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Fidel entre dos infancias


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Escuché hablar de Fidel por primera vez en mi infancia, bastante antes del primero de enero de 1959. Por entonces su nombre se decía en voz baja y a veces se percibía en los murmullos de los mayores. Una noche lo escuché mencionar en la radio, también a bajo volumen, en casa de unos parientes que tenían onda corta. Allí escuchábamos una emisora clandestina que trasmitía desde las montañas de la Sierra Maestra, donde aquel nombre prohibido y sus amigos se peleaban a tiros con el ejército.

Así que lo primero que aprendí de Fidel es que a veces había que ser discreto: no se podía decir su nombre, no se podía decir que escuchábamos aquella emisora, como tampoco se podía decir que en la panadería de enfrente se vendían bonos del 26 de julio. Por lo mismo también fue secreto que, de mis soldaditos de juguete, mis afines eran los rebeldes, y que sus enemigos eran los mismos enemigos de los rebeldes de la realidad.

Apenas dos años después del triunfo revolucionario, Fidel, para mí, fue aquel hombre joven, enérgico y barbudo que a unos metros por encima de mi cabeza, en la playa de Varadero, despedía a un ejército de la enseñanza que al amanecer partiría a los campos y montañas de Cuba, armados de faroles y cartillas de alfabetización.

Aquel fue el primer discurso en directo que le escuché, y se me quedó el gusto, porque desde entonces muchas veces volví a estar cerca de donde Fidel se paraba a hacer historia. Incluso cuando mi servicio militar, si alguno de mis escasos permisos coincidía con un acto público, ahí estaba yo, lo más cerca posible de la tribuna. Puedo contar que estuve en el estadio en que aquel joven colombiano, armado de su acordeón, nos dio a conocer Cuba sí, yanquis no. Y también aquella vez de la escalinata universitaria, cuando alguien omitió la palabra Dios de un escrito de José Antonio Echeverría, y Fidel se indignó e hizo el memorable discurso donde nombró a los estrechos de miras como “mancos mentales”.

Confieso que cuando Fidel habló de los “elvispreslianos” me sentí en conflicto, porque a mí, desde chiquito, me gustaban las canciones y la guitarra de Elvis Presley. Pensé que sus palabras, más que a la música, se referían a jóvenes que se la pasaban en la ingravidez, ajenos a las urgencias del país. Fue un punto incómodo, pero que nunca me puso en tres y dos, porque mis jerarquías sentimentales siempre fueron maduras.

La primera vez que estuve un poco más cerca de Fidel, fue a través de terceros. Me refiero a cuando alguien cercano tuvo un encuentro directo con él y pude escuchárselo contar. Esto pasó la noche más difícil de la Crisis de Octubre, cuando el Jefe de la Revolución se reunió con algunos dirigentes, entre ellos los responsables del semanario Mella, donde yo trabajaba. Aquella reunión fue para informar sobre la posibilidad de que, al amanecer, Cuba sufriera dos impactos nucleares. La idea de ese ataque —que según leí después fue de Robert Kennedy—, era dividir nuestra alargada isla en tres pedazos, para facilitar un desembarco posterior. Un consejo que se dio en aquella reunión fue que, cuando el ataque ocurriera, procuráramos mirar hacia el oeste, para no quedar ciegos por el resplandor y poder resistir la invasión en el tercio de país que quedaríamos.

Yo tenía 15 años. Después de escuchar que el mundo se acabaría por la mañana, cuando mis compañeros subieron y me quedé solo, me refugié en la luna. Mirándola, algo me dijo que todo aquello era demasiado para que fuera cierto. Puede que me ayudara a pensar así una conga demencial que iba Belascoaín abajo, a dos cuadras de donde yo estaba con mi fusilito. Pero lo cierto es que mientras unos cavilaban sobre la suerte del mundo y otros rumbeaban que éramos socialistas, Fidel estaba despierto, organizando la resistencia después de la hecatombe nuclear. Era el mismo Fidel que en aquel lugar llamado Cuatro Palmas, después del arduo desembarco del yate y de la derrota de Alegría de Pío, dijo a los pocos que quedaban que ahora sí iban a hacer la Revolución.

El mismo hombre del que algunos de sus compañeros pensaron que se había vuelto loco. Por eso creo que una de las cosas que hizo a Fidel ser Fidel fue su extraordinaria capacidad de previsión, y su certeza de que siempre va haber un después para seguir luchando.

Y quizá porque yo disto de ser así —ya que carezco de esa grandeza—, porque a mí la realidad puede llegar a abrumarme e incluso a persuadirme, debo decir que ese supuesto loco, ese inconforme impenitente, ese rebelde con causa me reclutó desde la infancia.

Hay otros ángulos de Fidel, menos públicos, que no dejan de ser muy seductores: como cuando confiesa que lo que más le gustaría sería pararse en una esquina, o cuando acepta el reto de quién hace la mejor paella y se pone un delantal, o cuando dice que le hubiera gustado ser poeta.

Seguramente hay una multitud de Fideles habitando el mismo esqueleto y conformando al hombre que tuvo la energía y la suerte de llevar adelante una vida exigente, difícilmente comparable, tan auténtica que arrastró consigo a sus contemporáneos y que todavía hoy convoca y suma pensamientos. Por eso no dudo de que hay Fidel para muy largo rato.

A menos que venga otro período oscuro en el que otros injustos logren devolverlo a otra montaña, a otro silencio como el de cuando escuché su nombre allá, en mi infancia. Si ese velo cayera, no dudo que Fidel vuelva a romper el mutismo impuesto y que otro día, con otro nombre luminoso como el de aquel enero, volverá a obtener la victoria.


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