Historias de mis útiles escolares.


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Historias de mis útiles escolares.

Debo confesar que este comienzo de curso sentí cierta dosis de envidia de mis hijos. Tengo dos, varones, y que se llevan años de diferencia; lo que también implica sistemas de enseñanzas distintos. El mayor; que como todo hijo mayor lleva el nombre del padre; y el benjamín que campea por su respeto por obra y gracia del privilegio que da “ser el hijo de la vejez”. Uno recién comienza sus estudios universitarios en la Facultad de Física y el otro entra en el periodo de transición que implica la enseñanza secundaria.

La madre de los mismos, mi esposa y el amor de mi vida, hija y nieta de maestras normalistas y siempre previsora, fue archivando las libretas, trabajos ocasionales y otras misceláneas de cada curso que vencía el primero para que estuvieran a disposición del segundo. Mujer previsora vale por dos si nos atenemos al refrán.

Esa acumulación de libretas también pasó por el conservar aquellos útiles escolares que se pudieran reutilizar, tanto el curso siguiente como a futuro. Conservar es ahorrar (que en este  particular es casi lo mismo que reciclar). Por tal razón hay un espacio en nuestro librero en el que se pueden encontrar pedazos de reglas o enteras, cartabones, compases en diversos estados físicos, una colección notable de gomas de borrar de diversos tamaños, colores y niveles de desgastes; y algo muy importante: lápices de diversas marcas. Y que decir del cementerio de lapiceros plásticos.

Aún así mi adorada esposa, lo mismo que gran parte de las madres cubanas, dedicó las últimas dos semanas del mes de agosto al aprovisionamiento y la creación de una reserva “estratégica” de material escolar. Reserva que ya venía creando desde el mismo día en que se dio por concluido el curso.

Durante todo este tiempo vi cómo desaparecían de mi gaveta de trabajos,  algunos lápices que había comprado para el proceso de revisión de algunos trabajos. Lápices con grafitos de diversos calibres; entre ellos la joya de mi corona: dos de la marca Batabanó, que además no tenían goma de borrar.

Los había conseguido en una venta de garaje –que no era otra cosa que una apología del comercio de rescate— en el corazón del barrio de Los Sitios, donde además se anunciaban algunas antigüedades.

Realmente había antigüedades dignas de admirar y comprar; pero mi atención se centró en una caja de tabacos que debía tener al menos más de medio siglo por su estado de deterioro y en su contenido. Además de los lápices antes mencionados contenía dos gomas marca Pelikan de origen chino, aquellas de dos colores que casi siempre eran rojo y azul o gris en dependencia del comprador y que al ser usadas podían dejar un enorme cráter en la hoja; un hilo de aquellos con los que antiguamente se cosían los sacos de yute, que aprisionaba dos gomas marca Pionero, de color azul, una en perfecto estado y la otra con la clásica forma geométrica que da el desgaste. También tenía una cuchilla de afeitar marca Astra totalmente oxidada y algunos mochos de lápices “amarillos” de diversos tamaños, donde resaltaba uno con una punta muy bien afilada de al menos tres centímetros.

No lo pensé y tras una larga sesión de regateo logré hacerme del botín por la rara suma de cien pesos. Lo mismo que horas antes había pagado mi esposa por un paquete con cinco puntas de lapicero calibre 0,6 milímetros y que la vida ha demostrado que tienen una duración de no mas de tres días de clase.

Mi primera idea fue donar aquellas antigüedades a un museo, pero recordé que no existe una institución para rendir culto a la historia de los útiles escolares. Entonces el sentido común me devolvió a la realidad y consideré oportuno conservarlos y mostrarlos a mis hijos, amigos y familiares.

Aquellos objetos habían sido parte fundamental de mi aprendizaje en mis años prístinos de estudiante. Quién no recuerda ese primer día que una vez sentados en el aula la maestra repartía las libretas, los cinco lápices necesarios, dos con gomas de color amarillo y tres hechos en Cuba; una goma de borrar de un color azul grisoso –en ese entonces no éramos conscientes de la gama de colores en su totalidad—y un lápiz bicolor (rojo y azul) para los márgenes y los señalamientos de palabras; era el mismo con el que las maestras escribían en las libretas las observaciones, las notas y las citaciones a los padres para “conversar sobre los problemas de conduta del educando”.

Aquel botín debía durar lo suficiente antes del proceso de reposición que ocurría cuando menos uno lo esperaba. Entonces, como medida de precaución, y ahorro, uno llevaba dos lápices a la escuela y los utilizaba hasta el final; por lo que en más de una oportunidad se llegaba a escribir la clase con un mínimo pedazo de lápiz conocido como “mocho” y que casi siempre la maestra sustituía “de forma temporal” con un de aquellos que tenía en una lata de leche evaporada forrada con papel amarillo, el mismo con que se forraban las libretas, y que provenía de los paquetes de las placas que utilizaban en los servicios de rayos X en los hospitales. Esa relación salud/educación pudo haber sido la causa de que muchos de mis antiguos compañeros de aula en la primaria hoy sean médicos.

La señora, muy a amable, por cierto, tenía otras cosas interesantes a las que los presentes no les llamaba la atención, entre ellas una carpeta de vinil rojo plegable de tres compartimentos y con solapa como tapa y en las que estaba rotulado, ya ilegible, el anuncio a un evento que se realizó en el año 1977, es decir pura memoria e historia. Debo decir que no estaba bien conservada, pero me podía servir para guardar papeles, viejos y nuevos papeles. Gasté en ella mis últimos cincuenta pesos.

Dejé pendiente la compra de un accesorio similar al que usaban los sanitarios del ejército por falta de fondos. De haberlo comprado hubiera cerrado el ciclo de mi vida escolar desde la primaria hasta el doce grado.

En casa, mis hijos y algunos de sus amigos me miraron sorprendidos ante el orgullo que derrochaba por mi compra de recuerdos, a fin de cuenta parecían no tener alguna utilidad hoy en que todos los libros caben en una mochila y la posibilidad de una escoliosis a futuro gravita sobre ellos. Pero qué hacer si ellos no entienden el valor sentimental y social que esos utensilios implican.

Hoy, una semana después de comenzado el curso escolar he descubierto que uno de mis lápices Batabanó ha desaparecido. El culpable, el ingenuo culpable mi hijo mayor. Ha confesado sin miramientos que tiene una punta que escribe robusta, y descaradamente me propone un cambio: “… papá usa mi portaminas 0.7… este lápiz escribe fuerte y la punta no se parte, me voy a quedar con el otro…”

Solo me queda el orgullo de saber que mi pasado, el de mis contemporáneos, aún puede inspirar o se le hace necesario un regreso.

 


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