Quiero empezar agradeciendo a la Editorial Verde Olivo que me haya solicitado presentar, junto al General de División Ulises Rosales del Toro, Héroe de la República de Cuba, este libro de memorias de una figura extraordinaria del proceso revolucionario cubano, una figura muy querida por nuestro pueblo, caracterizada por su entrega absoluta a la lucha, al trabajo, a la Revolución, y por su lealtad a toda prueba a Fidel y a Raúl y a los ideales que defendemos: el compañero José Ramón Fernández, el Gallego Fernández, como le conocíamos todos.
Ya el Comandante Machado Ventura, en las palabras que pronunció en el cementerio, cuando nos despedimos de sus cenizas, se había referido a este volumen:
Un libro contentivo de sus memorias [dice el compañero Machado], con prólogo del General de Ejército Raúl Castro Ruz, terminó de imprimirse hace algo más de dos meses, con la idea de que viera la luz en ocasión de su 95 cumpleaños.
No ocurrió así. Al recibir el primer ejemplar y conocer la idea, ya en su lecho de enfermo, insistió tajante en que la salida no coincidiera con esa fecha. Expresó: “Sería algo pretencioso de mi parte”. Así era Fernández.
Esta anécdota viene a sintetizar una de las cualidades definitorias de la personalidad de Fernández: su extrema modestia. Algo que se pone de manifiesto en cada página de Un hombre afortunado.
Sobre este rasgo del libro y de su autor, apunta el General de Ejército en su prólogo:
Se percibe en estas líneas el esfuerzo por ajustarse estrictamente a la verdad —premisa que lo ha acompañado invariablemente—, por precisar con esmero, en cada hecho relatado, su rol personal y el que desempeñaron otros compañeros, para no adjudicarse el más mínimo mérito de otro.
El General de Ejército Raúl Castro Ruz empieza su prólogo “agradeciendo al general de división de la reserva José Ramón Fernández Álvarez, en nombre de nuestro pueblo y en especial de los más jóvenes, este nuevo y valioso aporte al conocimiento de la historia de Cuba”. Y el propio Fernández afirma en su “Comentario” inicial:
Ante usted, lector, tiene un texto, libro o historia, como desee mencionarlo, que creo que tiene un valor y se ajusta a la verdad, que es uno de sus grandes méritos… Apoyo estas páginas por sus enseñanzas y lo digo con toda [la] limpieza de mi corazón.
(…) [Quienes trabajaron en la redacción y edición del libro] “colaboraron con el ánimo de poner un granito de arena en la preparación de nuestros jóvenes para que sean capaces de luchar con más conciencia por una patria mejor. (p 12)
Esta intención explícita de Fernández, recalcada por Raúl en sus palabras preliminares, de promover nuestra historia, en particular en las nuevas generaciones, logra una expresión muy efectiva en este libro. Su prosa fluye, sin rebuscamientos, y se lee con agrado e interés. Sería muy importante hacer un trabajo de promoción bien dirigido con Un hombre afortunado, para llegar a maestros y profesores, a bibliotecarios, a promotores culturales y en específico a nuestros jóvenes. Aquí está, de cuerpo entero, una de las grandes personalidades de la Revolución cubana. Aquí están descritos su crecimiento como patriota y su formación, primero, como militar recto, íntegro, asqueado por el batistato, y luego como revolucionario paradigmático.
Con un estilo sencillo, directo, muy sobrio, Fernández narra distintos episodios de su vida. Elude los pasajes de carácter personal y se concentra en su formación como revolucionario y en su participación en la Conspiración de los Puros, como la bautizó la prensa de la época, tronchada el 4 de abril de 1956. Gracias a este libro nos adentramos en una zona de nuestra historia muy poco conocida: la dinámica interna de las Fuerzas Armadas de Batista, institución particularmente envilecida a partir del 10 de marzo de 1952, y la gestación en su seno de un movimiento que rechazaba la corrupción y la barbarie del batistato. Un movimiento que, desde el ejército, se proponía sacar a la República de la depravación y del pantano moral en que se había hundido.
Una cualidad muy valiosa que tiene Un hombre afortunado es que Fernández reconstruye sus opiniones en cada coyuntura, colocándose en el punto de vista que tenía entonces. A veces, en algunos libros de este carácter, el autor analiza los hechos desde la perspectiva del presente, y los lectores no pueden enterarse de los procesos subjetivos que acompañaron a aquellos hechos. En este caso, no. Fernández tiene la habilidad (y la honestidad) de explicar qué pensó él, por ejemplo, en aquellos primeros años de su vínculo con las Fuerzas Armadas de la época, sobre el papel que podría tener el ejército en la salvación de aquella República viciada si llegara a estar al frente del mismo, no un criminal corrupto, sin escrúpulos, como Batista, sino un militar honrado, con ideales patrióticos.
Los pasajes del libro en que Fernández va reconstruyendo la evolución paulatina de su pensamiento político y social, resultan muy reveladores:
La apreciación de la situación reinante me hizo pensar en la posibilidad de renunciar y salir de la institución.
(…) Lo pensé y lo repensé. Luego de darle vueltas y más vueltas al asunto concluí que no renunciaría, porque desde las filas podría hacer lo que me resultaría imposible desde fuera. Abandonar el ejército equivalía a deponer las ideas que me indujeron a entrar. No debía dar ese paso cuando la situación se tornaba crítica para la institución y el país. Este medio me proporcionaba las condiciones para actuar y llevar adelante los ideales y principios en los que creía.
(…) Considero esa decisión una de las más importantes que pude haber tomado entonces. No aceptar aquel estado de cosas y tratar de revertirlo, para lo cual debía sumar voluntades de jóvenes oficiales que, como yo, pensaban en unas fuerzas armadas respetuosas de la constitución, representaba un riesgo. ¡Lo asumí ¡(p 40)
Aunque la conspiración del 4 de abril del 56 se frustró, descubierta prematuramente, y apresaron y juzgaron a sus principales promotores, “fue un golpe tremendo asestado al régimen”, señala Fernández (p 62). Impactó en la población, que había llegado a creer por la propaganda oficial que el líder natural del ejército era Batista, y demostró que, incluso allí existían núcleos de resistencia patriótica. Y concluye Fernández: “El tirano alardeaba de la unidad monolítica de la institución armada. ¡El 4 de abril corrió la cortina y dejó al descubierto la verdad!” (p 63)
Cuando se produce el asalto al cuartel Moncada, Fernández rememora la campaña que se hizo contra los jóvenes de la Generación del Centenario, dirigida de modo intencional hacia las Fuerzas Armadas, para exacerbar el odio y el espíritu de venganza. Reconstruye además las reacciones que produjo el 26 de Julio entre sus compañeros y en sí mismo:
En la inmensa mayoría de quienes conspiraban dentro del ejército hubo reserva hacia el movimiento que atacó el Moncada. En mi caso, despertó admiración y respeto por su audacia. Mas, desconfiaba de los civiles, consideraba que Fidel no podría organizar otro movimiento y derrotar el ejército. En ese entonces era generalizado el criterio de que se podía derrocar el gobierno con el ejército o sin él, pero nunca contra él. Pensaba así por razones estrictamente militares. (p 44)
Años después, tras el juicio por la Conspiración de los Puros, Fidel, desde México, publicó el 15 de mayo de 1956 en el periódico Aldabonazo, órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, el artículo “La conspiración militar”:
No conspiraron contra la constitución, ni contra un régimen que fuese producto de la voluntad popular, ni intentaron un golpe a ochenta días de unas elecciones generales; todo lo contrario, querían la plena vigencia de nuestra carta magna, el establecimiento de la soberanía popular y elecciones generales inmediatas, sin Batista, como quiere el pueblo.
(…) Esa sería la verdadera revolución, la única revolución posible, la revolución justiciera y limpia, que desde sus raíces, sobre principios y sobre ideas, eche los cimientos de la patria nueva. A esa revolución podemos marchar juntos civiles y militares. A otra no, porque no queremos que la historia futura de Cuba sea la repetición de los engaños pasados.
Esta absolución de Los Puros por parte de Fidel, basada en fundamentos jurídicos y morales, tiene un enorme valor. Pero más valor tiene la invitación a unirse, militares y civiles, para llevar adelante una revolución “justiciera y limpia, que, desde sus raíces, sobre principios y sobre ideas, eche los cimientos de la patria nueva”, subraya.
A través de ese artículo, a través de ese gesto tan hondamente martiano de Fidel, de tenderles la mano a aquellos que en las propias Fuerzas Armadas de Batista rechazaban valientemente al tirano, a sus abusos, al robo, al crimen, Fernández recibió por primera vez una señal del líder del Movimiento 26 de Julio.
No se explica en el libro cuándo pudo leer Fernández este artículo. Lo que sí queda claro que recibió en el Presidio, gracias al apoyo de familiares de reclusos, la segunda señal: la llamada Carta de México, firmada por Fidel y por José Antonio Echeverría, en agosto del propio año 56. Allí se menciona a los Puros, que “hoy están presos e inhumanamente tratados en Isla de Pinos”, con expresiones elogiosas y de solidaridad. (p 65)
Después del desembarco del Granma, de la reorganización de las fuerzas guerrilleras del Movimiento 26 de Julio en las montañas, de la consolidación y avance de la Revolución, Fernández, que se encuentra recluido en el Presidio Modelo y se desempeña como “mayor” de una circular (como autoridad responsable elegida por los propios reclusos), vuelve a recibir noticias de Fidel:
…la comunicación con el exterior se ampliaba [cuenta Fernández], conocíamos con más detalles la marcha de la lucha revolucionaria, lo cual nos reconfortaba. Nos sentíamos más animados y decididos a realizar lo que fuera posible en nuestras condiciones…
Un buen día recibimos una carta de Fidel acompañada de cinco mil pesos, que, según especificaba, eran para contribuir con la mejoría de las condiciones de vida de los presos políticos. Nos llegó por intermedio de la familia de Jesús Montané Oropesa, quien sufrió prisión allí por los sucesos del Moncada y ahora condenado por su participación en la expedición del yate Granma. Era una buena muestra de que el jefe guerrillero consideraba importante la participación de todos en la lucha contra el tirano; fue un estímulo tremendo. (p 79)
La carta y la ayuda que enviaba Fidel era para todos los presos políticos: un grupo heterogéneo, según nos explica Fernández, donde estaban militares de la conspiración del 4 de abril de 1956 y otros del alzamiento del 5 de septiembre de 1957 de Cienfuegos, comunistas como Lionel Soto, miembros del Directorio Estudiantil Revolucionario y figuras del Movimiento 26 de Julio como Hart y el propio Montané. Con este gesto, que estimuló tanto a Fernández y a sus compañeros de prisión, se hace evidente una vez más que Fidel venía trabajando minuciosamente para tejer la unidad de las fuerzas revolucionarias.
Según el Cmdte Machado, el presidio para Fernández “no significó simplemente un castigo inmerecido, sino una verdadera escuela que respondió a muchas de sus interrogantes acerca de cómo lograr que Cuba alcanzara la verdadera independencia y una sociedad más justa para todos sus hijos”. Y añade:
En esos duros años de encierro, el primer teniente Fernández, hasta entonces uno de aquellos excepcionales oficiales honorables del ejército, se transformó para siempre en el Gallego Fernández, un combatiente incondicional de la Revolución.
El presidio fue efectivamente una escuela, y en muchos sentidos: Fernández recibió clases personales de marxismo que le impartió Lionel Soto y conferencias sobre acontecimientos y héroes de nuestra historia impartidas por Hart y otros compañeros y, al propio tiempo, le tocó ser conferencista para evocar a Antonio Maceo y luego convertirse en instructor militar de aquel colectivo.
También fue una escuela a partir de las batallas que dio Fernández, secundado por otros reclusos de la vanguardia, para frenar los abusos de la dirección del Presidio y hasta impedir el secuestro y casi seguro asesinato de un compañero. Renunció a su puesto de “mayor de circular” a partir de arbitrariedades inaceptables, y su voz siempre se alzó valiente y dignamente ante cada eventualidad que resultara humillante para los presos políticos. Respondió con una gran altura moral a la insinuación del director de Presidio, quien, según dijo, Batista le había asegurado que Fernández sería ahora Coronel si no hubiera abandonado el ejército: “¿Quién le dijo a usted que yo quiero ser Coronel de ese ejército?”, lo increpó Fernández. “Te lavaron el cerebro”, dijo Casillas. “No, no me lavaron nada, lo que sucede es que tengo conciencia viva”, dijo el prisionero, seguro de sí, consciente ya de su destino como revolucionario. (p 80)
El Presidio le permitió entender profundamente la diversidad de tendencias que se oponían a la dictadura batistiana. Muchos no eran capaces de intuir la radical transformación que fundaría poco tiempo después una Cuba nueva. Cuando tratan de crear una dirección de los militares presos, se polarizaron “las posiciones ideológicas” (p 82). “Los más, comprendimos que se gestaba una revolución con ideas nuevas y renovadoras. Aunque no conocíamos su alcance estábamos decididos a apoyarla, porque traería cambios que coincidían con lo soñado.” (p 82)
En este libro se describen en detalle los días que siguieron a la huida de Batista. Hart se queda por un tiempo al frente del gobierno civil en Isla de Pinos, y Fernández se hace cargo del mando militar:
Mi estrategia como jefe militar era hacer de Isla de Pinos un bastión capaz de defenderse por sí solo, disponía de puerto, aeropuerto y una pequeña estación de radio. Los presos políticos, organizados en su batallón, junto con los miembros del Movimiento 26 de Julio de la región, eran una fortaleza; en pocas horas habían logrado el control total… Podíamos resistir el tiempo que fuera necesario. La Revolución poseía aquí un territorio libre para continuar la lucha de ser necesario. (p 98-99)
En Columbia, más tarde, reclamado por el general Barquín, corrobora “la debacle del ejército al cual había servido durante muchos años”. Por otro lado, dice de Barquín que parecía no darse cuenta de lo que había ocurrido en la realidad y estaba nombrando militares retirados o recién salidos de prisión como jefes militares de provincias ya controladas por el Ejército Rebelde: “¡Cuánto se puede equivocar una persona con ansias de poder!”, comenta. Y añade: “Aquel equivocado me nombró al frente de la academia militar. Le expresé mi desacuerdo con todas las designaciones hechas. Y concluí con el anuncio de que renunciaba y me iba para mi casa.” (p 100)
En este contexto del desmantelamiento de las Fuerzas Armadas batistianas, de los equivocados como Barquín y de los oportunistas de última hora, Fernández saca una conclusión:
Comprendía que Fidel, al mando de un ejército no profesional, dio muestras de más habilidad táctica y capacidad militar, de más sabiduría, que los mandos del ejército al que derrotó convincentemente, y con ello al corrupto régimen que lo aupaba.
El vínculo todavía muy remoto en aquellos años de prisión entre Fernández y Fidel, Raúl y los moncadistas, se haría después del triunfo muy cercano, realmente entrañable, como nos lo anuncia el General de Ejército en su prólogo:
Aunque ya Armando Hart, Jesús Montané y otros compañeros que compartieron con Fernández el presidio político nos habían hablado de su calidad humana, reconozco que, al menos en mi caso, al principio también tuvo un peso considerable la impresión de estar ante un hombre justo y de firmes principios. Pienso que Fidel haya tenido igual sensación, y esa fue la razón que lo llevó a hablarle con total franqueza y encomendarle sensibles tareas desde el primer momento.
Integrado ya plenamente a la Revolución, dirigiendo la escuela de cadetes y llevando a cabo delicadas misiones en el exterior, Fernández sigue reconstruyendo con total limpieza y honradez la evolución de sus convicciones. Recuerda que muchos oficiales del claustro de la escuela sentían temor hacia la palabra “comunismo”, por desconocimiento de su significado y a causa de la implacable propaganda anticomunista que reinó en la República neocolonial. Fernández confiesa que “en cierto grado” él compartía algunos prejuicios en ese momento. (p 119) Y es que Un hombre afortunado es un libro de una honestidad ejemplar. Como nos dice su autor al principio, lo que conduce y da sentido a este libro es la verdad.
Más tarde, en una respuesta tácita a aquellos prejuicios, recordará las palabras de Fidel del 15 de abril de 1961, en el entierro de las víctimas de los bombardeos a las bases aéreas de Ciudad Libertad y San Antonio de los Baños, en la Habana, y el aeropuerto civil Antonio Maceo de Stgo de Cuba:
“…esta es la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes. Y por esta Revolución (…) estamos dispuestos a dar la vida”.
Al finalizar [dice Fernández] llamó a la movilización general del país. Ordenó a todas las unidades que se dirigieran a las sedes de sus respectivos batallones y aguardaran nuevas órdenes.
Allí, en la multitud, muy cerca de Fidel, me encontraba yo.
Con estas memorias de Fernández, junto a su radicalización como combatiente junto a Fidel y a Raúl, junto a los retos que tiene que ir venciendo para llevar a cabo con éxito las misiones más complejas, somos testigos de la gestación de las nuevas Fuerzas Armadas Revolucionarias. Fernández se guía por las ideas de los dos líderes principales de la Revolución.
Cuando renuncia al salario de mil pesos mensuales que le pagarían como administrador de un central para cobrar, como primer teniente director de la escuela de cadetes, un sueldo de setenta y cinco pesos al mes, comenta: “Setenta y cinco pesos mensuales era lo que devengaban los oficiales del Ejército Rebelde. Así lo dispuso Fidel como medida educativa, de sacrificio, dígase una cura de modestia.”
En el discurso en Stgo de Cuba, el 1º de enero de 1959, Fidel había afirmado (Fernández lo cita):
Los institutos armados de la república serán en el futuro modelos de instituciones por su capacidad, por su educación y por su identificación con la causa del pueblo (…)
…no habrá privilegios para nadie, el militar que tenga capacidad y tenga méritos, será el que ascienda…
También cita a Raúl en un discurso posterior:
Ser oficial de las FAR no es un medio de vida, sino un sentido de la vida que supone la determinación de sacrificarla con dignidad y con honor frente a los enemigos de la patria. (p 111-112)
Cuando Fidel decide trasladar la escuela de cadetes a un campamento en la Sierra Maestra, Raúl acude a despedirlos. Les dice:
Tenemos que tener el mejor ejército del mundo, el más disciplinado, el más marcial, el que mejor marche y salude, pero, ¿cómo evitar que nos convirtamos en autómatas? Bien fácil: tener un fusil con mucho parque, pero tener mucho más parque en la mente.
Después de la victoria de Girón, en la que Fernández tuvo un papel tan relevante, actuando permanentemente bajo las órdenes directas de Fidel, se le designa jefe de la Sección de Preparación Operativa y Combativa de las FAR. El Comandante Raúl Castro Ruz, Ministro de las FAR, complementa con nuevos conceptos los ya citados sobre el nuevo ejército que requería la Revolución: era necesario que oficiales y soldados tuvieran una clara conciencia económica, que evitaran el despilfarro, que supieran “cuánto costaba un proyectil, una maniobra, la preparación de un oficial, en fin, de todo lo posible, también acerca del gasto de combustible y otros recursos” (p 170).
Fernández acomete todas las tareas que le encomiendan con la misma voluntad y empuje con que marchó a enfrentar a los mercenarios en Girón.
Así lo vemos años después sumarse al equipo del MINED como Viceministro, y luego como Ministro, más tarde como Vicepresidente del Consejo de Ministros encargado de atender Educación y Deportes, en búsqueda de soluciones para la necesidad de formar maestros y profesores que puedan atender a la demanda de la población, para fundar en todas las provincias las escuelas especiales, algo único en el mundo, orgullo de nuestra patria, para extender el concepto marxista, martiano y fidelista de vincular el estudio con el trabajo.
Fernández nunca rechaza una tarea, nunca duda, solo pregunta cuándo debe empezar. Por el contrario, agradece reiteradamente la confianza que pusieron siempre en él los líderes principales de la Revolución. En su prólogo, dice el GE:
Agradece una y otra vez la confianza que depositó Fidel en su persona, desde el mismo momento en que se conocieron en aquel convulso enero de 1959. Algo similar plantea acerca de nuestro primer encuentro y los incontables que le han seguido hasta el presente. (p 9)
En el “Comentario” que aparece en el umbral del libro, luego de dar las gracias al equipo de Verde Olivo, a su familia, a su esposa Asela, compañera en la vida, en el trabajo, en la lucha revolucionaria, añade:
El agradecimiento en mayúsculas para Fidel y Raúl a quienes debo la mayor parte del bregar que aquí cuento. Sin conocerme, sin saber prácticamente quién era, pusieron en mis manos numerosas tareas importantes, de valor, de responsabilidades. He intentado hacerles quedar bien; he luchado por ello y seguiré luchando, mientras quede un hálito de vida en mí, por una Cuba mejor, una Cuba más digna y más justa, por la Revolución Socialista.
Cuando Fidel lo llamó poco antes de las cuatro de la madrugada del 17 de abril de 1961 y le ordenó que “sin perder un minuto” se trasladara a la escuela de Responsables de Milicias y al mando de ella saliera a combatir a los invasores (p 135), Fernández confiesa que se queda unos minutos perplejo: “la ansiedad y la preocupación anidaron en mí”. “Me deshacía en interrogantes. ¿Quiénes desembarcaron?, ¿cuántos?, ¿qué armamento y medios traen?” Pero de inmediato dice:
A pesar de las implicaciones de la orden me sentía satisfecho, era una muestra más de confianza en mí. ¡Ahora debía ser ágil, las respuestas las tendría sobre la marcha! (p 136)
Es decir, por encima del desconcierto provocado por una orden de esa índole, que exigía además un cumplimiento urgente, se impone la satisfacción de confirmar que el líder de la Revolución tiene confianza en él.
En las últimas páginas de Un hombre afortunado escribe Fernández las siguientes palabras (citadas por el cro Machado en la despedida de duelo):
Mi mayor orgullo, en el sentido sano de la palabra, es contar con la confianza de dos grandes hombres de nuestro proceso revolucionario, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz y el General de Ejército Raúl Castro Ruz.
(…) Mis experiencias marcadas por estas dos personalidades, a las que he seguido en todos estos años, y el compromiso con mi Patria y el pueblo de Cuba, las guardo con mucho celo y son un aliciente para seguir aportando mis energías físicas y mentales a esta gran obra de la Revolución socialista cubana. Mi único deber es ser fiel a esa confianza, mientras haya vida en mí.
Lealtad a Fidel y a Raúl, a los principios; un sentido ético que lo acompañó siempre; una inquebrantable voluntad de servir, de ser útil, de entregar todas sus energías a la Revolución; una capacidad de trabajo extraordinaria, incluso cuando su salud le impuso graves limitaciones; todas estas cualidades hacen de José Ramón Fernández Álvarez un ejemplo imperecedero de revolucionario. “Hay que arrancarse de sí. Servir es darse”, dijo Martí, y eso hizo Fernández a lo largo de su fecunda vida: arrancarse de sí, abandonar todo egoísmo y entregarse, darse, a los demás.
Tiene toda la razón el cro Machado cuando, el pasado 8 de enero, aseguró:
Hay personas con una existencia tan pródiga, genuina y ejemplar, que resulta imposible asociarlas a la idea de la muerte. Las recordaremos siempre vinculadas con la vida, con el trabajo fecundo en bien de su pueblo y de la humanidad.
Fernández es, sin el menor ápice de exageración uno de esos seres excepcionales. Su sentido del deber y conciencia ética fueron brújula infalible en cada uno de sus actos.
Es cierto. No es posible asociar al Gallego Fernández a la idea de la muerte. Su vida fue tan intensa y generosa y dejó una huella tan honda en la formación de ese nuevo ejército promovido por Fidel y Raúl, en el campo educativo, en el desarrollo del deporte revolucionario, que va a seguir estando siempre presente entre nosotros.
Mi abrazo y todo mi cariño a Asela.
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