El conocimiento de la formación de las naciones es decisivo para entender ciertos aspectos de la naturaleza de los pueblos y de las reacciones de los gobiernos que hoy los representan. España, Portugal y Francia colonizaron tierras en el Nuevo Mundo, invadiendo los territorios de los aborígenes; los vencieron y convivieron con ellos, se mezclaron y provocaron un mestizaje diverso que aumentó cuando trajeron a las Américas a los esclavos de África. Pero Inglaterra, al invadir los territorios de la actual América del Norte, casi exterminó a los “pieles rojas” en una guerra de destrucción masiva, los expulsaron de sus ancestrales territorios y por lo general no se mezclaron con ellos; convivieron cuando no les quedó otro remedio en una segregación que posteriormente se superpuso a cada emigración que llegaba al continente. La organización colonial inglesa se realizó de manera muy semejante a la que existía en la metrópoli, con una junta de nobles que ejercía una democracia cuyo “demos” era un cuerpo representativo que deliberaba sobre la vida de los súbditos del soberano en las tierras conquistadas. España fue más apegada a la experiencia de su Edad Media, de la cual recién salía al producirse la invasión en 1492, mantenía otras formas más autoritarias o cercanas al feudalismo para gobernar y controlar ?aunque no pocas veces, con el Atlántico de por medio, ni gobernaba ni controlaba?, más próximas al honor caballeresco y no a la razón práctica del naciente capitalismo, y con un conquistador que devino gobernador, y al final, caudillo. Mientras que el poblamiento inglés en los nuevos territorios norteamericanos conquistados se nutría de puritanos con sus familias, decididos a fundar a sangre y fuego un sitio para vivir en este hemisferio, los conquistadores provenientes de los “reinos latinos”, en sentido general, y sobre todo en los primeros siglos de la colonización, no venían con sus familias ni descendían de nobles ?y si tenían linaje, eran segundones?; la lista incluyó presidiarios, aventureros, navegantes, porquerizos, militares, funcionarios... casi todos interesados en hacer fortuna para regresar a España o a Europa ricos y allí obtener un título nobiliario y quizás comprar un castillo.
El otro aspecto medular para entender las actuales diferencias entre lo que hoy son los Estados Unidos y la América Latina y el Caribe, se basa en la distante formación de las ideas religiosas en aquellos nuevos habitantes “americanos” que poblaron y se desarrollaron en el hemisferio occidental. Mientras que debido a la unidad religiosa conseguida en el reino de España por el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, se inició en sus posesiones de ultramar una cristianización exclusivamente católica y se mantuvo siempre un rígido control ideológico y religioso regido por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, en las colonias inglesas del norte de América hubo un mosaico de religiones protestantes, que llegaron o se formaron en el propio territorio, durante varios siglos. Cuando los 101 puritanos ?hombres, mujeres y niños? llegaron a Virginia en el Mayflower, el 21 de noviembre de 1620, y fundaron la colonia de Plymouth, en Massachusetts, se desarrolló del congregacionalismo religioso, basado como característica general en aceptar una política de gobierno de la iglesia en cada localidad de manera autónoma, distanciándose de la Iglesia Anglicana Inglesa, considerada por ellos corrupta. Hasta el siglo xviii a las costas del nordeste americano llegaban oleadas europeas, por lo general emigrantes de cultura sajona y disidentes de los anglicanos: cuáqueros, presbiterianos, bautistas, metodistas...; los evangélicos en estos territorios de Norteamérica impulsaron el llamado “Gran Despertar”, un movimiento religioso que potenció el surgimiento de otras religiones, como los adventistas, los mormones o los testigos de Jehová, en el siglo xix. Entre los principios del congregacionalismo religioso estaba la obligación de que las iglesias trabajaran en conjunto, generalmente bajo la conducción de un carismático líder predestinado. La predestinación fue una categoría fundamental de la teología cristiana que en América del Norte tomó gran fuerza; su principal enseñanza radicaba en que el eterno destino de una persona venía predeterminado por la inalterable ley de Dios. No es difícil suponer que una población con esa ideología, cuando tuviera nación, también la consideraría predestinada a regir los destinos no solo de América, sino del mundo.
Tres meses después del 4 de julio de 1776, día de la proclamación de la independencia de las que hasta ese momento eran trece colonias británicas, cuando todavía estaban candentes las discusiones sobre los límites de la autoridad federal en relación con la de los gobernadores de cada estado, y se debatía sobre la necesidad de prolongar o regular la esclavitud con sus respectivos derechos y deberes entre el esclavista y el esclavo, aún no tenía nombre la nueva nación que emergía en la zona este de la América del Norte. Los “padres fundadores”, quienes habían convocado a dos “Congresos Continentales” ?en realidad, una asamblea de delegados de estas excolonias británicas norteamericanas?, encabezados por el comandante en jefe del ejército que combatió a las tropas coloniales inglesas, George Washington, y por el político, filósofo y hombre de la Ilustración Thomas Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia, bautizaron y aprobaron el nombre del nuevo país que estaban fundando: Estados Unidos de América. Sin embargo, aquellos territorios no llegaban al 5% de América, una masa continental con 42 millones de kilómetros cuadrados de superficie extendido desde el círculo polar ártico hasta el antártico, bautizada así desde 1507 en honor al navegante italiano Amerigo Vespucci. La estrategia de unidad y federalismo, concebida por el gran arquitecto de la nación estadounidense, Jefferson, resultó muy acertada para iniciar la expansión del territorio e intentar lograr los propósitos últimos del dominio total de América, una descomunal fuerza con suficiente flexibilidad para cada región conquistada. El 17 de septiembre de 1787, los independentistas firmaron la Constitución para “formar una unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, atender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros mismos y para la posteridad […] [del] pueblo de los Estados Unidos de América”; por supuesto, de ese “pueblo” no formaban parte ni la población autóctona indígena ni los negros. Después de la independencia norteamericana, la constitución protegía la unidad en un país con leyes para ese pueblo que excluía a indígenas y negros, por lo que el nacimiento de esa nación comenzaba con una injusta exclusión y una segregación singular bajo estrictas normas legales. Por la otra parte del continente, la revolución de independencia hispanoamericana no consiguió ni siquiera la unidad del federalismo, y en más de una ocasión se manejó la idea de solicitar un príncipe europeo para conducir los destinos de los países independizados de España, pues la metrópoli había inculcado un histórico complejo de inferioridad a sus súbditos americanos; en las proclamaciones legales de los diferentes países, aunque todavía lejos de la igualdad para todos, se tuvo una noción de “pueblo” más inclusiva, pues resultaba imposible no tenerla después del enorme mestizaje alcanzado y de la participación de indios, negros, zambos y demás mestizos en las guerras contra España. De esta manera, se formaban unos estados unidos del norte en una sociedad estructuralmente segregada y otros estados desunidos y apenas sin contacto entre ellos al sur, pero con un mestizaje que impidió la segregación total.
En los respectivos orígenes fundacionales de estas regiones contaron también las diferencias en la conciencia jurídica de sus respectivos pueblos; la cultura sajona, con un sistema relativamente sencillo de leyes cumplibles que se enriquecía ante una realidad cada vez más compleja con el agregado de las “Enmiendas”; y los estados de habla latina, carentes de legalidad efectiva y herederos de millones de ordenanzas inútiles, pero sin que eso preocupara mucho al caudillo de turno, porque en esos territorios las leyes “se acatan pero no se cumplen”. Mientras que en los próceres de la emancipación de América Latina y el Caribe español había consenso para eliminar la esclavitud, pues los mismos criollos que reclamaban libertad estuvieron de acuerdo en abolirla, los “padres fundadores” norteamericanos, generalmente nobles esclavistas o con vínculos estrechos con el trabajo esclavo, no renunciaron a la base de la prosperidad que estaban logrando para impulsar la Revolución Industrial en aquellos territorios. Las transformaciones en América Latina y el Caribe fueron emancipadoras ?aunque todavía limitadas por el concepto del estado-nación capitalista?, pero el respeto a la ley era una quimera; en el nuevo país norteño, se limitaron a desatar las manos de las clases ricas que estuvieron ligadas a la metrópoli, mas sin cancelar el trabajo esclavo, según la lógica de Simón Bolívar ?en carta a su amigo Guillermo White en 1820? “siguiendo su conducta aritmética de negocios”, pues nadie estaba dispuesto a renunciar a una parte considerable de la base productiva de la nación. En los Estados Unidos no solo se mantuvo la esclavitud legalmente hasta 1810, sino que hubo que esperar hasta 1865, cuando finalizó la Guerra Civil, para que verdaderamente se alcanzara su abolición, proclamada por Abraham Lincoln después de anunciar públicamente su apoyo al derecho limitado del sufragio para los negros de Luisiana, aunque eso no evitara que durante mucho tiempo después se mantuvieran condiciones semiesclavas para un ejército de trabajadores negros atados a un mísero jornal.
Los esclavistas norteamericanos no solamente usaron los esclavos como fuerza de trabajo para ellos, sino como parte de su comercio triangular entre África y otras regiones de América: eran “bienes y servicios” del mercado. Recientemente se ha revelado la importancia de la exportación de esclavos nacidos en Estados Unidos, y de sus “criaderos” como centros “mercantiles” para la facturación hacia varios territorios americanos; a la vez, la nación era exportadora de maquinarias y productos industriales como resultado de los beneficios de la Revolución Industrial; una actividad mercantil no excluía a la otra. En los virreinatos y capitanías españoles de América Latina, cuyos esclavos domésticos y de hacienda se mezclaron generalmente con los criollos en la lucha contra la dominación de España y se acompañaron en la fundación de sus respectivas repúblicas, el racismo y la opresión tomaron formas disimuladas y menos evidentes. Esa perspectiva se mantiene hasta hoy, aunque haya pasado mucho tiempo, a pesar de las acciones legales norteamericanas, de la ya larga lucha por los derechos civiles, de los cosméticos publicitarios para mostrar un rostro amable hacia los negros y hasta de exhibir a un presidente “afrodescendiente”; sobran estadísticas de negros pobres y discriminados, asesinados y reprimidos brutalmente por la Policía, marginados laboralmente, con mayoría en las cárceles. Por otra parte, a pesar de que se invisibiliza más el racismo latinoamericano y caribeño, tampoco nadie puede afirmar que ha desaparecido, a pesar de que en la actualidad existe un esfuerzo mayor de la sociedad civil y la voluntad política en varios gobiernos por liquidarlo.
Los padres fundadores de Estados Unidos y los libertadores de América Latina y el Caribe tuvieron también diferentes experiencias y desenlaces en sus vidas, y en sus liderazgos. Washington, quien nunca alcanzó una sólida formación intelectual, comenzó a ganar méritos militares en el ejército que apoyaba al Imperio Británico contra Francia durante la Guerra Franco-Indígena (1754-1763), como parte de la Guerra de los Siete Años, un conflicto armado entre potencias europeas con frentes en diversas zonas del mundo; combatió a los ingleses y contribuyó a derrotarlos con el célebre cruce el río Delaware; sin embargo, cuando llegó al poder disolvió su ejército, renunció a su mando de comandante en jefe y se dedicó a sus propiedades en Virginia; en las elecciones de 1789 fue elegido unánimemente presidente de Estados Unidos y como primer mandatario proclamó la neutralidad, consiguió la paz con sus vecinos, demostró ser un hábil administrador, estableció el crédito nacional y una fuerte banca, contribuyó al poder económico y a brindar confianza a las potencias para conseguir el progreso; todavía ganó mayor estimación al lograr un sistema fiscal eficaz para pagar la deuda nacional y fue famosa su renuncia a un tercer mandato para retirarse y morir en 1799, rico y en la gloria. Jefferson murió a los 83 años, a causa de una serie de complicaciones de salud, después de un alto reconocimiento en vida. Alexander Hamilton, otro de los padres fundadores de la nación norteamericana, organizó el primer banco en Estados Unidos, protegió la industria y desarrolló la agricultura subordinándola al comercio; murió en un duelo, típica posibilidad de la época, pero con todos los honores de la sociedad. Sin embargo, conocemos que, aunque también fuera nombrado El Libertador por sus compatriotas en su época más gloriosa, Bolívar quedó después olvidado y se llamó a sí mismo “el hombre de las dificultades”, en carta a Francisco de Paula Santander en 1825; descendiente de nobles y militares, ganó numerosas batallas en diversos lugares de América del Sur e intentó construir una confederación de naciones que nunca pudo lograr; fue el primer presidente de la Gran Colombia en 1819, dos veces de Venezuela, en 1813 y 1819, y presidente de Colombia, en 1827; aclamado como libertador de Bolivia en 1825, fue denominado también dictador de Guayaquil en 1822 y dictador de Perú en 1824; no obstante, sus últimos años de vida los pasó olvidado, sometido a críticas por muchos generales, y murió en la más absoluta soledad y pobreza en 1830. Cinco meses antes, Antonio José de Sucre, uno de los más brillantes próceres de la independencia hispanoamericana, quien acompañó a Bolívar en algunas batallas y se había convertido en el sucesor de su pensamiento y acción, fue asesinado a los 35 años de edad. José de San Martín, el otro gran prócer de la libertad en América del Sur, después de realizar enormes hazañas militares como el cruce de los Andes, al retirarse y volver a Buenos Aires fue acusado de conspirador en la guerra entre federales y unitarios, y tuvo que marchar al exilio para morir en París. Estas diferencias gravitaron ineludiblemente en el futuro de las respectivas tierras liberadas de la opresión europea: mientras en Estados Unidos predominó el reconocimiento a los padres fundadores, en América Latina prevaleció el parricidio.
Continuará...
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