Este asunto de revisar la memoria, tanto la individual como la colectiva, tiene sus encantos y sus lados dolorosos. Esa combinación de alegrías y lágrimas vertidas de modo espontaneo siempre resulta un ejercicio de purificación espiritual. Nos hace llevar el paso de los años de forma más equilibrada.
Créanme, en eso tengo alguna experiencia.
Ese equilibrio de contrarios, como solía decir cierto poeta latino, siempre se activa ante un evento que nos activa esa zona del cerebro que almacena recuerdos —no siempre agradables— o vivencias que son, fueron y han sido determinantes en el hombre o mujer que somos hoy en día.
Esta vez fue la muerte de un amigo de la infancia. Fue de modo repentino y esta nueva actitud social de renunciar a los velatorios o a “celebrar una ceremonia íntima” cierra las puertas a la posibilidad del recuento generacional y al hecho de volver a vernos las caras e “imaginar nuestro turno próximo después”.
Tras una larga cadena de mensajes en el teléfono; y una de esas “llamadas informativas” muy de moda hoy; me sorprendió la invitación de la madre y hermana de mi amigo a vernos en el barrio. Me comentaron que habían invitado a una gran parte de nuestra dispersa “pandilla” a una misa en homenaje al difunto. Era su novenario, o lo que es lo mismo en el lenguaje de los religiosos afrocubanos que ostentan una alta dignidad “un desayuno para despedir el espíritu del difunto”.
Allí volvimos a vernos muchos de nosotros, o para ser más exacto los sobrevivientes y los no emigrados —bien sea allende los mares o los límites de la ciudad—; entonces se sucedieron los abrazos, las charlas triviales y las llegadas a toda prisa de aquellos que evitan regresar a ese pasado que algunos pretenden revivir.
Y ese pasado nos arropó a todos. El finado había dejado algunos bienes propios de nuestra infancia; que habían sobrevivido a sus hijos, y a aquellos que nosotros conocimos como “plan tareco”, antecedente de las campañas de reciclaje y primo de “la recogida de materias primas”; cada uno con un destinatario específico. Toda una muestra de jerarquías afectivas muy olvidadas hoy y propias de su carácter metódico. Los bienes no eran otra cosa que aquellas colecciones de distintos objetos que nos unieron en nuestra infancia y primera adolescencia. La historia de nuestras vidas contada por objetos.
Ciertamente coleccionar era una actividad que absorbía parte importante de nuestro tiempo vital en esos años. Coleccionar era no solo un pasatiempo, era una forma de adquirir cultura y hacerse de una reputación en el barrio, la escuela y un poco más allá.
Había colecciones triviales como las de las cajetillas de cigarros. Era la más popular para muchos y constituía la puerta de entrada a otras formas de atesorar objetos.
No recuerdo cuando comencé la mía, lo que sí recuerdo que fue con una caja de cigarros Visant de los rojos, los había verdes, en forma de petacas y en formatos cortos y con filtros. Aquella cajetilla la encontré en un cenicero en casa del amigo Rolandito Maqueiras y tenía un cigarro dentro. Él me la obsequió tras contarme que pertenecía a un amigo de su padre que fumaba esos cigarros y que con esa caja se comenzaban las colecciones.
Sin proponérmelo, poco a poco, fui aumentando mi colección. Después agregué ejemplares de los cigarros Vegueros —conocidos como “ida y vuelta” por los fumadores— en su formato rojo y blanco. El diseño era bastante interesante pues representaba dos caballos del juego de ajedrez dándose la espalda. A la par vinieron ejemplares de los cigarros H. Upmann, Regalier el Cuño, Dorados y la primera joya de la corona: ejemplares de cigarros More en sus formatos Rojo y Verde, este último mentolados. Con esas comencé mi etapa de trueque, lo que me llevó a poseer copias de Rothmans blancas, azules y violetas, lo mismo en petacas que en cajetilla “sata”. También llegaron copias de Camel (o Kamel, en inglés), Marlboro, y otras marcas que se pierden en la memoria. Al cabo de unos meses, algunos trueques y otras trampas menores ya poseía cerca de cincuenta marcas de cigarros de diversos países del mundo, incluidos los del finado campo socialista; las que exhibía pegadas con cuidado en una cartulina.
Sin embargo; fue mi tío materno Luis quien me introdujo en otro mundo de colección más exigente y refinado: los sellos y las monedas.
Coleccionar sellos era todo un acto de paciencia y riguroso estudio. Todo comenzaba visitando los correos y revisando sus libros ante la mirada atónita de los que allí trabajaban. Después se ascendía inscribiéndose en alguna tienda especializada y en la sociedad de coleccionistas. Se debía tener álbumes diseñados a tal fin, pues había que protegerlos y agruparlos por temáticas, países, valor de venta y rarezas tales como diseños o formatos.
El tío Luis me regaló un álbum con dos colecciones casi completas: aves cubanas y aviones; además de hacerme miembro de las dos sociedades que funcionaban en la ciudad: la de la Biblioteca Nacional y la que estaba en la calle Valle, justo a una esquina del cine Astral. Las dos se reunían el sábado, en distintos horarios, y allí se podía admirar ejemplares únicos e intercambiar hasta el nivel de colecciones completas. Además, que un panel de expertos tasaba los mismos e invitaba a los más destacados a exposiciones que se hacían en el lobby del Ministerio de Comunicaciones cada mes.
Con la ayuda de mis padres logré tener completa dos series de sellos soviéticos, alemana y otra húngara; y ellos me financiaron la compra de un álbum con toda la serie emitida en Cuba en los años cincuenta a propósito del centenario de José Martí. Serie que cambié por un sello inglés del siglo XIX por valor de un penique, todo ello contra la voluntad de mis padres, pero apoyado por el tío Luis que fue el destinatario final de tal asunto comercial.
Coleccionar monedas fue un poco más complicado, sobre todo en el caso de los billetes; aún así logré atesorar billetes y monedas de al menos quince países de Europa, unas cinco de América y dos de África.
Mi espíritu de atesorar esos elementos se fue desvaneciendo con los años, a pesar de que en el barrio hacíamos “ligas” o grupos de coleccionistas. Fue así que mi amigo recién muerto llegó a acumular parte de esos tesoros que muchos de nosotros le dejamos un buen día sin dar explicaciones.
Revisar aquellas cajas, conservadas y con un orden envidiable reunió a muchos de nosotros. En mi caso muy particular recibí de regreso lo que había logrado sobrevivir de la colección de cajas de cigarros y tres paquetes de cartas del juego de la solterona en cuya parte dorsal había ensayado mi posible firma.
Había regresado en el tiempo unos cuarenta años; pero todas las imágenes me eran borrosas, lejanas, incoloras. Muchas de aquellas cosas me resultaron obsoletas al volver a mirarlas, fuera de contexto mirando mi vida actual.
Esa mezcla de sentimientos encontrados, el haber pasado horas con muchos de los que fueron mis primeros amigos y admirar nuestras calvicies, barrigas prominentes y el hecho de que algunos ya son abuelos fue una sensación de paz.
De regreso a casa intenté convencer a mis hijos del placer que había experimentado y no poder responder la única pregunta que me hiciera el menor: por qué no me trajiste la colección de Pokemones que había…
Pobre de él… lo más cerca que estuvimos nosotros, los de aquellos años de la cultura manga fue la llegada de Voltus V a nuestros cines.
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