Habaneros somos y en La Habana andamos


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Noviembre es mes de vientos nortes insoportables, de conclusión de la etapa ciclónica anual y es el otoño advertido. Un mes discreto, de temperaturas frescas que permite sacar del armario el abrigo alguna que otra vez y la sombrilla o paraguas porque no es el mes de los aguaceros primaverales ni veraniegos pero sí de la pertinaz llovizna y hasta de chubascos. Un mes que se disfruta en la compañía de quien te da calor y, ¿por qué no?  de un trago que estremezca el cuerpo. Pero es noviembre también un mes habanero… para los habaneros o dicho de otra forma, un mes en que La Habana viste sus galas de cumpleaños y los habaneros la disfrutan.

Una vez los carnavales de La Habana se hicieron en noviembre a contrapelo de aquellos carnavales tradicionales de invierno en febrero arribando a marzo en el Paseo del Prado o los posteriores de verano en pleno julio o agosto en el Malecón. Los nortes hicieron de las suyas en un Malecón mojado y nunca más se hicieron en noviembre, fue una sola vez.

Lo que sí se hizo siempre, al menos en la memoria de nuestros tatarabuelos, fue la ceremonia tradicional de las vueltas a la ceiba, consagrada con el Templete que el capitán general español Francisco Dionisio Vives inaugurara en 1827. Se cuenta que las muchachas señoritas y casamenteras estaban desde la víspera del día 16, durante veinticuatro horas mudas, sin decir palabra pensando en “el príncipe azul” amado conque soñaban desposarse, se lo pedían al árbol mágico en aquellas vueltas a su alrededor y el deseo se les cumplía.

Se dice también que junto a aquél frondoso árbol se ofició la primera misa en el tercer sitio dispuesto para la villa de San Cristóbal de La Habana junto al puerto que Sebastián de Ocampo había llamado de Carenas durante su bojeo a la isla en 1508-1509.

De tanto decir se dice que Habana es un vocablo en lengua aruaca y que el patronímico de San Cristóbal fue en homenaje a Cristóbal Colón que nunca la visitó. Recuerda La Habana al cacique Habaguanex y la mítica Casiguaguas que se ahogó con su prole de seis hijos en las aguas de aquél profundo río antes de someterse a los recién llegados con espadas, escudos y caballos.

Se cuenta y pueden creerlo, que se fundó tres veces como villa. Fue primero una villa primaveral fundada entre abril y mayo de 1514 en algún punto de la costa sur del occidente cubano: la desembocadura del río San Cristóbal, el puerto de Batabanó, la desembocadura del río Mayabeque, la ensenada de la Broa…

Fue mudada para el río Casiguaguas alguna vez entre 1516 o 17, quizá en Paso Seco, Puentes Grandes o en su desembocadura. Y lo del puerto de Carenas no se precisa el año, tal vez en 1519, o en el 20 o hasta posiblemente en el 23, pero fue, ciertamente en algún momento que hemos convenido contar que fue en el 19 y allí se desarrolló hasta hacerse real y maravillosa y Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Si se siguen contando cuentos les diré que es un cuento aquello de que no existen los habaneros, de que todos aquí somos inmigrantes. Es cosmópoli la ciudad pero el 75% de los que la habitamos nacimos en ella y somos portadores de su cultura y arrastramos tras de nos a la otra cuarta parte que no nació en ella pero que se naturalizó habanera y eso la hace distinta a otras ciudades cubanas. Es muy diversa en todo y peculiares sus hábitos, costumbres y tradiciones.

Nadie puede desprenderse de ella ni el que nació ni el que llegó, ni tampoco el que emigró hacia otros horizontes. La Habana y la habaneridad es algo del subconsciente, está en la forma de hablar, de gesticular, de reírse, de caminar, en los chistes, en la forma de cantar y de interpretar la música, está en una filosofía callejera urbana distinta a cualquier otra, está en la necesidad de su existencia misma. Parafraseando a Fayad Jamiz, –y hablamos de decir– de no existir La Habana, cualquiera de nosotros lo hubiéramos inventado.

 


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