En el inacabable arsenal que constituye el habla popular del cubano, hay una frase unánimemente conocida, que lo mismo la puede pronunciar quien nació en el cabo de San Antonio que el que vio la luz primera junto a las márgenes del Agabama o a la sombra de los montes que atisban a Maisí.
Cuando alguien está en las últimas, cuando se le cataloga de caso perdido, cuando —según nosotros, los ateos— pronto emprenderá el viaje que carece de regreso, no faltará un ave de mal agüero que grazne: “¡A este no lo salva ni el médico chino!”.
Sea usted tractorista o escultor, abogado o taxista, sea baracoeso, banense o vecino del capitalino reparto Vieja Linda, de seguro ha escuchado la fúnebre frasecita, equivalente a un pésimo pronóstico.
Pero… ¿quién fue ese enigmático personaje que anda en boca de todos y casi nadie sabe identificar con certeza?
Para dar respuesta a tal interrogación, este humilde emborronacuartillas ha de acompañarlos a lo largo de un zigzagueante itinerario, que nos llevará a puntos diversos del país.
Porque, como pudimos corroborar quemándonos las pestañas en viejos legajos y en folios amarillentos, hubo en Cuba más de un famoso médico chino.
Un puñado de personajes
Hay una pista en el Apunte histórico de los chinos en Cuba, publicado en 1927. Allí el autor, Antonio Chufat, cuando menciona a sus paisanos dignos de recordación, incluye a Kan-Shi-Kom, a quien califica de “afamado médico chino”. El historiador no abunda en detalles, pues sólo anota que el médico murió en 1885, en la capitalina intersección de Rayo y San José, “muy llorado de los suyos”, incluidos sus pacientes.
Prosiguió nuestra búsqueda del enigmático médico chino. En esas andanzas, el azar nos llevó hasta la villa de Velázquez, el poblado donde Hernán Cortés descuidaba sus deberes como alcalde para desvivirse tras cualquier escoba con faldas que le pasase cerca.
Sí, en Santiago, la caliente, encontramos nueva pista. Ramón Martínez y Martínez, en la Imprenta El Lápiz Rojo, publicaron en 1934 Oriente folklórico —obra imprescindible—, donde registra la existencia de Don Damián Morales, nombre cristianizado de un médico chino que residió en Santiago durante el siglo antepasado. Allí adquirió fama de poder curar el cólera. ¿Su método? Originalísimo. ¡Hacía vibrar los tendones de los sobacos, como medida terapéutica!
Pero no sería ésta la última escala en nuestro viaje por la Isla en pos del “médico chino”. Nuestro próximo paradero sería en Placetas, en el mismo centro de Cuba. Martínez Fortún, en su historia de ese pueblo, reportó la existencia de Don Pablo, un médico asiático que gozó de fama en 1861, durante una epidemia de viruela. Y ahí termina la información, pues el cronista sólo agrega que el pueblo placeteño llamaba al galeno chino con el sobrenombre de Chauchau.
Más no acaba aquí la luenga nómina. No, en Santa María del Puerto Príncipe —hoy Camagüey— en 1885 se da sepultura a un vecino poseedor del muy cristiano nombre de Juan de Dios de Jesús Siam Zaldívar, conocido en la ciudad como “el chino Sián”, exitoso médico, al parecer nativo de Pekín. Existen en la actualidad descendientes de Sián, algunos de ellos desempeñándose en el mundo farmacéutico.
Y aquí viene el más famoso
Como dirían en un conteo de competencia deportiva: “¡Y van cuatro médicos chinos!”.
Pero hay un quinto galeno asiático, que no por ser mencionado en último lugar deja de ser el más relevante, y aquél de cuya vida más sabemos.
En 1854 recibe carta de residente en La Habana el legendario Cham-Bom-Bia (en realidad Chang Pon Piang), quien se enseñoreaba parejamente de la medicina occidental y de la botánica del Oriente. Aquí pronto acapara a la clientela, proveniente de los más disímiles estratos sociales.
Según la leyenda, cobraba exorbitantes cuentas a los pudientes, en tanto que a los menesterosos les decía: Si tiene linelo, tú paga pa mí. Si no tiene, no paga.
Según parece, unos cuantos buitres del gremio médico vieron peligrar sus bolsillos, a causa de la ciencia y la filantropía de Cham-Bom-Biá.
Le hicieron la vida imposible al sabio asiático, quien pasó a ejercer en Matanzas y luego en Cárdenas.
En esta última ciudad, un mal día apareció muerto, en sospechosas circunstancias nunca aclaradas. Se rumoró que unos colegas, biliosos de envidia, le pasaron la cuenta.
Final, con un deseo
Ahí tienen, comadres y compadres, mi versión sobre el origen —múltiple— de la frasecilla. Sí, esa que ojalá no nos dediquen en mucho, muchísimo tiempo: “¡A este no lo salva ni el médico
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