Bienaventurados los que se deleitan con esos libros que habitan poblados de signos y metáforas de anchos velos, que emergen por virtuosa intencionalidad. Son esos volúmenes que exhiben portadas de trazos frescos, de contemporáneas tipografías y simulacros barrocos, tejidos con irrepetibles olores, siempre efímeros. Son esos aromas que emergen de las tintas de imprenta, nacidas de las manos de los que saben tocar la sabia del ingenio.
Todas ellos, los libros, asisten unidos por el valor de las palabras que son las partes del todo, que se juntan en un solo cuerpo de largos brazos para atrapar al lector cautivo, que “pernocta” con premura, achicando el tiempo. Son un bosque de esencias construidas para el enriquecimiento humano, reunidos en un árbol para el ejercicio del pensamiento y el arrinconado divertimento.
Para estos árboles se erigen virtuosos escenarios. Aquellos en que reposan anaqueles dispuestos para encumbrar los saberes y propiciar el ejercicio de la lectura. Son ancestrales espacios, siempre diferentes, dispuestos a atesorar historias, leyendas, imaginarios o verdades. Son legendarios altares, que se multiplican, se renuevan y transforman el circular de la vida toda.
En esos escenarios de lúcidas ventanas concurren “actores de tránsito”, que asisten convidados a ser protagonistas de una puesta en escena. Los descubrimos en una suma reunida de fotogramas dispuestos en una pantalla de sinuosos imaginarios, atentos a los pliegues que dibujan los libros.
Son lectores cautivos dispuestos a ser raptados por la escritura de un autor que esperó, con probada paciencia, a ese leedor “aparecido de la nada” y que es el todo. Es quien decodifica la portada del libro, se asoma en apurada lectura a un prólogo dibujado por esencias y conceptos, que engranan piramidales lecturas o que se encuentra con el índice, ese mapa vital que dibuja las partes.
El cineasta francés Gérard Philipe habita otra vez en La Habana, en uno de esos escenarios de lúcidas ventanas. Aparece con los ardores del blanco negro bocetado sin retoques frescos. Se nos revela como una suerte de cronología distinguida por los fotogramas de su filmografía más distintiva y en ejemplares documentos fotográficos que nos remontan a sus visitas a Cuba secundado por las personalidades que le acompañaron.
Es un espacio pequeño, pintado de luz sin apenas una trampa. Construido por espacios temporales, “descansan” los árboles-libros entre diálogos cruzados para encumbrar a los lectores. La joven diseñadora escenográfica Laura Díaz Ravelo, de probados andares por los derroteros del cine, construyó las partes de ese otro todo donde los libros son actores que vienen y van, o al menos esa es la esencia, el sentido de un espacio que se ha de poblar con textos de un arte genuino y centenario.
Con demostrada alegoría la diseñadora escenificó la irradiación de un nicho vertido por los saberes del tiempo. Los anaqueles de la librería crecen discretos con lineales cuadros integrados en los silogismos de la pulcritud y la economía del todo. El blanco se apropia de los suelos, de las paredes y las puertas, todo resuelto en soluciones temporales claramente integradas, con acertada quietud, el silencio requerido y lo austero del espacio. Es una puesta en escena lograda y los libros son los protagonistas en este proscenio.
La cristalera de la librería Gérard Philipe nos recibe con el renovado repertorio de Ediciones Icaic. Conversaciones al lado de Cinecittá (Edición ampliada), de Arturo Sotto; Rogelio París, nosotros, el cine, de Luciano Castillo; Confluencias de los sentidos. Diseño sonoro en el cine cubano de ficción, de Dailey Fernández González; Con ojos de espectador. Críticas y ensayos, de Eduardo Manet; El cine latinoamericano del desencanto, de Justo Planas; 1968, un año clave para el cine cubano, compilación de Luciano Castillo y Mario Naito; De cierta manera, guion de Sara Gómez y Tomás González; Santiago Álvarez, un cineasta en revolución, de los jóvenes investigadores Andy Muñoz, Lianet Cruz y Yeban Pelayo o Miedo en el cine, de Enrique Pérez Díaz, son parte de estos árboles que se erigen como “portada de la librería”, la vitrina de todos los leños de un lugar sagrado, discreto, de obligada visita.
Estos, junto a muchos otros textos, pernoctan en este espacio de estreno, y nos confirma la vitalidad de la literatura cinematográfica cubana y su esencial cometido para la compresión de los acertijos de un arte signado por las muchas muertes que le han pronosticado. Evoluciona, se recicla, se reinventa respetando sus pilares, en medio de una escalada tecnológica vendida como arte “nuevo”.
Hoy La Habana exhibe un recinto de obligada visita. No está pensada solo para los que asumen el oficio de hacer del cine la carretera de su tiempo, es también una puerta para los que desean descifrar los rompecabezas de una puesta cinematográfica, de muchas. Y es que el disfrute de este arte entronca con el redoblar de los saberes.
Justo al lado del cine 23 y 12, sede de la Cinemateca de Cuba, tiene usted un nicho de luz para penetrar en los pliegues del cine, desde el genio de autores que se han empeñado en darle los poderes de la palabra, de las letras impresas, imágenes únicas vestidas con los aromas de esas míticas máquinas tercas.
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