En torno a “Las cuatro esquinas del mundo esférico”


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‘‘No hay nada permanente, excepto el cambio’’

Heráclito

 

En “Las cuatro esquinas del mundo esférico”, título de la exposición del joven artista francés Martin Faure que hasta el 13 de septiembre próximo se exhibe en la habanera galería de la Alianza Francesa del Palacio de Prado y Trocadero, tal vez en la cuadratura del universo que allí se anuncia, sea condición mirar para ver en-fragmentos. Como para tener la impresión de que la realidad es en esencia ilimitada y el conocimiento que en ella se graba, no tiene fin. De donde se infiere que todos los límites, todas las ideas unificadoras han de ser engañosas, exageradas o, en el mejor de los casos, provisorias. Los antiguos hebreos creían que la tierra era plana, no una esfera como la conocemos hoy. Al ser plana, pensaron que se había acabado en algún lugar al otro lado del horizonte y los bordes estaban en cuatro esquinas. Quizás coincidente con los cuatro puntos cardinales, los mismos que han cifrado las visiones de Martin al recordarnos cuán importante es emprender transacciones generosas con la Naturaleza a favor de ganar tiempo y negociar la perdurabilidad nuestra como especie en la tierra.

Tal vez con el número cuatro (que simboliza al cuadrado) que se encuentra en todo nuestro alrededor, aun no siendo apreciable a simple vista, Faure quiere metaforizar su propia trinidad cósmica y deseos de mundo. Quizás con su invitación a mirar en-fragmentos, de la realidad a la luz, de lo onírico a lo real, de la ilusión a la convicción, sus premisas unificadoras tienen la ventaja innegable de dar contorno y forma también a nuestras vivencias y aprehensiones (escarmientos, deseos, experiencias, desafíos. Para A.E. Bergman, las telas de Martin Faure desarrollan la hipótesis de una mirada heterotópica sobre fragmentos de la realidad, donde personajes y objetos sin relación aparente cohabitan en un mismo paisaje escenificado.

Nacido en 1991, Martin Faure creció en París. Egresa en 2016 de la Escuela de Bellas Artes de la capital francesa. En 2018 se instala en La Habana por unos meses, cursa estudios en el ISA y, de la inmersión profunda en nuestros paisajes y luces, su concepción del mundo, y obra creativa se transformarían ostensiblemente. Después de vivir entre Londres y París, se vuelve nómada en residencias artísticas y transita en un velero alrededor del mundo durante dos años. Sus pinturas reflejan entonces el estudio antropológico, crítico y literario; cuestiona el gesto del pintor en el campo simbólico de la figuración. La rica porosidad de los mestizajes culturales y espirituales constituye la piedra angular de su compromiso. Desde 2022, es representado por la emergente galería Darmo, en París.

Martin dirige con detención su mirada hacia Asia Central y América Latina. Retorna regularmente a Cuba, explorando las conexiones y equilibrios de sus singulares obras con la herencia europea que también lo habita. Y en esta investigación, parecería que la pregunta G. De Chirico: “¿Qué pintar, sino el enigma?”, se ajusta a su noción contemporánea de transformar la situación esencial a sus ojos para reinventar nuevos vocabularios.

Ellas, las imágenes colgadas en las paredes de la galería, en su contenido, color, textura, enfoque y desenfoque son, al fin y al cabo, reinvención celebrante de la vida. Registro de lo aparente, del detalle, del cambio; siendo un fragmento: un vislumbre. Gamas de atmósferas inquietantes, una cierta idea del motivo que se escurre, del ritmo, así como del “lenguaje pintado”: la presencia de un velo o, más recientemente, de un espejo, le permiten, entre otras cosas, asociar diferentes ideas en un mismo espacio pictórico. Y aquí, tras el ingenio del artista, vemos cómo acopiar reflejos, fragmentos, destellos, ilusiones y presagios. Entonces, como en el suceder cotidiano, más allá de lo pautado, de lo azaroso, de lo descubierto y lo cubierto, parecería que en “Las cuatro esquinas del mundo “esférico”, en el aquí y el allá del enmarque “el cuadrado” (alusión simbólica de lo terreno), Martín Faure recorre los jardines pintados en busca de un horizonte. La contemplación como fuente de estudio y comprensión. Y, parafraseando a Michel Foucault: el jardín es una suerte de tapiz donde el mundo entero llega para alcanzar su perfección simbólica, mientras que el tapiz es una especie de jardín móvil a través del espacio. Suerte de viaje eternal con breves estaciones pausadas sobre el ancho muro blanco del Palacio que ahora apaciblemente acoge a la muestra. Quizás aquí, en los cuatro puntos de este espacio y a través de la aventura de sentir lo que en él se encierra, certificamos que “no hay nada permanente, excepto el cambio’’.


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