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Irene Rodríguez, esplendorosa


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El  último fin de semana Irene Rodríguez se adueñó con su compañía del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Sé que ese era un sueño de la bailarina desde que estuvimos juntos en una visita a la instalación poco antes de su reapertura. Me alegro por ella, que ha visto hacerse realidad ese deseo  de presentarse en aquel escenario privilegiado. Me alegro también por el público que tuvo así a su alcance a una compañía aún joven —está cumpliendo cinco años de fundada— y que ya se ubica entre las que pautan el importante desarrollo danzario actual de la cultura cubana. Y me alegro por mí, pues disfruté hora y media de arte mayor.

Cualquier espectador del mundo de la escena sabe que nunca hay dos funciones iguales, y que todo comienzo de una obra —especialmente el momento del estreno— es de una gran tensión para el elenco, preocupado por ganar el favor del público.

Imagino que los aplausos ante cada pieza, y sobre todo la nutrida y persistente ovación al final hayan devuelto la tranquilidad a los danzantes y le hayan brindado a Irene, la directora, esa paz espiritual que entrega el reconocimiento de los espectadores, y que suele calificarse de triunfo.

La feliz combinación de factores sobre el escenario explica ese resultado: la originalidad de las coreografías, la calidad de la música y la alta pericia de sus ejecutantes, la sorprendente armonía del jazz con el flamenco, la destreza del cuerpo de baile y de los solistas, la integración y entrega del colectivo, la pasión con que Irene los ha impregnado a todos.

Esta es una compañía de danza muy fiel a su base flamenca, a su taconeo, a su gracia, a su sensualidad masculina y femenina, a esos arranques inesperados de los bailaores, a ese cuerpo que va del movimiento seco a la cadencia inabarcable; pero que al mismo tiempo rompe moldes y juega con otro tipo de danza (del ballet clásico al moderno) y que se vale lo mismo de  los acordes de una gaita en homenaje al último gaitero de La Habana  que de una pieza musical como Fever que hizo época en su momento y que aún hoy levanta nostalgias y emociones.

Ocho fueron las entregas de la compañía, seis de ellas estrenos mundiales, en evidencia del desarrollo del equipo que rodea a Irene Rodríguez. La compañía ha demostrado en su programa de ese fin de semana cómo junto a  la directora ya se hacen sentir otros de sus miembros en la coreografía, en la musicalización, en la responsabilidad como solistas. Hay variedad en todo ello, personalidades que van  marcando su individualidad.  Es bueno que así ocurra pues de ese  modo se potencia el conjunto, se desarrollan los talentos, se enriquece el espíritu artístico de cada uno y del colectivo. Mas, al mismo tiempo, no se pierde la unidad del estilo creado por Irene, logro difícil de mantener  a veces en el arte. 

Toca al crítico de danza que no soy enjuiciar a fondo la concepción de las obras y sus ejecuciones  por los músicos y los bailarines. Sé que la tensión de la noche del viernes,  del primer día pudo expresarse en algún detalle. Sé que a cada vuelta al escenario el artista ajusta, completa y recrea su labor. Ojalá los teatros cubanos ofrecieran temporadas más largas que solo tres representaciones de fin de semana: las artes escénicas necesitan de un tiempo de maduración sobre las tablas.     

Y, claro, no puedo despedirme sin comentar mi admiración por ese formidable despliegue de virtuosismo de coreografía y baile de la propia Irene Rodríguez, en la obra de cierre: Amaranto. Virtuosismo pleno nos demostró ella. Para decirlo con voz popular: hizo lo que le dio la gana. Esta mujer nos paseó por el mundo de la danza desde Sevilla, Cádiz y La Habana. ¡Qué poder! ¡Qué fiera y qué dulce su entrega! ¡Qué maravillas su cuerpo, su rostro, sus gestos, sus pasos, su taconeo, sus puntas!

Irene Rodríguez desbordó su pasión incontrolable, su talento demoledor, su carácter entero, su tenacidad absoluta, su alma hermosa y abarcadora. Llegó al corazón.


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