En vísperas del arribo a nuestro país de Su santidad el papa Francisco, La vida y sus testigos, exposición del artista Orlando Rodríguez Barea, estará en exhibición durante el mes de septiembre en la parroquia de Marianao y en la propia galería del artista.
Somos un pueblo religioso, de eso no hay duda alguna. Tampoco de que cada cual cree a su manera y “en sus santos”. Somos sincréticos, todos y cada uno; parte de ese ajiaco que don Fernando Ortiz intentó desentrañar y que nos retrata tan bien. No existe nada que no mezclemos y que no consideremos después genuino. Y esa expresión tan nuestra nos domina y nos redime. Nada escapa de nuestro sino: ni lo más sacro, ni lo más popular. Somos así; está marcado en nuestro ADN.
La fe no es una cuestión privativa de unos pocos. Todos la llevamos por dentro, de una u otra manera. Nadie ha escapado a ese momento único y personal en que intentamos revisarnos con los ojos cerrados, conversar con un mismo —como si lo hiciéramos con otro—, pedirnos o jurarnos hacer o desear determinada cosa, alzar la vista y mover la cabeza. Hasta los más ateos, en algún momento, sienten la necesidad de compartir esos sentimientos y, en un guiño de complicidad, muchos terminan poniendo un vaso de agua en una esquinita del cuarto, prenden un tabaco, le dan varias vueltas a las cuatro esquinas, se visten de rojo el 4 de diciembre o le amarran un lacito de igual color —con discreción y por si acaso— a uno de los bloques de la nueva casa que empiezan a construir.
Y no es un acto de traición sino una necesidad. Es la manera más sincera que tenemos de ser naturales y también, por qué no, de ser un poquito más humanos. Lo que sentimos lo expresamos. Lo que anhelamos lo pedimos. Lo que recibimos lo disfrutamos.
El arte es una de las manifestaciones de la cultura que con mayor fuerza refleja el sentido mismo del hombre. Es el espejo en donde se asoma el alma y la ventana por la que dejamos escapar —cada vez más— un pedazo de nuestra propia existencia. A través de él volcamos nuestros sentimientos más profundos, nuestras pasiones y, también, las peores agonías y frustraciones. Todo lo que nos sucede, nos rodea o nos imaginamos, puede ser representado y todo lo que se representa, puede llegar a convertirse en un objeto de arte. Solo cuenta la intención, la sinceridad y alguna que otra buena suerte. Tampoco es una actividad exclusiva reservada a una elite superior. El arte es de todos. Emana de nuestros sentidos y de nuestras vivencias, se expresa de las más disimiles maneras y sobre los más increíbles soportes. Por tanto, es ambiguo en su naturaleza, en su carácter y comprensión.
Pero no siempre pudo ser así. En ocasiones se limitó y se estructuró para que fuera leído en una sola dirección, para que el juego y los matices desaparecieran; para ser una herramienta de dominación. Medió la fe o la creencia de que existía, en verdad, una sola forma de representar a lo divino. Dios se vistió de blanco, los santos tuvieron caritas y posturas cómodas, Jesús adoptó la fisonomía de un europeo y lo oscuro fue identificado con lo malvado (tal vez por eso —vamos a creerlo así—, los negros fueron excluidos casi por completo del santoral). No se concebía la impurificación. El arte religioso se volvió un concepto cerrado sobre el cual no existía discusión. Por siglos se mantuvo así y fue en nuestro continente, con la Evangelización, que comenzó también la sincretización. Aparecieron los dedos gordos y unidos, las pieles menos anémicas y lánguidas (en un encarnado más natural), los ángeles arcabuceros, las vírgenes aladas, las cruces de castigo, los retorcidos y fastuosos altares, las esplendorosas catedrales del barroco americano, y también el mestizaje de Changó, Eleguá, Babalú-Ayé, Yemayá u Oshún, venerados tanto en la santería cubana como en el candomblé brasileño.
En los últimos setecientos años, la representación religiosa ha estado signada por un intento de replanteo constante, en la que no han faltado los contrastes y las negaciones. De una figuración iconográfica medieval, donde primó el desapego a la belleza de la forma, al Renacimiento que valorizó el estudio del hombre como objeto central de la expresión y el ideal; o el barroco encerrado en los límites de la Contrarreforma y su imaginería -las grandes procesiones, las imágenes de candelero, la pompa del culto- , al neoclasicismo que la idealizó aún más, el realismo que casi la desterró, el impresionismo que no la abordó - excepto en la serie de las catedrales de Ruan, de Monet- , el postimpresionismo que la retomó y la alteró a su antojo (El Cristo amarillo, de Gauguin), la modernidad que se la replanteó de disímiles maneras (Crucifixión o Corpus Hypercubus y El sacramento de la Última Cena, de Dalí) y la contemporaneidad que la ha intertextualizado, recontextualizado y, prácticamente, desmitificado.
Imbuido en este empeño, Orlando Rodríguez Barea nos regala un conjunto de nueve piezas realizadas sobre un soporte pergaminoso, en la que hace gala de una forma muy personal y distintiva, del realismo academicista. Él, deudor de un manierismo cercano al de la Escuela Quiteña, logra acercar —con algunos toques apropiativos—, la imaginería religiosa con la idiosincrasia del cubano. Tal vez la centralidad de la misma representación, le resta un poco de vigorosidad y dinamismo a la serie confinándola, sin querer, a una visualidad que tiende a sacralizar lo que, de cierta manera, la religiosidad popular ha hecho más cercano y hasta más creíble. Pero el arte, como Dios, es el resultado de un actuar misterioso. Y en este sentido La vida y sus testigos ha logrado hilvanar con tino, las concepciones particulares del catolicismo con las formas de representación de nuestra cultura. Y si sus santos y vírgenes son serios y hieráticos, no están estigmatizados. Son el reflejo más personal de un artista que insiste, porque cualquier parecido es pura semejanza.
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