Eternamente Alicia


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La noticia no me sorprendió: el Gran Teatro de La Habana se honrará con el nombre de Alicia Alonso, esa leyenda viva de la danza universal, una artista que no cabe en elogios ni en discursos, sino solo en el mundo maravilloso de la danza, porque ella es la danza misma.

Quienes tuvieron el privilegio de verla alguna vez sobre ese escenario, lo saben. Quien la vio bailando Giselle sabe que cada vez que la joven campesina salía de la cabaña sonriendo, tan cercana y lejana a la vez, comenzaba a crearse una atmósfera especial, una vibración tan emotiva que casi se podía tocar con la punta de los dedos; porque no se trataba de la escenificación de una obra, no, aquello era la propia vida. Porque aquella mujer frágil, tierna y enamorada sabía que iba a morir y nosotros también lo sabíamos. Y cuando terminaba la escena de la locura con su muerte, se producía como un rugido de dolor en el público, la tensión se hacía prácticamente insoportable, y había que salir porque nos faltaba el aire, y las lágrimas, incontenilbles, bañaban nuestros rostros. Y luego, cuando comenzaba el segundo acto, era la poesía, y al terminar, ya no éramos los mismos. Uno sentía que era un hombre bueno.

Por eso, la decisión de bautizar el Gran Teatro de La Habana con su nombre significa convertir este escenario en un espacio sagrado para la cultura cubana. Porque Alicia Alonso es una de las columnas que la sostienen, una artista que gracias a la magia de su arte y de su vida dedicada al arte, ha logrado la inefable simbiosis que es el sueño de todo artista: la total identificación con su público, solo posible porque han desaparecido los límites del tiempo y del espacio. Solo así pueden entenderse las hermosas e irrepetibles palabras de José Lezama Lima: «Como todo gran artista lo que ella resuelve y plantea es nuestra historia en relación con la historia universal. Lo más sutil y profundo de nuestra historia se aclara con su arte incomparable (…). Si ella baila una obra del siglo XVIII nos está resolviendo vitrales de Amelia Peláez. Cuando nos entrega una obra de raíz dionisíaca de Stravinsky, nos parece oír algunas de las grandes oraciones de la tradición revolucionaria».

Ahora la tendremos para siempre junto a nosotros en esa estatua que adornará el Gran Teatro de La Habana, y cuando allí la veamos en cuerpo y espíritu, muy cerca de nuestra sensibilidad, tal vez de repente se produzca un milagro, el milagro de verla aparecer sonriente, tenaz, desafiante, autoritaria y tierna, lírica y diabólica, sensual y apasionada, trágica, alegre, dramática, cubana y universal: la esperamos Giselle, Odette, Odile, Carmen, Yocasta, Margarita, Dido, Lisette, Taglioni, Callas, Lizzie Borden, Aurora, Julieta, Zemphira, Swanilda, Cecilia. O sencillamente Alicia, la Alicia ideal que llevamos dentro de nuestros recuerdos, de nuestra agradecida memoria, a quien Eliseo Diego llamaba «misteriosa amiga, luz que dibuja fina en las oscuras fibras del mundo, eternas travesuras tan naturales como tú hechizadas».

Hace algunos años, un destacado crítico italiano la llamó «la última divina», y es cierto. Y tal vez por eso, va a ser eterna. Inmortalicemos con su nombre al Gran Teatro de La Habana, y déjennos gozar de su presencia, aunque no baile, aunque salga al escenario y solo mueva una mano, así, como el aleteo de un cisne que es, o nos mire, ingenua, cálida y desamparada como la Giselle que siempre será. Eso nos basta.

 

 

*Publicado en: Juventud Rebelde, La Habana, 13 de septiembre de 2015, p. 3


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