–Mamita, ¿cuántos libros hay que leer para ser escritor?–, preguntaba el niño Eugenio Hernández Espinosa a su tía Sixta Armenteros, una de las tres mujeres que lo criaron y la esposa del mambí que le contaba historias de la manigua cubana.
–Muchos, papi, muchos–, le respondía, a la vez que señalaba un montón de revistas. –¿Será suficiente con esos? –decía el niño. A lo que la tía respondía: –No, papi. Cuando llegues a la universidad, leerás otros. ¡Tantos, que podrás hacer una montaña con ellos!
–Mamita –persistía–, ¿ya tú leíste una montaña de libros?
La mujer del alférez Ramón Quintana tragaba en seco y suspiraba: –¡No, papi…! No. Los pobres y los negros no vamos a la universidad. El dinero no nos alcanza para pagar una carrera universitaria.
–¡Pero si yo también soy negro! decía el niño. –Basta ya de planchar y de servir de criados. ¡Hay que ser alguien!–, respondía la tía, solicitándole al pequeño un sacrificio mayor en una sociedad en la que la discriminación racial se imponía sobre el destino de las personas. –Yo seré escritor, repetía Eugenio, a quien le decía su tutora que tenía que estudiar mucho, hasta quemarse los ojos, pues era mejor «llevar espejuelos que tener la vista solo para contemplar la felicidad de otros».
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La Feria Internacional del Libro de La Habana 2020 estuvo dedicada a Eugenio Hernández Espinosa, autor que mereciera, en 2005, el Premio Nacional de Teatro, entre otras razones, «por la raigal cubanía de sus propuestas teatrales», donde se expresan «los valores esenciales de la cultura cubana signada por su humanismo».
La situación epidemiológica aflorada entonces interrumpió la celebración de un espacio que rendía tributo, junto a la doctora Ana Cairo Ballester, al más importante dramaturgo afrodescendiente de la lengua española, al decir del maestro Rogelio Martínez Furé. Pero no por eso cesó, para el hombre que a sus 84 años dirige el Teatro Caribeño, la fiesta. A finales de noviembre le fue otorgado a Hernández Espinosa el Premio Nacional de Literatura 2020.
«No esperé nunca recibir esta noticia», dijo entonces a Granma: «Pensé inmediatamente en mi padre, Medardo Hernández Caraballo, que quiso siempre que yo estudiara», comentó en esa ocasión. La espontánea recurrencia a su infancia, cuando «solo tenía ojos para los libros», apunta al entorno en que nació una vocación, la de un hombre que supo trazarse una meta y trabajar arduamente hasta alcanzarla.
«Mi espíritu guerrero me ayuda a tomar tareas que otras personas tratarían de evadir», ha dicho Hernández Espinosa, quien, desde muy pequeño, fue enseñado a «escoger la senda del bien». Por eso ha hecho de la creación un acto de justicia, al colocar en las tablas al negro, no desde el delincuente o el marginal, como solía suceder antaño, sino desde una postura digna, mostrando su realidad.
Cronista de momentos puntuales del proceso revolucionario, Eugenio Hernández escribe, en primer lugar, para sí mismo, «porque si no me gusta, seguramente no va a gustar tampoco», aunque a veces, dice, «he escrito en contradicción conmigo».
Sobre el instante en que repasa sus letras, que han sido escritas para ser representadas, y sobre los dos posibles públicos del dramaturgo, el lector y el espectador, refiere: «Leer tu obra es como leer una novela. Las acotaciones son importantes, aunque después el director asuma otra cosa», y asegura que, desde ellas, se ajustan otras características del personaje.
«Yo he leído novelas que son muy buenas, que no las leen 2 000 personas, explica, y el autor no sabe que su obra la han leído 2 000 personas. En el teatro uno ve a las personas que van a ver tu obra y el público se comunica contigo. Eso es realmente fabuloso, te da para seguir escribiendo y tener un público que te está esperando y te está exigiendo, además».
Reconocido por el escritor e investigador Alberto Curbelo como el «Negro grande del teatro cubano», Hernández Espinosa recomienda a los jóvenes, a los que les ha impartido cursos, que a la hora de escribir tienen que ser honestos consigo mismos. «Los jóvenes tienen que escribir su realidad», afirma.
Aunque recuerda, entre los primeros redactados, un texto motivado por sentimientos justicieros, dentro de un colegio protestante, Hernández Espinosa supo desde muy joven, como miembro de la Juventud Socialista Popular, «lo que era escribir cuando tenía que pintar en las paredes “Abajo Batista”, “Abajo el imperialismo yanqui”. Ahí sí vi lo que era el peligro de escribir, porque yo escribo una obra de teatro y no pasa nada, pero con eso me podían coger y matar. Al país había que conquistarlo así. No podía ser una etapa pasiva, que no se hiciera absolutamente nada y que el mundo siguiera como estaba».
Sobre estas experiencias refirió en una ocasión: «Mi militancia me proporcionó los recursos de un método para poder entender las contradicciones y los antagonismos sociales de mi nación, mancillada por la sinrazón. ¡Tenía mis principios de clase muy bien definidos! Con el triunfo de la Revolución empiezan los cambios que eran muy evidentes, eran fuertes».
Mucho tiene aún que aportarnos el autor de Calixta Comité, La Simona, Mi socio Manolo (llevada al cine) y María Antonia, un clásico del teatro cubano, estudiado en América. Larga vida para el niño que quiso ser escritor y hoy es todo un acontecimiento en la cultura cubana
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