Una de las primeras cosas que hubieron de enseñarme mis mayores era el carácter temporal de la existencia y se resumía en una frase “…muchos quedan en el camino…”; tal definición se hacía acompañar de otra no menos recurrente y que era una suerte de blasón en el nunca definido escudo familiar “…por los vivos todos… los muertos quedan en el recuerdo…”
Mi primer encuentro cercano con la muerte se remite a esa etapa de tránsito de la infancia a la adolescencia y que fue el anuncio de la posibilidad de diezmo de nuestro heterogéneo grupo de chiquillos y chiquillas que habitábamos en nuestro barrio. Se llamaba Marlén y todo indicaba que en un futuro no muy lejano sería la que nos habría de robar los primeros sueños románticos. Lo cierto es que fue la primera vez que toda nuestra “pandilla” lloró desconsolada y aquel acontecimiento marcó de alguna forma nuestro futuro al mostrar que el acto de morir podía ocurrir en cualquier momento o circunstancia.
Por ese entonces la definición de luto –aún no entendía las implicaciones sicológicas y culturales del término duelo—para nuestra generación se resumía en cosas tan recurrentes como no poner música o escuchar la radio y ver la televisión con el mínimo de volumen o tener las ventanas cerradas. No olvido la mirada circunspecta de los vecinos o las palmadas en el hombro mientras se repetía una y otra vez aquello de lo “…acompaño en su novedad…”.
El acto de morir algún conocido, siempre lo comencé a ver como una amenaza a mi propia existencia. Fue entonces que aprendí de memoria el poema de Rubén Martínez Villena “Canción del sainete póstumo” y lo vinculé con mis primeros fracasos amorosos; solo que ingenuamente no calculaba la trascendencia de esa muerte en versos; que no era otra que la visión del poeta de sus propias penas de amor. Un amor que en el fondo era tan adúltero como el de Federico García Lorca y su Casada infiel; o el de otros poetas que se escudaron en la muerte para revelar y contar sus penas de amor.
De aquel dolor que me pretendía infligir –morir por amor a lo Romeo y Julieta— logré salir a golpe de otras lecturas, y fue mi padre quien me ayudo a entender que había otras visiones de poetas que amaban y no necesariamente la muerte era el final, que estaban más allá del romanticismo y la cursilería de algunas lecturas en las que me había embarcado.
Fue en ese mismo instante que comenzaron a llegar “mis propios difuntos”.
Un buen día mis abuelas no estaban y solo me quedaba el sabor de sus dulces caseros, aquellas frases alegres o los regaños con que intentaban domar mi vanidad de niño inquieto; regaños siempre acompañados de la amenaza de un cocotazo que nunca se concretó.
Sus ausencias provocaron lágrimas en toda la familia y fue el primer atisbo de que las cosas no serían como antes.
Después toco el turno a los abuelos. Con ellos comenzó a desaparecer aquella protección “social” de que había disfrutado en ciertos círculos –el de sus hermanos y ecobios— por vez primera me enfrenté a nuevos derroteros. Pero conservaba en la memoria sus enseñanzas y ese placer de recorrer la ciudad buscando un refugio que nunca aparecería.
La ausencia de ellos fue el anuncio de que la familia estaba por cambiar. Se fragmentaria y se convertiría en muchas familias, como otras tantas, a las que solo les unen determinados lazos que el tiempo se encargará de romper.
Ese lazo de unión son los tíos. Y los tíos un día morirán y nosotros los primos trataremos de aferrarnos a una tabla llamada memoria y que nadie sabe si habrá de sobrevivirnos. Y así será el ciclo de la vida.
Un día tocó el turno a mis padres. Antes habían partido muchos amigos cercanos de ellos que siempre estaban cerca de nuestras vidas. Se repetía el ciclo inacabado del comienzo y el fin de todas las familias. La desaparición de nuestros apellidos que un día regresarán en otras personas que ignoran que alguna vez existimos (algo similar pasa en el registro civil).
Muchos quedan en el camino. La frase ha sido parte de las enseñanzas que he tratado de dar a mis hijos. Aún ellos no han sentido el rigor de la muerte. Esa que va más allá de la extinción de los abuelos que duele, pero es el ciclo natural. Sus contemporáneos están ahí, intactos; incluso aunque se hayan alejado físicamente; aunque ya no compartan juegos o saludos fugaces al coincidir en una esquina.
Hoy, me he despertado con todos mis muertos en la cabeza; ignoro de quien es la frase y la asumo como mía; los celebro a cada uno de ellos y me siento orgulloso de esas cosas que dejaron en mí, que son las mismas que habré de legar algún día.
Yo solo les debo una lágrima y aún no estoy preparado para ello.
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