Jilma Madera… La eternidad del gesto


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Como el arte tiene la magia de atrapar para la eternidad el gesto/impronta del creador, bastaría solo mencionar tres obras de la escultora cubana Jilma Madera (Pinar del Río, 1915/ La Habana, 2000) para remitirnos a esas huellas artísticas que existen para inmortalizarla: el Cristo de La Habana, el monumento a José Martí, nuestro Héroe Nacional, en la cima del Pico Turquino y la que construyó en el frontis del edificio de la Fragua Martiana (un libro abierto, una llama y del humo saliendo una estrella de cinco puntas), en la capital habanera…

Jilma –que en lengua oriental significa Flor de los campos– hubiera cumplido hoy, 18 de septiembre, 105 años. Buen instante para recordarla en el tiempo. Haciendo un poco de historia, la célebre creadora comenzó a estudiar en 1942 en la Academia Nacional de San Alejandro y, más tarde, en The Art Student League (Nueva York, Estados Unidos). En su época de estudiante en San Alejandro tuvo como profesores a los mejores escultores de ese tiempo, incluyendo, entre ellos, a Juan José Sicre, autor del José Martí de la Plaza de la Revolución (Plaza Cívica, antes de la Revolución). Desde muy temprana edad, ella fue muy martiana. De ahí que cuando concluyó sus estudios en el Seminario Martiano de la Universidad de La Habana talló una de sus más reconocidas piezas: el busto de José Martí. Precisamente una réplica de esta obra, en el año del Centenario del natalicio de José Martí (1953), como el gobierno de Batista no hacía nada para recordarlo, Jilma, contó en una ocasión que, formando parte de la Asociación de Antiguos Alumnos del Seminario Martiano, en una de las reuniones ordinarias, una maestra pinareña propuso llevarla al Pico Turquino, siguiendo el ejemplo venezolano de situar un busto del Libertador Simón Bolívar en los Andes.

Así comenzó la historia. Primeramente, tuvo que encontrar al marqués Álvaro Caro, quien era en aquel momento propietario de la finca donde se quería situar el busto de Martí “¡Porque el Turquino tenía dueño! El me entregó una carta, comentó Jilma en la entrevista, para el administrador de la finca”. Después contactaría con el doctor Manuel Sánchez Silveira, en Manzanillo, quien era miembro de la Asociación Cubana de Arqueología, y un grupo de fervientes martianos como el doctor Gonzalo de Quesada, las maestras Emérita y Cira Segrero, el arqueólogo Pérez Acevedo, quienes apoyaron la idea de emplazar el monumento allá en lo alto. “Se contrataron a 12 campesinos –según refirió la artista–, quienes subieron al Turquino con el busto de bronce de 163 libras, agua, cemento y arena… Además, fueron los encargados de construir el pedestal utilizando las propias piedras del lugar, que al final resultó demasiado alto porque aquellos ‘albañiles’ no supieron leer el plano”, dijo. Celia Sánchez, una de las seis hijas del doctor Manuel Sánchez, los acompañó en esa cruzada y allá en lo alto Jilma y Celia se hicieron una histórica foto junto al busto. La artista en aquel momento, confesó, según resalta en un texto que “mientras descendíamos, pensaba en que ese monumento a Martí sería anónimo, y que muy pocas personas lo podrían ver…”. Qué lejos estaba de imaginar Jilma que sería una de sus piezas emblemáticas… Es importante reconocer que como la Fragua Martiana no contaba con los fondos suficientes para hacer frente a los gastos que implicaría el monumento, los materiales, salarios de los obreros y el traslado de la obra hacia el Pico Turquino (la cumbre más alta de Cuba con 1 974 metros sobre el nivel del mar), se sufragaron con la venta de unas piezas, bustos pequeños, medallones del Héroe Nacional esculpidas por Jilma.

Cuentan que los trabajos para erigir el José Martí del Pico Turquino fueron tantos que no pudieron concluirse para el 28 de enero, el día del Centenario del nacimiento del Apóstol. Por eso, el 19 de mayo, día de su caída en combate en Dos Ríos, fue el señalado para que el grupo de 20 martianos –vestidos de verde olivo- colocaran la imagen de bronce en el punto más alto de la geografía cubana.

El Cristo de La Habana

Su más importante huella artística es, sin dudas, el Cristo de La Habana, realizada a partir de un concurso que en 1958 se convocó en Cuba, y Jilma lo ganó. Como resultado… fue la primera mujer en confeccionar una pieza de tal magnitud: 20 metros de altura –y 3 en la base– con un peso total de 320 toneladas. Está realizado en mármol blanco de Carrara (Italia) –donde lo esculpió–, integrado por 67 piezas que conforman el cuerpo íntegro. Para ejecutar el monumento, Jilma viajó con su modelo de yeso, de un metro de altura, a la provincia de Toscana, donde se encuentran los mejores mármoles estatuarios del mundo. Allí laboró durante año y medio, y como nota de interés, para realizarla, se extrajeron 600 toneladas de la costosa piedra, cantidad que disminuyó en casi la mitad al terminar la obra. Fue trasladada en barco desde el Viejo Continente hacia acá, y comenzó a erigirse el 3 de septiembre de 1958. Fue inaugurado el 25 de diciembre de 1958 y emplazado en una colina de considerable altura situada a la izquierda de la entrada de la bahía de La Habana. En la base del Cristo, la artista depositó monedas de oro y plata, emitidas en el año de su nacimiento, así como periódicos de la época y otros objetos.

Como explicara Jilma Madera en diversas entrevistas, el Cristo es de rasgos mestizos, “con una expresión, en su mirada, diferente a la que nos tiene acostumbrada la religión”. Ella tuvo un interés particular con esta imagen, porque siempre había acariciado la idea de plasmarla como lo había concebido: “un líder que se anticipó a su época”. Es un Cristo grande y fuerte, en el pecho se pueden observar perfectamente los dorsales, tiene la cara dulce y labios gruesos, y la cuenca de sus ojos están vacías, porque según la creadora “no se ven de lejos”. Como Jilma quiso apartarse de la tradición, “decidí esculpirlo con austeridad, amor y esa fuerza que lo colocaron al lado de los pobres de la tierra, como dijera Martí”, expresó la creadora.

De la fuerza y amor a su trabajo es testimonio esta anécdota. Después del triunfo de la Revolución, en el año 1961, Jilma Madera contó que viendo el noticiero de televisión escuchó que un rayo había perforado la cabeza del Cristo. No durmió esa noche –dijo- y temprano fue a la bahía para comprobar, con sus propios ojos, el profundo orificio producido en la pieza número 67, en la parte posterior de la cabeza. Fue a comprar materiales para cubrirlo hasta el cuello y luego pidió ayuda a los bomberos de la calle Corrales, en La Habana Vieja. Pues, necesitaba un carro, con una escalera alta. “Yo misma subí y tapé el agujero dejado por la descarga eléctrica, para que la lluvia no penetrara e hiciera estragos en la armazón interior de hierro, pues podría destruir totalmente mi obra cumbre”, explicó en esa oportunidad.

Jilma, manos de tanta historia…

Las manos de la destacada escultora persiguieron siempre la historia, quisieron desentrañar y dejar para la posteridad marcas en lugares emblemáticos nuestros. Por eso, podemos ver sus huellas resaltando hechos, lugares, nombres significativos de nuestra nacionalidad, como esta otra obra: el Pacto del silencio (un relieve en bronce de tres metros de alto por 1,80 de ancho), ubicado en las afueras de la ciudad de La Habana, específicamente en El Cacahual. Este trabajo resulta un homenaje a Pedro Pérez y sus tres hijos, quienes en el año 1896 fueron partícipes de una valiosa misión: la de enterrar en secreto los restos del Lugarteniente General Antonio Maceo y su ayudante, Panchito Gómez Toro, para que los españoles no se pudieran apoderar de los cadáveres de nuestros héroes. Gracias a ello, cincuenta años después pudieron ser colocados, definitivamente, en el Mausoleo que los honra.

Luego de muchos años sin exhibir su obra, en ocasión de su 80 cumpleaños inauguró la muestra Amor y talento, en la galería de la Villa Panamericana, al este de la capital, integrada por piezas de pequeño formato en hierro, mármol, terracota…, realizadas en los años 70 del pasado siglo, pues desde esa época no trabajaba por problemas en la visión. Constituyó otro Premio para quien un día dejó los estudios de piano en el Conservatorio porque le molestaba –según confesó una vez– no ganar ningún galardón. Así entró a estudiar en la Academia San Alejandro, donde obtuvo no pocos lauros, y este inmenso de quedar para siempre entre nosotros. Lástima que no fuera merecedora en vida del Premio Nacional de Artes Plásticas instaurado en 1994, seis años antes de su desaparición física.

En otros países la destacada creadora dejó también huellas artísticas como el busto de Eugenio María de Hostos (San Juan, Puerto Rico) y el de Franklyn Delano Roosevelt (Washington, Estados Unidos).

Sus manos, su genio artístico construyó siempre puentes con nuestra historia, esa de la que ella también forma parte desde aquel 21 de febrero del año 2000 cuando la muerte se la llevó. El olvido no pudo con Jilma Madera. Ella vive, y respira en sus obras.


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