Esta es la escuela al campo


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Esta es la escuela al campo

Nadie podrá negar que fue la gran experiencia de su vida adolescente. Para muchos fue el primer acto de emancipación, aunque hoy le llamen empoderamiento, de romper las cadenas de dependencia paternal. Para otros ese desarraigo pudo haber sido traumático en sus comienzos, pero a la luz de los años les preparó para el futuro.

La escuela al campo, esos cuarenta y cinco días que nos cambiaron,  son parte de la historia de vida que nos diferencia de nuestros hijos y en alguna medida de nuestros padres. Sí; porque hubo padres que fueron por partida doble a la escuela al campo. En una oportunidad como alumnos y en la segunda vuelta como padres; y en esa función repitieron los mismos vicios y errores que sus mayores, e incluso llegaron a privar a sus hijos de ese placer de “independencia con relajo” que vivieron ellos en su momento.

Todo comenzaba con la reunión de padres en la que se anunciaba la fecha en que la escuela debía ir a hacer su aporte a la agricultura, el lugar donde estaba ubicado el campamento –que en el caso de las escuelas secundarias era en los municipios de la antigua provincia La Habana; mientras que a los estudiantes de pre universitario les tocaba por ucase Pinar del Río—y algunas otras interioridades de mayor o menor peso. A los pocos días comenzaba la entrega de la ropa de trabajo. El módulo casi siempre era el mismo: una camisa y un pantalón y un par de botas marca Centauro y un sombrero de guano, hubo momentos en que dieron unos tenis conocidos como “cortebajo” que nada envidiaban a los hoy hiper caros de la marca Converse en calidad y dureza.

Después se informaba la distribución de los campamentos por años lectivos y se dejaba abierta la puerta a los “traslados” de alumnos por dos causas fundamentales: vínculos familiares y “disciplina”; esta última era uno de los placeres que más disfrutaban los directivos de la escuela, llegaban a tener bajo su mando directo a “la crem de la crem de la disciplina escolar” en un curso de “estar más recto que una vela”, que muchos no lograban aprobar. El tema de los vínculos hacía referencia a hermanos que cursaban años distintos o de primos en situación similar. Había sus excepciones que se dejaban para las parejitas de años distintos y algún etc. a discreción de los directores de escuelas.

En las casas comenzaba la odisea de la preparación para esa tarea y que movilizaba a toda la familia. Había que conseguir una maleta de madera y su consiguiente candado; un candado que garantizara tanto hermetismo como una caja fuerte propia de un banco. Las madres, líderes naturales de ese proceso organizativo, desplegaban sus redes de contacto y encontraban paquetes de galletas, cantidades ingentes de pan para hacer tostadas y revisaban los armarios caseros y familiares en busca de ropa apropiada para el tema de trabajar la tierra.

Al menos una semana antes de la partida muchas de ellas ya tenían organizadas las maletas, pero por si las dudas repasaban sus listas de detalles cada día para evitar olvidos previsibles. Pero una maleta de escuela al campo no estaba completa sin dos alimentos fundamentales: un paquete de gofio y una o dos latas de “fanguito”. Los salvavidas necesarios para paliar el supuesto hambre que estábamos a punto de pasar lejos de los mimos maternos.

Hubo señoras que se aventuraron a organizar dos módulos de equipajes: uno para la ropa y otro para las vituallas. Por último, llegaba el momento de rotular o identificar las maletas.

El día de la partida era toda una locura.

Primero era el despliegue de las familias en las áreas exteriores de la escuela, lo que podía provocar perfectamente un desvío del tránsito en la zona. Las maletas se organizaban por campamentos, pero para evitar confusiones o extravíos las madres obligaban a los padres a darle total seguimiento –fue la versión cubana del GPS—hasta que eran montadas en el camión correcto.

Paralelo a ello las madres consolaban a sus hijos y se aferraban a  ellos como el náufrago a su tabla; mientras que en alguna esquina las parejitas se despedían con mimos y alguna lágrima ocasional. Y una vez anunciada la salida de las guaguas las despedidas acentuaban el drama. Vi a madres correr junto a la guagua en que sus hijos viajaban cerca de cien metros; muy al estilo de esa imagen del corto “El parque de Palatino” que transmite la tv cuando anuncia el espacio Historia del cine.

Hubo casos de padres que en sus autos llegaron a los campamentos antes que los transportes oficiales y se dedicaron a la tarea de fiscalizar el estado de las literas, la limpieza de las letrinas, la disposición de las mesas del comedor y hasta calcular el largo de los surcos en que debían trabajar sus hijos esos días. Aquellos “primeros adelantados” eran los guías del resto de sus pares cuando llegaba la visita dominical.

Uno de los recuerdos más nítidos de mi primera escuela al campo fue aprender la canción lema del campamento, cuya letra es toda una crónica del sarcasmo. Aquello que, a voz baja por supuesto y lejos del oído de los profesores, en coro angelical se cantaba: Que bonito el campamento/…laran…laran… (bis)/visto desde un aeroplano/(bis)… pero que bonito fuera si una plaga le cayera y lo dejara todo plano… (bis)… y así seguía el texto mientras algún avezado poeta incorporaba sus versos…

También estaban las canciones que las muchachas cantaban como aquella que en una de sus estrofas mencionaba a “…el coco…” y que para nada aportaba al texto cantado. Pero el deleite era cuando al subirse a las carretas aquellos coros femeninos interpretaban las canciones de moda.

El tema de trabajar en el campo era bastante complicado para muchos (me cuento entre ellos). primero era la organización de las brigadas, que casi siempre correspondían a los integrantes del mismo grupo lectivo, había brigadas de hembras y varones con el mismo número, y casi siempre su jefe era un alumno destacado o de probado liderazgo. Y estas brigadas eran comandadas por un profesor o profesora que servía de enlace entre los alumnos y los guías de campo.

La cosa se ponía buena una vez que llegaba el primer día de trabajo. Estaban las normas a cumplir, que muchas veces considerábamos exageradas, pero había siempre quien lograba cumplirlas y sobrecumplirlas; y el momento de violentar la disciplina y salir a buscar una turbina para “darse un chapuzón” en el momento que decretaban el “receso para merendar”. Gran momento ese.

Recuerdo a muchos que cargaban con pomos de refrescos o jugos –botella CAME o sábado corto--, paquetes de galletas y hasta alguno que atesoraba para ese momento el pan del desayuno. Otros, simplemente se dedicaban a buscar frutas y casi siempre lo conseguían.

Y así días tras días, por casi cuarenta y tres días hasta el momento del regreso, en que se habían hecho nuevos amigos, se había gastado un tubo de pasta dental en maldades y hasta una novia o novio se contaba como trofeo de la aventura.

Ese fue el comienzo de muchas de nuestras leyendas personales, de amistades duraderas; lo mismo que futuros matrimonios; y de entender que en futuro seríamos independientes. Bueno una independencia relativa que se defendería a capa y espada ante las imposiciones o consejos maternos.

A fin de cuentas, durante seis semanas habíamos roto la crisálida. Comenzábamos a pensar, vivir y actuar como futuros adultos.

 

 


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