Dicen que “la venganza es dulce”.
En tal materia, mal puede dictaminar este infeliz emborronacuartillas, dada su condición de gente poco rencorosa.
Pero ahí está la frase: “dulce es la venganza”. Y habría que agregar: “a veces”. Porque, como prueba nuestra muy verídica anécdota de hoy, puede ser que el vengador lo que experimente en los labios sea un gusto a acíbar.
Para conocer el suceso que nos inspira estas reflexiones, hemos de mover las coordenadas de la imaginación hasta la villa de Santa Clara, en la cintura de Cuba, cuando transcurrían remotos tiempos coloniales.
Aficionado a revolver papelería vetusta y amarillenta, este chupatintas tuvo la fortuna de encontrar la vieja historia de la estampa de hoy.
El cronista del original, a quien seguiré palabra por palabra, aseguró que los nombres de los personajes protagónicos no fueron recogidos por la memoria popular.
Baste decir que hubo una afrenta. ¿Cuestión de faldas? ¿Mala pasada en asuntos financieros? ¿Maltrato de obra o de palabra? Tampoco en esto se pronuncia la apolillada crónica.
Lo que sí subraya la tradición popular es el ánimo del ofendido de tomar venganza, fuera cual fuera el precio a pagar por ella. Y, aunque exteriormente pareciese el mismo hombre, aunque atendiera sus negocios habituales y siguiese su rutina de siempre, entre ceja y ceja sólo albergaba su enfermiza sed de muerte.
Ya veremos, más adelante, cómo transcurrió este asunto, sucedido en el que llamamos tiempo´España.
Los preparativos
Es un asunto contra el cual tuvieron que batirse el analítico Sherlock Holmes, el cerebral Hércules Poirot, el violento Sam Spade. Claro está que hablo del crimen perfecto, ése que permite al asesino seguir viviendo una tranquila existencia sin purgar su culpa en el patíbulo o la celda. Y en la historia que les trasladamos desde una vieja crónica santaclareña, es ése el tema central y único.
Todo lo había calculado el vengador para lograr su impunidad y el buen éxito de su empresa. Cierto día, aduciendo razones de negocios, cambió su residencia hacia Santa María del Puerto Príncipe, hoy Camagüey. Mientras, en Santa Clara permanecía su futura víctima.
Aclaremos que en aquellos remotos tiempos un viaje entre las dos villas no era, como hoy, cuestión de unas pocas horas. Las comunicaciones de la época imponían que la ida y la vuelta sumasen, en circunstancias normales, más de una semana a caballo.
Y sobre este detalle giraba todo el plan del crimen perfecto.
El futuro asesino, que no carecía de medios económicos, echó a rodar su plata, para que el proyecto funcionase con la regularidad de una aceitada maquinaria de relojería.
Varios cómplices, a él aliados por el atractivo tintinear de las monedas, le tendrían preparadas, de trecho en trecho, cabalgaduras frescas y veloces que iban a posibilitar la ida y el regreso en un tiempo que se catalogaba de imposible en aquella época.
Mientras tanto, la víctima seguía en la colonial Santa Clara su rutinaria existencia, sin sospechar que moriría de mala muerte.
Los hechos
Cuenta la vieja crónica que el vengador salió a las diez de la noche de Camagüey, a revientacaballos y cambiando de cabalgadura en los puntos convenidos. Haciendo el camino al galope, en menos de tres días se puso en Santa Clara. Su plan salía a pedir de boca, pues iba a estar de regreso en una fecha que lo descartaría como sospechoso. El tiempo era su aliado.
El rencoroso villaclareño entró a su ciudad vestido con un largo capote. Hasta la lluvia parecía estar de su lado. El chaparrón justificaba el uso de tal prenda, bajo la cual escondía un arma larga de fuego.
Se dirigió a la calle San Cristóbal, entre las de San José y Sancti Spiritus, y se apostó en un solar yermo, frente a la casa de su rival.
Al poco rato la figura de la víctima, como una silueta perfectamente distinguible, se dibujó en el umbral de la vivienda.
El asesino, sin que le temblara el pulso, se echó el arma a la cara, alineó los órganos de puntería y apretó el gatillo.
Tras la detonación, a través de la leve humareda de la pólvora, distinguió cómo la silueta se derrumbaba.
Y tomando las calles más apartadas se alejó, gozoso de haber perpetrado el primer crimen perfecto de Santa Clara.
Final inesperado
El asesino emprendió el regreso con igual celeridad que la ida. Consumada era la venganza, y no pagaría por su crimen, pues contaba con una coartada impecable. Sus propios vecinos atestiguarían la breve ausencia de cinco días, lapso insuficiente para haber estado en Santa Clara.
Ah, pero como dice el proverbio, “el hombre propone y Dios dispone”.
El criminal no tuvo en cuenta que, en los alrededores de la ermita del Buen Viaje, la oscuridad reinante escondía un pozo sin brocal, escondido en la yerba en un lugar por donde el jinete acortaba camino.
Al día siguiente, algunos vecinos escucharon una voz pidiendo auxilio. Y extrajeron al frustrado asesino perfecto de las profundidades.
Años después, en una fonda situada donde más tarde se construyó el hotel Santa Clara, se podía visitar un museo de cera. Entre las figuras, la de un hombre vestido de largo capote bajo el cual asomaba la boca de un fusil.
Era aquel anónimo asesino, a quien no le supo dulce la venganza, sino que de ella recibió el amarguísimo sabor del acíbar.
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