Los niños de mi generación; los que crecimos a fines de los años sesenta y la primera mitad de los setenta, fuimos a nuestra manera y a nuestro modo, personas felices. Nuestro mundo, nuestro continente, nuestra primera patria era el barrio, y sus límites comenzaban y terminaban en las escuelas a las que asistíamos.
No necesitábamos agua embotellada para calmar la sed, bañarse en el aguacero no provocaba ninguna afección pulmonar, comíamos hasta piedra (lo que se reflejaba en aquella frase de lo que no mata engorda cuando caía un pedazo de dulce o pan al piso y lo recogíamos con apresurada dignidad; ni sentíamos vergüenza del barrio o la calle donde vivíamos y jugábamos. Y en la escuela comíamos y merendábamos lo que hubiera. Y todas las heridas y laceraciones provocadas por el juego se resolvían de dos formas: o con un poco de azúcar para controlar el sangrado, o recitando aquello de “sana culito sana… que si no sana hoy sana mañana”; mientras que la mancha del mercurio cromo o de violeta genciana en la zona dañada era el aporte artístico de nuestras madres a la piel o a la ropa. Exhibir las heridas y cicatrices provocadas por el juego inspiraba respeto. Eran nuestros trofeos.
AQUELLOS JUGUETES: RECUERDOS DE UN SORTEO
Ciertas son las historias contadas una y otra vez acerca de la carencia de juguetes, de aquellos maratones que reunían a partes importantes del barrio en una larga sesión donde se otorgaba un número y un día para poder comprar tres juguetes que eran agrupados en las categorías de básico, no básico y opcional o dirigido. Con el paso de loa años he descubierto que son muy pocos los que se avergüenzan de aquellos años.
Era muy cierto, también, que los que compraban el quinto o sexto día estaban condenados a acceder a aquellos de poco brillo, lujo y hasta calidad. A pesar de la suerte en el sorteo, de la disponibilidad de juguetes fastuosos para los que calificaban para esas dos fechas finales y en las primeras; había un juguete común a todos los varones: el paquete de bolas. Y pobre de aquel que no lo comprara o que no tuviera sus bolas nuevas.
Esas mismas en las que está pensando. Esas a las que llaman canicas. Había de diversos diseños y tamaños. Estaban las de fondo blanco opaco y manchas multicolores a las que llamaban “tiritos”; otro modelo era el más deseado y eran las transparentes de un diseño interior donde se combinaban diversos pétalos de colores y que conocíamos como “cubanitas”, las satas que eran las de pétalos de un solo color, por últimas y no menos importantes estaban “los bolones”; cuyo tamaño duplicaba el de la bola común y que era el terror cuando se trataba de “quimbar” jugando a la olla.
Las bicicletas, ese lujo del primer día y de los primeros cien afortunados y que los padres nos aconsejaban no prestar para que no se rompa; con el paso de los días se convertían en un bien común de todo el barrio. Lo mismo ocurría con los patines y algunos juguetes suntuosos. Aquella convivencia propia de nuestra comunidad infantil; muy a pesar de algunas escasas actitudes egoístas; evitaba traumas y posibles distinciones de privilegios.
Negarse a prestas la bicicleta o los patines provocaba una sanción espontánea de toda la claque del barrio. Eso significaba que el “tacaño” era excluido de los juegos de pelota, de bolas y el resto de las travesuras organizadas. Otras veces las sanciones eran más severas y era el blanco perfecto cuando se trataba de jugar “al quemado”. De todas formas el rencor inicial se superaba a los pocos días.
JUEGOS DE LA INFANCIA INSPIRADOS EN AVENTURAS DE LA TV
Una parte importante de nuestros juegos de infancia estaban inspirados en las aventuras que transmitía la TV todos los días a las siete y a las siete y treinta. Como lo lee: doble tanda de aventuras de lunes a viernes, todas hechas en Cuba; transmitidas en vivo y con “escenarios de cartón” como llamábamos a la escenografía que se movía a veces en medio de una escena; y lo más importante con una audiencia, guiones y actuaciones impresionantes.
Nuestras vidas se modificaban en ese horario. Solo había un gran problema: no todos teníamos televisor en casa. Recuerdo que en mi cuadra había cinco televisores a los que se debía dar un margen de tiempo para que sus bombillos se calentaran –eran de válvulas eléctricas y la más común en dañarse dio nombre a una de las primeras bandas de pop/rock cubano de los setenta: el 5 u 4—mientras esperábamos impacientes además del comienzo el permiso de los padres del privilegiado para sentarnos en el piso y atónitos no perdernos las peripecias de Enrique de Lagardere, interpretado por el actor Miguel Gutiérrez, o de El conde de Montecristo; y que decir de El capitán tormenta que nos enamoró a todos de la actriz Cristina Obín; Robin Hood y el odiado personaje de Manolo Melián haciendo de alguacil. Y los muy populares Hano Momo y Addy Haga representados por los actores Dario Proenza y Armando Soler que impedían el amor entre Memet y su novia (Jorge Villazón e Irela Bravo) en el Halcón, entre otras; todas involucrando a Erick Kaupp, entre otros que hoy se pierden en la memoria como hacedores de esos sueños. Ellos, sin proponérselo, fueron los mentores literarios de muchos de nosotros.
AVENTURAS QUE REVOLUCIONARON NUESTRAS VIDAS
Las aventuras estaban basadas en personajes venidos de la literatura infantil y juvenil que habían conocido nuestros padres. Hubo dos propuestas de aventuras que revolucionaron nuestras vidas y nos pusieron en contacto con la historia más reciente tanto de Cuba como de América Latina: Tierra o sangre y Los comandos del silencio.
De Tierra o Sangre muchos aprendimos y vivimos en carne propia aquella frase repetida una y otra vez por el actor Ignacio Valdés Sigler:”… dale una tanda jarabito de componte…”; es decir una soberana tunda de cocotazos o un pase de chancleta materno –para ese entonces la chancleta de palo comenzaba a ser sustituida por las de plásticos cuyos efectos en la piel del receptor era verdaderas obras de arte—después de alguna travesura indebida, el faltar el respeto a los mayores o desobedecer una “instrucción” (orden) materna como botar la basura o dejar de hacer los deberes.
Los comandos del silencio; tal vez la más recordada por todos; nos presentó la voz de Sara González cantando el tema principal y sin proponérnoslo nos habló por vez primera de Pepe Mujica y sus compañeros; de la “Operación Condor” sin recursos panfletarios. Hablo del mismo Pepe Mujica que cuarenta y tantos años después sería el presidente de Uruguay. Pero fue también la primera y única aventura rodada en cine. Las dos fueron fruto del talento y las inquietudes del director y escritor Eduardo Moya.
Una cosa importante de aquellas citas masivas en una casa ajena era la disciplina; el indisciplinado recibía como castigo abandonar la sala de la casa, y muchas veces se refugiaba en el dintel de la ventana para no perderse el capítulo hasta que una voz adulta le otorgaba el perdón necesario.
El peor de los castigos a los que podíamos ser sometidos, muchos de nosotros, era a privarnos de ver la televisión en casa de algún amiguito del barrio. Faltar a aquella cita social, al momento más esperado del día podía ser causa trauma por días o meses. Hubo sanciones de una semana o más que casi nunca eran cumplidas en su totalidad; y muchas veces de modo desafiante el involucrado se las arreglaba para colocarse en la ventana de la casa elegida y desde un rincón ver la transmisión hasta que era invitado a pasar y recuperaba su lugar privilegiado en el piso o en u butacón donde compartía tribuna; y aquello funcionaba hasta que en la cola de la bodega ocurría la delación en medio de una conversación entre las madres. Resultado: o se incrementaba la sanción o era suspendida hasta la nueva bellaquería.
ESTABAMOS INCUBANDO LA SOLEDAD QUE HOY NOS ACOMPAÑA
Los años setenta fueron avanzando y las casas se fueron poblando con televisores y refrigeradores y la costumbre de compartir las aventuras y los muñequitos como grupo unitario, gremio o simplemente logia barrial, fue desapareciendo y con ello también. Lo mismo ocurrió con el espacio de Aventuras que primero perdió una frecuencia y después desapareció sin dejar rastros y aquellas reuniones barriales en las que se rifaba el privilegio de comprar juguetes un día determinado. Nosotros, todos, también crecimos y fuimos rompiendo el ciclo de la infancia para entrar en una adolescencia encantadora.
Sin saberlo; con todas esas rupturas, los aislamientos y divisiones que le acompañaron –muy propios de la edad y los nuevos intereses que trae la vida-, los abandonos propios de la edad y la educación posterior, estábamos incubando la soledad que hoy nos acompaña cuando nos sentamos frente a la televisión por horas y horas; y que es rota solamente cuando invitamos a un amigo –los vecinos prácticamente están excluidos —a disfrutar de un partido de fútbol. Entonces, en un ejercicio de profunda nostalgia los fantasmas de la infancia regresan de vez en vez.
Deje un comentario