Anuncios publicitarios, avisos callejeros de conciertos, volantes improvisados, letreros de todo los tipos, carteles… la materia comunicativa como espejo de una sociedad que grita en silencio, por hablar.
La recién finalizada Bienal de La Habana nos trajo a un artista peculiar. Su obra, de fuerte sentido conceptual, se debate entre lo puramente estético y lo comunicativo, pero también entre lo transformante —como agente agresivo de cambio— y lo pasivo-perceptivo. El colombiano Juan Camilo García Walker ha dejado la huella visible de su obra en una de las paredes de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, intentando marcar el sentido relacional y documental que existe entre el diseño y el arte, en su infinita congruencia como medios de comunicación.
Existe un deseo no declarado en Camilo por lo cotidiano, por lo reiterativo, y su obra es una demanda a esos gritos de la ciudad: los papeles que se amontonan poco a poco, día tras día, sobre las paredes de cualquier calle y que terminan por invadir el espacio volumétrico, al convertirse en esculturas de la información. Es interesante ver las texturas visuales, los juegos tipográficos y de color, las citas intertextuales y las inevitables interrelaciones semánticas que apuntan a cualquier cosa. Hay una intención marcada en establecer una reflexión sobre el discurso de las ciudades, sobre esa «nueva comunicación» que se establece, que es circunstancial, y que solo mira a quien la produce y solo se entiende por quienes pueden decodificarla. Para el resto sigue siendo un espacio intervenido, coloreado, lleno de «gracia y vida»; para los otros, es un fragmento de esa realidad que nos repercute, que nos apunta y nos increpa.
La obra de Camilo Walker se inscribe en esa suerte de pintura volumétrica o escultórica que inició en su momento el franco-alemán Hans Arp. Con ellas quiere hacer un guiño a una realidad muy propia, en la cual convergen todas aquellas aristas de la propia comunicación plana y que se regenera constantemente como flujo ineludible de un tiempo que transcurre. Su obra evoca también la memoria y, por así decirlo, retoma el pasado para hacerlo monumento. Sus «papeles pegados» son sus archivos. En ellos hay de todo. Es la memoria viva de la ciudad y se convierte en alusión indirecta al exceso de consumo —el más banal y mortífero— que intenta siempre imponerse y termina, como en este caso, volviéndose un pseudolenguaje, inconexo, propio y extravagante, que no comunica pero se ve «bonito». Y creo que es esta, precisamente, la contradicción que intenta reflejar la pieza y que se puede esbozar en la interacción necesaria entre comunicación e incomunicación: la comunicación, como sentido práctico del mensaje, y la incomunicación como sentido estético del resultado. Un ejemplo coherente de como una visualidad, marcada primeramente por la función, se recontextualiza para asumir otra nueva, resemantizada, puramente subjetiva y estética (sin que deje de tener contenido). Es decir, mucho más visual que funcional; más transformante que pasiva.
Estamos frente a una obra que rearma al diseño gráfico y lo proyecta hacia otra dimensión, y como presupuesto propio del arte contemporáneo, no tiene miedo de incluir, de hacer conexiones que apunten a nuevas formas de decir, a lo interdisciplinar. Sacar conclusiones sobre las metáforas del arte desde una presentación agradable y aparentemente incomunicativa, es también el reclamo de las calles.
Siempre quise entender aquella vieja frase del diseño de que «un cartel es un grito en la pared», algo con lo que el maestro Félix Beltrán no está muy de acuerdo. Hoy he entendido por qué.
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