa en aras de la otra”.

Me atrevo a decir, con sentido constructivo, que nuestras editoriales tienen una gran deuda con la ensayística política de Padrón, que tanto aporta a la defensa de la obra revolucionaria. Sin duda, estamos frente a un lúcido representante de la vanguardia artística; frente a un pensador marxista, martiano y fidelista que constituye un referente necesario para comprender estos tiempos y escoger las herramientas teóricas para la edificación del mañana. Su impronta mayor, sin embargo, está en su ejemplar modestia; en la honestidad de sostener en la escritura que hace pública, los mismos principios que defiende en las conversaciones privadas; en su lealtad a nuestros ideales emancipatorios, en su confianza en las ideas y en su labor por la concreción del ideal martiano de construir una patria con todos y para el bien de todos.


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