Un grave problema arrastro desde mi infancia y aún, casi cincuenta y seis años después, no he podido superar: es que me cuesta mucho trabajo decir malas palabras. Tal y como lo oye: me cuesta decir palabras obscenas. Y no es que no las haya dicho, las diga o las deje de decir; pero cuando se trata de usarlas en una conversación cotidiana, o al menos importante, trato de evitarlas. Aunque hoy estén a la orden del día.
Mi abuela, cuya devoción por la disciplina la llevaba en ocasiones a comportarse como todo “un sargento de la caballería de aviación” solía corregirnos y acoplar nuestra habla “…a las buenas costumbres y la decencia…”. Según ella se podía hablar sin decir palabrotas y “…además el español es un idioma rico y hay muchas palabras para ofender sin ensuciarse la boca…”
Ella se las arreglaba para tener siempre al alcance un cinturón de marinero de un cuero bien curtido –creo por su relación amor-odio con nuestros cuerpos y el de mis tíos—con el que primero amenazaba y si se repetía la falta, perdón, la palabrota, dejaba caer sobre nuestros glúteos. Y no es que ignorara los presupuestos de la pedagogía contemporánea o moderna; era una flamante maestra normalista con sólida experiencia; según sus razonamientos ancestrales hay correctivos que nunca se olvidan; y al parecer un buen cintazo era parte de la “terapia educativa necesaria”: y no se diga más.
Decir malas palabras, de acuerdo a su código vital, era una muestra de ausencia de educación, cultura y respeto hacia las personas. Además, se debía hablar con voz suave y despacio para que las personas entendieran el mensaje que se estaba transmitiendo.
Pasar vacaciones, o fines de semana, en casa de los abuelos era toda una fiesta para mí y parte de mis primos. Aquellos días eran todo un deleite tanto familiar como social. La abuela siempre se las ingeniaba para tener algún dulce de frutas, que incluía frutabomba, cascos y/o mermelada de guayaba, alguna confitura de naranja o toronja y el más apetecido: arroz con leche. Y si las visitas eran en vacaciones no faltaba el majarete.
En esos días se vulneraban todos los horarios, las disciplinas paternas y lo más importante se podía mataperrear a las anchas. Solo había que aparecer a la hora de almuerzo y del baño. El resto del tiempo era para jugar en la calle o en los placeres cercanos, es lo que podemos hoy llamar “tiempo de calidad con los amiguitos”.
Pero aquel tiempo de calidad, o de juegos mataperros siempre podía estar sujeto a su escrutinio. Sí, nunca pude descubrir cómo ella determinaba quién había dicho la palabrota adecuada en medio de un juego de pelotas, de bolas o a la hora de montar chivichana. Por muy lejos que se estuviera del alcance de sus oídos ella aparecía a los pocos segundos de haberse lanzado la maldición y daba pelos y señales del autor.
De acuerdo a “su doctrina” existían tres clases de malas palabras. Las que son de uso cotidiano y que todo el mundo acepta; en esa categoría incluía expresiones como carajo, coño, mierda y alguna otra que no recuerdo o que han caído desuso y ella recomendaba sustituir por carijo, caramba o kimbamba cuando se remitía a las personas a cierto lugar desconocido; y así sucesivamente.
El segundo grupo de palabras incluía las que acompañan el enojo ante un accidente, un hecho fortuito o una tragedia. En este entraban las del primer grupo y algunas otras que de fuerte peso pero que todo aquel que escuchara decirlas sabía que no se pretendía ofender ni herir a persona alguna.
Y el tercero grupo; “el de las flores por la boca”, era el de aquellas que pretendían ofender, injuriar y agredir a una persona o grupo de ellas. Eran las palabras que obligaban a las personas a dejar la decencia a un lado –lo mismo que las buenas costumbres—y pasar a la defensa; evitando siempre uno repetirlas al menos en menor proporción que el agresor. En resumen, en este caso la defensa era permitida y aunque no aprobaba su uso era necesario conocerlas y saber emplearlas si fuera necesario.
Con el paso de los años y el cambio de espacios sociales, nuevos amigos, nuevos contextos, el uso de malas palabras –o mal dichas—se va incorporando al habla con más o menos intensidad. Recuerdo que en mis años becados y en las posteriores escuelas al campo era lícito usarlas en cualquier momento o circunstancia, pues ni padres ni abuelos estaban para corregirnos el vocabulario.
Palabrotas volaban en los juegos de pelota, en algunas canciones que en aquel momento se improvisaban - alguien recuerda aquello de “…malas palabritas no…” - o en el momento de defender el honor del campamento, el aula o la brigada.
Para muchos se fue convirtiendo en algo cotidiano calificar con ellas actitudes, positivas o negativas, sucesos, afectos y lo más importante definir relaciones humanas o de pareja. El uso de las mismas rompió los límites entre la decencia y lo popular.
Había también en mi infancia algunas otras palabras que han llegado a nuestros días, que son parte del habla popular y que incluso hoy nos definen en muchos lugares del mundo. Tal es el caso de asere, monima, ecobio, consorte, ambia, cumbila y otras tantas.
No olvido que en esos mismos años setenta algunos eruditos calificaban estos vocablos como jerga delincuencial, marginal o de gente de baja catadura ignorando que ellas forman parte del legado de nuestros ancestros africanos.
Para aquellos lexicólogos de “café con leche claro”, como les definiera un buen amigo estudioso de nuestra cultura, “asere” no era un conjunto de monos apestosos (¡qué carga de racismo en tal definición!) como llegaron a afirmar; sino una expresión que calificaba un nivel de afecto. Lo mismo que “monina” que es una distinción o dignidad de origen karabalí; o “ecobio” que significa hermano. En el caso de consorte llegaron al colmo del paroxismo al afirmar y negar su vínculo jurídico.
Mi abuela, entre sus lecciones, tuvo a bien hacernos saber y entender el valor de esas palabras y su peso en nuestra cultura. Incluso nos llevó cierto día de visita “al solar del reverbero” en pleno centro de la ciudad; nos enseñó La madama, El siete y otros espacios donde hombres y mujeres negros y blancos todos mezclados se esmeraban por enseñar a sus hijos y vecinos a hablar correctamente. No sé si usaban su método del cinto militar, pero en aquellos espacios encontré otros que tal como mis primos evitaban usar palabrotas.
En estos tiempos que está de moda el uso de palabras fuertes, ofensivas y vulgares en todos los espacios y a toda hora pienso en mi abuela y la imagino con el brazo cansado repartiendo golpes de cinto a diestra y siniestra con la misma voluntad que El Quijote enfrentó a los molinos de vientos.
La imagino pensando que “…la educación se fue por el caño… las buenas costumbres volaron… menos mal que mis nietos saben dónde y cómo usar esas palabras… y pobre de aquel que exagere en su uso…”
Desde la distancia imagino su cara en el mismo momento que yo, parte de la sociedad, me sumo al coro y lanzo mi palabrota del día para referirme a cualquier evento. Entonces, apenado pido disculpa a mis interlocutores y flagelo mi conciencia.
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