Frases a la medida de mi tiempo… y algunas otras travesuras


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Este asunto de revisar la vida, de abrir las puertas del pasado y poner las vergüenzas al aire tiene su costo, su lado alegre y también sus tristezas; y no pueden faltar los secretos. Y no pueden faltar los encantos del revisionismo a las viejas costumbres y usos y el papel, negativo o positivo en la sociedad –según el color del cristal—de nuevos conceptos, definiciones y posiciones sociales.

Desde los tiempos de Ñañaseré –es decir antes de la reforma luterana y posterior a la llegada de Colón a Cuba—a los varones de la familia se nos inculcaban algunas frases y/o conceptos fundamentales: “los hombres no lloran”. Esa era la primera máxima que se escuchaba tras la primera caída, esa que ocurre en fecha tan temprana como el primer paso lejos de la protección materna. Solo que el tiempo que media entre interiorizar la frase y dejar de escucharla para comenzar a repetirla mentalmente viene acompañado de una cantidad de caídas considerables y el tránsito del lagrimal fuerte a los pucheros. Las cicatrices en las rodillas son la muestra palpable de la asimilación de tal definición.

Otro criterio importante se relacionaba con el respeto a todas las mujeres y se resumía en una frase lapidaría: “ni con el pétalo de una flor maltrate nunca a una mujer… con las mujeres no se discute”. Debía ser más que válida tal afirmación porque no recuerdo una discusión más allá de no dejar cabos de tabaco o cenizas en el piso entre mis abuelos; “…tú tienes siempre la razón…”, le afirmaba él y la vida seguía su curso.

Aquel ejemplo, lo confieso, me ha ahorrado disgustos y malos momentos a lo largo de mis casi seis décadas de vida. Dar la razón a las féminas, aunque no la tengan, me ha permitido sortear momentos difíciles y no ha dañado para nada mi orgullo.

A nosotros, los de los sesenta y setenta, se nos enseñaba también a sentir desprecio por el abuso y las injusticias. El abusador, ese personaje que trata de imponer su voluntad a quienes por norma general son más débiles o menores en todos los sentidos,  no era bien visto se le evitaba, tanto que sufría del síndrome del ignorado.

Sin embargo; una cosa era y es abusar y otra –para nosotros los de ese entonces—“trajinar a fulano”. Por norma general “el coger para el trajín” incluía bromas y como máxima ofensa un nombrete bien rimbombante.

Cierto es que entre nuestros juegos de adolescentes estaba el “yiti” al que recién se había pelado, que venía acompañado de la palabra libre. Aquel cocotazo dado al paso y con la mano abierta era evitado con una frase dicha a viva voz: “libre”. Si era violada el causante recibía el mismo castigo de vuelta.

Los nombretes sí eran cosa seria. Tanto que hay quienes son más conocidos por su mote que por su nombre de pila. Y los hay que, gracias a su nombrete son personajes famosos en sus ámbitos profesionales.

Tenemos, en nuestro grupo de cofrades de los viernes algunos ejemplos y los más notorios son los de “EL puya” y “el infame”. Los dos son médicos reconocidos, aunque sus nombretes vienen desde nuestros tiempos de estudiantes de secundaria. El puya, repartió trompones a diestra y siniestra hasta que tuvo novia y esta le llamaba “mi puyita”; esa frase cambió su actitud ante amigos y conocidos y desde entonces siente profundo orgullo de su nombrete, que hace justicia a su condición de cabezón.

El caso de “el infame” es más complicado. Desde el mismo instante que le conocimos le escuchábamos decir un bocadillo de una de las películas de la serie Sandokan “es una infamia”; la frase la usaba indiscriminadamente hasta el punto que muchos fuimos dejando de decir su nombre de pila y comenzamos a llamarle el infame. Han pasado unos cuarenta años y todos nos referimos a él como “el infame”.

Pero la guinda del pastel de este asunto es la incorporación a nuestro mundo cotidiano del termino bullying. La culpa es del cine norteamericano que nos ha impuesto sus matones escolares y en contraposición el niño abusado que nadie defiende y que es el estudioso de la escuela o algo cercano. Hoy todo es bullying. Tanto que sufrir bullying genera trastornos sicológicos y puede desatar los demonios ocultos de la personalidad.

En mis tiempos, hace muchos años, al abusador o matón escolar –para seguir con la impronta cinematográfica—se le retaba a fajarse después de las cuatro y media. Y después de tres o cinco broncas (se aplicaba la máxima de que el que da primero da dos veces) el sujeto entendía que era hora de parar y entraba en razón. Y si además se tenía un hermano mayor, se le daba una paliza “familiar” y asunto resuelto.

Ese asunto de la paliza familiar se definía en los conceptos que se enseñaban desde la infancia. “No deje que nadie abuse de su hermano o hermana… y si no puede con las manos coja un palo…”. Puedo afirmar que funcionó y funciona. Los de mi tiempo lo saben bien.

El único efecto, secuela o daño psicológico que dejaba era los verdugones en la piel del maltratador.

Pero los tiempos han cambiado y los conceptos también.

He llorado a moco tendido por las cosas más increíbles o raras que se pueda imaginar. Cosas que van desde la alegría de ser padre hasta el fin de una novela. Lo he hecho en público y en privado y vi a mis abuelos, primos y el resto de los parientes llorar más de una vez. Y no creo que se hayan avergonzado de llorar.

He discutido acaloradamente con mujeres –es decir mi esposa las resume—y ellas han dicho la frase mágica “…tienes la razón, pero no he terminado…”; como ofrenda de paz he regalado flores. Y he abusado de mis hijos cuando después de regresar del barbero les he dado un yiti… ellos han tenido la misma oportunidad, por lo que estamos a mano.

Eso sí; no me avergüenza para nada haberles enseñado algunos de esos dogmas que aprendí en la infancia. Con ellos fui cincelando mi personalidad y el sentido de respeto por mis semejantes. Eso no lo enseña el cine que nos trajo la leyenda del bullying.


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