No hubo efectos especiales ni tecnologías avanzadas tan en boga hoy en los grandes espectáculos. Solo unos haces de luz que teñían el ambiente con las tonalidades de los más íntimos sentimientos que regó la artista por el auditorio, en dos horas con su voz, un acompañamiento musical de altos quilates y un repertorio clave, donde poesía/amor/sueños revolotearon juntos para regalarnos, desde lo más profundo del alma, la canción.
Ivette Cepeda conquistó por dos días al público que abarrotó el Karl Marx, inmenso coliseo de Miramar que resultó pequeño para albergar a sus admiradores: un público heterogéneo que vibró en cada una de las más de veinte canciones entregadas por la “Señora emoción”, en sus Diez años en concierto. Una ofrenda sonora donde se puso de manifiesto la inteligencia de la artista al seleccionar un repertorio, donde realiza desde los mismos comienzos, una suerte de “arqueología” de la canción cubana, desentrañando entre letras y tiempo, lo mejor del acervo patrimonial/musical, que duerme en las notas de compositores, cantautores, autores…, desandando por los más diversos estilos, para traernos al presente —con unos arreglos musicales dignos de todo elogio—, aquello que fluye dentro de esas “joyas”, y que en su voz, despierta y renace. Porque parecen —como expresó la propia Cepeda —en voz muy baja, como en complicidad con los espectadores en su concierto— “hechas para mi” (sin ningún tinte de arrogancia ¡nada más lejano en ella!).
Más que cantar, parecía que contaba historias del tiempo, hilvanando recuerdos que encendió en lo más íntimo/profundo de los que tuvimos la suerte, el domingo, de escucharla.
Con la magia de su presencia, su voz por las hendijas de las canciones cruzó las estaciones, nos transportó de la primavera al otoño, del verano al invierno… El primer día (Vicente Feliú), El sol no da de beber (Silvio Rodríguez), Verano, (Benito de la Fuente), Para cuando me vaya (Amaury Pérez)… O nos llevaba a recorrer los puntos cardinales del corazón, de norte a sur, y de este a oeste… Recordaré (Donato Poveda), Ay del amor (Mike Porcel), Tu eres la música (Tony Pinelli), Presencia simplemente (Ramiro Gutiérrez), Si no fuera por ti (un estreno de Pedro Luis Ferrer).
Pero bordeando siempre los más disímiles sentimientos que tuvieron cobija en su dimensión escénica/artística, dibujando las notas, o por momentos subiendo la temperatura cuando apareció Alcé mi voz, ese himno de Roly Rivero que inundó como eco abarcador a todo el auditorio que vibró junto a ella. Y los miles de latidos compartidos que devinieron sinfonía de voces/ovaciones/abrazos, con su público cercano, en la conocida canción Cosas del corazón (Santiago Larramendi/Fernando Osorio), que por la pequeña pantalla nos acompañara largo tiempo… Momento alto del concierto lo constituyó otro Regalo —de la tarde—, el estreno homónimo de Augusto Blanca que caló hondo en los presentes como saeta lírica que ancló en los adentros, y encendió de una luz singular el espacio mágico en que Ivette, los músicos y las canciones nos convocaron para sentir.
Las letras de cada canción sedimentaban las estancias: “ven a recorrer mi esperanza…”, “amar es un eterno laberinto…”, “tú eres la música”, “te pareces tanto a la felicidad”, “por eso es bello saber que existes”, “la vida es un rosal y yo le quiero poner tu color”, “si al despedirme de ti tus manos tibias hubieran tocado mis labios diciéndome adiós…”
Escuchándola, comprendimos que Ivette Cepeda llegó en un momento en que había una laguna, un vacío en nuestra canción, que habían dejado otras grandes intérpretes por disímiles causas, y ella, con su fuerza arrolladora llenó con su decir, eternizando y, tal vez, hasta despertando de un sueño, obras que son patrimonio cubano.
Muchas palabras inundaron la inmensa sala: Cuba, amistad, solidaridad, nostalgia, amor, humanidad…, convirtiendo su voz en una sólida cuerda que nos acercaba a lo mejor de nosotros mismos.
No faltaron tampoco Pablo Milanés (A mi lado, Comienzo y final de una verde mañana), porque entre ellos dos hay vasos comunicantes de sensibilidad, al cantar; ni Orlando Vistel (Si yo hubiera sabido) que interpretó a dúo con la guitarra de su esposo José Luis Beltrán —director del grupo Reflexión— también presente; alguien imprescindible, Marta Valdés (Sin ir más lejos), Noel Nicola (Te perdono), Fernando Aramís, (Préstame tu color); Juan Formell (Tal vez), Adiané Perera/María Laura Rivas (País)… Y esos dúos con algunos instrumentos, como el que con maestría nos trajo a Julio Padrón (trompeta).
Protagonista del encuentro con la Artista, fue también, sin duda, la música interpretada, con el acompañamiento de lujo de una agrupación compuesta por músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional, la Camerata del Son y el grupo Reflexión, todos dirigidos, musicalmente, por el maestro Rafael Guedes, y José Luis Beltrán, que permeó de un colorido especial el concierto, subrayando las notas de esos arreglos contemporáneos, sumando lirismo, desbordando inteligencia y buen gusto, escoltando/acariciando con su melodía, la voz de Ivette Cepeda.
Ese “mensajero” que la acompañó recorriendo las estancias del tiempo/espacio durante 120 minutos, que pasaron tan rápido, como todo lo bueno, apareció en Ángel para un final, de Silvio Rodríguez, en la despedida o hasta luego. Autor, que ella confesó, ama profundamente, porque la ha llevado a estudiarlo, y sus “canciones nos devuelven la esperanza…”.
Un coro gigante, de 4 mil voces la acompañó, una vez más, en una noche especial para ella, quien agradecida, rememoró nombres que la ayudaron a forjar este presente, ante un público, que también reconoció la sutil entrega, en un intercambio mutuo de amor/amistad, a quien nos regaló, nos hizo ver, desde su alma, la canción.
13 de Noviembre de 2018 a las 12:16
Precioso este artículo, para los que amamos a Ivette pero no pudimos estar nos hizo vivir por momentos ese instante...
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