El pasado 24 de febrero el barrio conocido popularmente con el nombre de Pogolotti arribó a sus 110 años. Han pasado generaciones desde su fecha de nacimiento, pero los pobladores actuales conservan un sentido de pertenencia muy arraigado.
Bautizado originalmente con el nombre de Redención, el contenido paternalista del término —inspirado quizá por las obras de la última etapa de la narrativa de Émile Zola, tan frecuentada por los lectores de tabaquería— indujo a adoptar, en cambio, el nombre de su constructor, el empresario italiano Dino Pogolotti, empeñado en impulsar el crecimiento urbano del municipio de Marianao.
Fue el primer barrio obrero de América Latina, situado junto a la entonces denominada Calzada Real de Marianao, que recorría el territorio de Puentes Grandes hasta lo que habría de constituirse en corazón de un municipio emergente. Atravesaba el más heterogéneo conjunto urbano imaginable, en el
que se solapaban muestras de etapas históricas sucesivas, en acelerado proceso de modificación.
Para los habaneros del siglo XIX, poco aficionados a los deportes marinos a pesar de nuestra condición insular, instalarse en un terreno elevado propiciaba condiciones de vida saludables. Con ese criterio se emplazaron suntuosas residencias rodeadas de extensos jardines.
En una de ellas, perteneciente a la familia Larrazábal, hoy deteriorada por el paso del tiempo, la improvisación y el inadecuado uso, permanecería
durante una breve temporada la precoz poeta y pintora Juana Borrero. El mal trazado de una calle mutiló parcialmente la fachada de la que fuera residencia oficial del Presidente de la República en los días de Mario García Menocal, el mayoral de Chaparra. Con sus amplios salones y sus jardines, en los que se advierten todavía los restos de una antigua
estantería, la edificación conserva algo de la prestancia de otrora.
A pesar del sello aristocrático de algunas residencias que aún sobreviven, la Calzada Real se fue proletarizando rápidamente con la diseminación de
centros laborales, desde la papelera de Puentes Grandes, pasando por la multiplicación de talleres de distinta índole, entre ellos, numerosos tejares. Luego apareció en las cercanías de Ceiba un paradero de la
Cooperativa de Ómnibus Aliados, donde la Cuba Sono Films auspiciaba con los comunistas cubanos uno de sus documentales precursores del neorrealismo
italiano, teniendo en cuenta la utilización de obreros del lugar en el desempeño de funciones actorales.
Al terminarse la construcción del barrio, las casas fueron distribuidas entre obreros, mediante sorteo. Quizá algunos procedieron del sector tabacalero que regresó a la Isla después de la Guerra de Independencia y que le dio nombre a la zona habanera de Cayo Hueso. Sin embargo, durante la
República neocolonial, por causas objetivas y subjetivas, se profundizó el legado racista derivado de la trata infame y de la economía de plantación.
En nombre de su supuesto modelo civilizatorio se reafirmaron prejuicios y estereotipos. Poco a poco, el entorno de Pogolotti se rodeó de un aura
asociada a la mala vida.
Debería convocar a un análisis por parte de los historiadores una singular coincidencia. Pogolotti nació en 1912, año de la brutal masacre contra los
independentistas de color. No existe registro estadístico del número de víctimas, que no murieron en combate. Fueron asesinados. Muchos aparecieron
ahorcados, sobre todo en las provincias orientales del país.
En ese contexto, Pogolotti se constituyó en reservorio de nuestras tradiciones de origen africano, abakuá y practicantes de la Regla de Ocha.
Aunque la composición cultural del barrio ha cambiado a través del tiempo, al punto de que allí conviven científicos sociales prestigiosos, escritores
de obra ampliamente difundida por nuestros medios, músicos valiosos y trabajadores dedicados a distintos oficios, algunos practicantes de esas
creencias, constitutivas de nuestra cultura, disfrutan de un auténtico liderazgo informal.
Por otra parte, en el barrio se conserva el sitio donde se realizaron las pruebas confirmatorias de las teorías de Carlos J. Finlay sobre la transmisión de la fiebre amarilla.
También en el borde del barrio, allí donde ahora existe una instalación deportiva con el nombre de Julio Antonio Mella, tuvo su vivienda por muchos años, hasta que se dejó tentar por los atractivos del elegante barrio de Siboney, entonces en plena expansión, la imprescindible investigadora cubana
Lydia Cabrera. En Pogolotti había encontrado muchos de los informantes para la preparación de El Monte. Entre las manos de una pogolottina se conserva un ejemplar de la primera edición de este libro, verdadero incunable en la actualidad, dedicado por la mano de la autora agradecida a uno de sus informantes.
Para los pogolottinos la memoria es fuente de sentido de pertenencia y cohesión barrial. Justo es reconocer, en este sentido, el trabajo silencioso y sistemático emprendido durante varios años por la profesora e investigadora Acela Caner, lamentablemente fallecida. En cumplimiento de su
voluntad, sus cenizas reposan en el corazón del barrio. Guiada ante todo por una aguda sensibilidad política, Acela, a partir del contacto directo
con los pobladores, unió voluntades en favor de proyectos de mejoramiento el entorno y tendió puentes con grupos italianos, fieles a la tradición
antifascista del Piamonte. Por distintas razones muchos proyectos no cristalizaron, pero animaron sueños y abrieron vías al crecimiento de la
espiritualidad.
Al conmemorarse el primer centenario de la fundación del barrio, los pogolottinos decidieron celebrarlo. Supieron que Silvio Rodríguez habría de
ofrecer un concierto en Casa de las Américas. Por iniciativa propia, una comisión se presentó. Solicitaron al músico que honrara la ocasión
incluyendo a Pogolotti en su gira por los barrios. Silvio aceptó. La expectativa fue enorme. Con recursos modestos improvisaron carteles. Se aglomeró una enorme multitud. A los habitantes del casco histórico se añadieron los miembros de las comunidades surgidas en el desorden de la emigración interna.
Cuando el programa previsto estaba a punto de concluir, todos reclamaron los clásicos de los días fundadores de la Nueva Trova. Todas las generaciones, más allá de origen y condición social, se unieron en un entusiasta canto coral. La siembra del ayer revivía en un Ojalá preñado de contemporaneidad y esperanza. Yo permanecía inmóvil, paralizada por el silencio que me embarga
cuando la emoción estremece lo más íntimo de mis entrañas.
En silencio termino. No quiero empañar el recuerdo con moralejas didácticas. Propongo tan solo una reflexión productiva.
Foto: Tomada de Cubasí
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