En el tronco de un árbol… la cultura


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Mi primer recuerdo de eso que llamamos cultura se remonta al momento de mi vida en que tomé conciencia de cuál era mi origen. Debía tener unos seis años y mis abuelos maternos me llevaron junto a mis primos a una visita poco inusual. Por norma general la compañía de los abuelos se reducía a dos momentos claves: las comidas dominicales, que incluía los días festivos; y las vacaciones.

Éramos unas quince personas en  total, los que integrábamos la procesión familiar completada por los hermanos de mi madre y dos tíos abuelos de esos que saben consentir sin dejar de imponer respeto. Toda la comitiva vestía sus mejores galas, a pesar de no ser domingo.

Visitaríamos al bisabuelo Ramón, llamado Mongo por todos, y a quien solo conocía por referencias, que cumplía cien años. El viaje fue mi primera visita al poblado del Mariel y aún guardo en mi memoria el fuerte olor a mar que percibí a mi llegada.

El “abuelito Mongo” estaba sentado en un taburete en una esquina del portal de su casa, que era un bohío con piso de cemento en las afueras del poblado. Me parece estarlo viendo. Un negro alto, de manos huesudas y vestido con una guayabera blanca con las mangas dobladas a la altura de los codos, la cabeza cubierta por un sombrero de yarey con el ala doblada y en el medio de la misma una insignia. Y que hasta hoy no he podido olvidar: aquel hombre, cuyos ojos anunciaban un amplio aro azul blanquecino, poseía una fuerza en las manos que impresionaba.

Sin saberlo estaba sentado ante un capitán del Ejército Libertador que había combatido a las órdenes del General Mayía Rodríguez. Eso representaba la insignia que lucía en su sombrero. Yo, que recién había descubierto a los mambises, que había escuchado la historia del rescate de Sanguily, que había celebrado mi fiesta de cumpleaños disfrazado de mambí; estaba alucinando. Había un mambí en mi familia y nadie me lo había dicho antes. Pero a los seis años, incluso si hubiera tenido diez, no entendía la importancia de aquel hombre en mi vida futura.

El viejo “Mongo”; que era hijo de esclavos, había nacido cinco años después de comenzada la guerra del 68;  tenía 22 años y ya había perdido dos hijos cuando se unió a las tropas del general Mayía Rodríguez en 1896. Después de la guerra tuvo otros diez hijos más, entre ellos mi abuelo, y los mantuvo a todos con oficios diversos como carretonero, cuidador de horno de carbón, carpintero entre otros tantos. Civismo, honestidad y decencia. Esa eran sus frases preferidas y mi abuelo las repetía constantemente. Un hombre que era mambí y cubano por encima de todas las cosas.

Recuerdo de abuelas voceras de la obra martiana

Mis abuelas, como todas las abuelas eran mujeres únicas. Eran abuelas de esas que han quedado solo para las historias televisivas y las leyendas. Eran expertas en hacer dulces caseros. Zurcían las medias de todos usando un bombillo y siempre tenían una sonrisa a flor de piel, con ella ocultaban sus dolores y las penas.

Ellas cantaban danzones, boleros y se sentaban en su sillón a la espera de que alguno de sus nietos le consintieran, sobre todo peinando sus canas. También se ocupaban de la crianza de los nietos, sobre todo cuando llegaban las vacaciones. Pero su día más feliz era el domingo cuando todos sus hijos y sus descendientes –es decir nosotros los nietos, malcriados y dispuestos a disputarnos sus favores—se reunían para la comida familiar. Entonces su satisfacción era infinita.

Mis abuelas fueron las primeras voceras de la obra martiana que recuerdo. Nos obligaban a recitar Los zapatitos de rosa a modo de castigo; cantaban el tema El mambí como canción de cuna, aunque su preferida era La cleptómana y su bocadillo transgresor que entonaban a toda voz “… se hizo mi camarada para cosas secretas/cosas que solo saben mujeres y poetas…”

Ellas, en su afán de formarnos no escatimaron esfuerzo en que aprendiéramos algunos de los Versos Sencillos de Martí. Con voz susurrante exclamaban tener “…más que el leopardo…”; o alzaban la mirada al recitar aquello  “…de morir de cara al sol…”; pero su frenesí, y el mío llegaba al escucharle decir y pedir “…tener en su tumba un ramo de flores y una bandera…”

No podía pedir más. Bueno, había mucho más. Era obligado leer ante ella cada domingo antes de sentarse a la mesa y rendir el parte de las notas escolares. El de mayor puntaje de todos nosotros era premiado con un plato del dulce del día que superaba lo dispuesto para el resto.

Mis abuelas leían el periódico en las tardes, la revista Bohemia siempre que tuvieran tiempo y estaban pendientes de las novelas radiales todo el día. Con esas herramientas habían desarrollado un sentido de pertenencia a la familia, a su universo cotidiano y a ellas mismas del que dependíamos todos.

Sangre mambisa y esclava

Regresé a Mariel cinco años después. El bisabuelo Mongo había decidido morirse, si él tomó esa decisión y se lo comunicó a sus hijos dos días antes, y cumplió su palabra. Era mi primer funeral en una casa, como siempre se hacía en el campo. Lo que más me llamó la atención fue que su cuerpo no estaba en un sarcófago. Estaba tendido en la cama y vestía su uniforme del Ejército libertados que no escondía el paso del tiempo, con sus charreteras de oficial del mismo y cruzándole el pecho estaba su machete. A sus pies, sin tocar el piso, una bandera cubana.

Faltando minutos para que se llevaran el cuerpo toda la familia se reunió en el cuarto para dar el último adiós a Mongo. El silencio fue interrumpido por una voz, que después supe que era de mi tía Flora, que cantaba su canción preferida: el himno del ejército libertador. Todos, excepto yo y mis primos, lo cantaban y si no me falla la memoria hubo quien le brindó un saludo militar.

Ahora, a la altura de mis once años tomaba conciencia de que tenía sangre mambisa y esclava de una parte. Mi siguiente propuesta era  saber quién había sido el viejo Mongo más allá de verle dos veces en la vida.

Buscando respuestas cruce por vez primera las puertas del Hogar de Veteranos del Ejercito Libertador; o como me dijera mi abuela al acompañarme en esa primera visita: “…bienvenido al único campamento mambí que aún funciona…”

No encontré  todas las respuestas que buscaba. Solo hombres que rumiaban sus leyendas una y otra vez. Que repetían los mismos nombres una y otra vez y que se saludaban respetando sus grados militares, a pesar de que ya no eran entendibles sus palabras.

Entonces fui más allá. Leí todo lo que pude y tuve en mis manos sobre la guerra de independencia, acerca de sus generales. Entendí a muchos de aquellos hombres y les perdoné sus pecados humanos y admire su valor y entereza.

Cultura era y es la sabiduría de todos

Bienvenido a la cultura cubana. Con esa frase me sumergí en un mundo del que no he regresado, que me sigue cautivando.

Devoré toda la obra martiana, sobre todo su poesía, y las recitaba al unísono con el recuerdo de mis abuelas. Regalé a mis hijos esos mismos libros y aún conservo los que tomé prestados de casa de un amigo de la infancia.

Descubrí que la cultura era más que leer muchos libros, poder decir frases aprendidas al dedillo y asumir poses distintivas ante quien no entiende o reconoce al autor de la frase.

Cultura era y es la sabiduría de todos, la conjunción de ideas y el respeto a esos que nos abrieron las puertas del saber. Es la decencia, el civismo y la honestidad que pregonaba el viejo Mongo. Es también el sabor de la comida de domingo que hacían las abuelas.

Tal vez estas cosas aprendidas en mi infancia hoy sean, para muchos, frases vacías o remedos del pasado. No importa. Están en el árbol de la nación, en el tronco personal de cada uno de nosotros; en ese donde grabamos nuestros nombres henchidos de placer… como cantaban las abuelas mientras servían una humeante taza de boniatillo cada domingo. Son cosas a las que nos debemos y que nos harán mejores cada día, o simplemente parecidos a ellos cuando lleguemos a su condición.

 


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