Gustavo Adolfo Bécquer: Más allá del mito


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Gustavo Adolfo Bécquer: Más allá del mito

Se nos presenta un mundo lleno de ríos. Pero el Guadalquivir sobresale por las sinuosidades de emblemáticas formas por donde Sevilla, capilla de la gloria, ambula como si fuese posible que solo un fantasma la habitara.

Esa imagen sería, sin dudas, la de Gustavo Adolfo Bécquer, en barrios del Conde Barajas, quien desde su nacimiento exorcizó las copiosas ramas de los árboles dispersos, con una genialidad nacida de lo puramente español.

17 de febrero de 1863, su hora de nacimiento, cubriría al espacio y vericuetos diseñados para ser conmovido, de las grandes sierpes de caminos infinitos de la ciudad de Sevilla. Pleno siglo XIX. ¿Y acaso ya no se había nombrado como romántico a Mozart? ¿Y Chopin no atardecería en las corrientes del romanticismo? Como diría Beatriz Maggi: “sumidos en una misma realidad”, como si se tratase de “dos juicios de valor simultáneos y opuestos entre sí”.

Bécquer nació con la excelencia de lo romántico, en lo que de apasionamiento y fragilidad humana darían la razón a sus futuros versos. Desde estos principios nacerían las medulares intuiciones de lo que llegarían a ser en un futuro los corpus, hijos del Semí de José Lezama Lima, leyendas de Las tres flechas o del Rayo de luna.

Tempranamente también dibujaría, como en los siglos siguientes lo haría un Federico García Lorca, cuando acotaba aquello de que “solo el misterio salva, solo el misterio”.

Como decían los Hermanos Quintero, Bécquer existía ya “mientras acude al pensamiento la idea feliz, la imagen oportuna, o el apetito justo: un chambergo, un hidalgo, una espadaña, una cruz, un balcón, unas golondrinas…”

Nunca la escritura de Bécquer se parecía al deuterio o isótopo de hidrógeno que en combinación con el oxígeno da lugar al agua pesada. Era, más bien, el romántico múltiple, que recibió influencias de Zorrilla, pero que maduró en sí la especie establecida, para procrear una obra no parecida a nadie, sino poseedora del estro sin apaciguar; canciones de rimas estelares, que hoy se consumen como alimento aún para el alma mortal.

Divagó, existió, se hizo itinerante, y del útero sevillano se dirigió a Madrid para padecer más bien la existencia misma. Bécquer se dirigió, yendo a la capital, al andrajo, la decepción, y la más terrible frustración.

Perseguía la inmortalidad y halló la realidad monda y lironda. Escribe aquello de “En tanto, el infeliz rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano llamar en su socorro, la voz se ahoga en su garganta.”

Su vida ha dado un vuelco. La tranquilidad ha dejado de ser. Dirá contundentemente: “al brillar un relámpago nacemos/ y aún dura su fulgor cuando morimos/ ¡tan corto es el vivir!/ la gloria y el amor tras que corremos, / sombras de un sueño son que perseguimos, / ¡despertar es morir!”

Lo palpitante, lo sanguíneo, parece merecer sentar escuela. En su verso ajeno a la tiranía de la mudez, sino que espléndido, se perpetúa en él la insaciabilidad humana, lo trajinante de las búsquedas superiores, que no darán tregua más que para el numen poético altamente vivo.

Leonardo Padura, el gran escritor cubano, tendría que levantarse el sombrero ante la leyenda becqueriana sobre La promesa; un punto álgido en la obra del sevillano, una fiebre fría. Llena de pertinaz suspenso, cabría utilizar la idea del propio Padura en relación a Alejo Carpentier cuando decía: “Ante todo el recurso netamente surrealizante de la inversión del devenir temporal como método para revelar una ´percepción de remotas posibilidades´”. Porque Bécquer, en La promesa funde Castilla la vieja, feudalismo a pulso, con el sentimiento más hondo de amor que se haya escrito jamás.

Por eso las reediciones de Bécquer tienen gran público, ya que el siglo cibernético y tecnológico que estamos viviendo, ajena un poco y enajena un mucho el síndrome natural del hombre en correspondencia con su necesidad de espiritualidad, de sosiego para los meandros locos de la existencia del XXI.

De ahí su contemporaneidad. No se trata de temerle a la palabra como “burgomaestre”, Él encasilla todo un lenguaje castizo a la voz de la escritura. Rompiendo los abrojos de la pobreza, nunca será sensato, sino romántico.

Sus endechas han circulado por Europa y América. Y han sido el baluarte en la formación de muchos contemporáneos importantes.

Vida y pasión estuvieron unidas siempre en el envés, y en el derecho de su espíritu becqueriano. Por eso lo admira María Teresa León, la otra española, mujer de Rafael Alberti. Bécquer, como nuestro José Martí, venía de todas partes y hacia todas partes iba.

No sirven los razonamientos filológicos para definirlo. Igual que me pasara a mí, que a los trece años de edad, en un tiempo ya muy viejo, allá por los cincuenta del siglo pasado, entré en contacto con Bécquer y decidió y fijó mi vocación literaria, el especial sevillano sigue, abriendo puertas a sensibilidades múltiples y antagónicas. Simplemente en lenguaje actual, Bécquer sería un formidable comunicador de imágenes e ideas en las que la belleza adorada en la urna griega de Keats, sería fanal seguro para un trasnochado poeta o un pretendido escritor experimentador que se autoproclama “de vanguardia”. El aliento del poeta sevillano Bécquer es la infinita sabiduría de lo unívoco, lo que sobresale, lo que aún leemos y nos anonada, y hay un conjunto semántico que nos recuerda, y nos recordará siempre la inmortalidad.

 

 


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