El tiempo que no muere


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En varias oportunidades he destacado la importancia de los llamados estudios regionales, tanto historiográficos como artísticos y literarios. Al referirme a ellos, he establecido diferentes niveles según el alcance, naturaleza y dimensión de los asuntos tratados. Lo cierto es que no solo se puede destacar la existencia de una regionalización de las investigaciones concretas, sino de una historia nacional desde las regiones, incluyendo la habanera.

El fenómeno se presenta complejo, retador y sumamente interesante. A la altura de los días presentes, debido al desarrollo académico, no siempre uniforme y parejo, de los centros educacionales y científicos del país, los múltiples núcleos de especialistas –entiéndase docentes e investigadores– generan un volumen considerable de publicaciones reivindicativas de la sabiduría secular y contemporánea capaz de motivar múltiples polémicas, intercambios de conocimientos y, sobre todo, la indagación continua hacia áreas desconocidas hasta el presente.

La cultura será eterna mientras perduren sus creadores. Los silencios aplastan la memoria y paralizan los entendimientos sobre la continuidad de la creación. No hay algo más nocivo que el quietismo intelectual. No existen los sabios totales ni los monarcas de la palabra, ellos son invenciones de la mediocridad para detener el inevitable paso de los tiempos.

Una historia nacional, sea social, política, militar, económica o cultural, sin identidades específicas y carente de las regularidades de sus escenarios concretos, es irreal y, por tanto, increíble. Una nación no es la suma de sus regiones, ni un mosaico de eventos, ni mucho menos una polisemia de aconteceres.

La patria es concreción de saberes afianzados durante siglos, donde la alteridad es parte inseparable de la reafirmación de los sujetos que defienden ideas y conductas con sus sentidos de pertenencia al país en el que sueñan y construyen sus destinos. Es conciencia de futuro, es fe en la consumación humana de lo que se pretende hacer en el espacio vital donde se vive, para beneficio de las mayorías poblacionales y del sentido común de la sociedad.

También la patria es enriquecimiento continuo de la cultura universal, de la que trasciende a través de valores legítimos capaces de generar raciocinios transformadores despojados de atavismos y bisuterías. Un país con identidad propia es resultado de la correlación entre el pensamiento consecuente y el noble empeño de cristalizar paradigmas, proyectar sueños viables y destruir la agonía del escepticismo. Una nación será siempre la noble pupila de la historia de su pueblo.

Para entenderla se investigan sus misterios. No se puede respirar su presente sin aprehender su memoria. Por eso, los que no la aman tratan de despojarla de su pasado que, inevitablemente, marcha en la forma de vivir de todos los días.

Si las políticas cambian para bien, pueden disminuir los rencores, pero jamás destruirán el recuerdo de la injusticia y la iniquidad. Este resurge para indicar los nuevos caminos a seguir. Pero para ello debe ocupar el lugar merecido en la socialización de los conocimientos. Siempre se debe apostar por la verdad, y develarla en toda su dimensión constituye un ejercicio ético impostergable, si de fortalecer la época actual se trata.

La historiadora santiaguera Aida Liliana Morales Tejeda enseña, en su libro titulado El signo francés en Santiago de Cuba (Editorial Oriente, 2015) –con un excelente prólogo de María Elena Orozco, una de las más connotadas especialistas en la historia cultural–, a no olvidar las intimidades de una época signada por el arte y la literatura franceses. El tema, relativo a los vínculos entre Francia y Cuba, no es inédito; no pocos estudiosos de la historia cubana lo han abordado bajo múltiples aristas, predominando lo ideopolítico sobre otras esferas. En este último sentido, pueden destacarse las contribuciones de Olivia Miranda, Isabel Monal, Hernán Venegas y Eduardo Torres Cuevas. No menos trascendentes resultan los aportes de María del Carmen Barcia, Aisnara Perera, María de los Ángeles Meriño, Gloria García, Olga Portuondo, Verena Stolcke, Rebecca Scott, Fe Iglesias, Alejandro de la Fuente, Rafael Duharte, por solo mencionar algunos, en lo referente a la plantación esclavista, sin olvidar los ilustres precedentes ofrecidos por Julio Le Riverend, Manuel Moreno Fraginals, Juan Pérez de la Riva, Pedro Deschamps, José Luciano Franco y José Antonio Portuondo. Tampoco se pueden omitir, por supuesto, las iluminarias de Jesús Guanche en el terreno etnosociológico, junto al colectivo de especialistas de la Casa del Caribe, así como a Julio César González Pagés y Luisa Campuzano, si de estudios de género se trata.

Tanto la extensa bibliografía como las fuentes archivísticas y orales consultadas por Aida Morales, constituyen aportes relevantes para futuras indagaciones sobre el tema. Lo cierto es que no se está frente a un inventario de fondos, sino de múltiples referencias cuyos contenidos conforman el enjundioso aparato científico de la investigación, devenida en apasionante texto literario.

La autora dialoga éticamente con la creación precedente y contemporánea indicando visiones, pensamientos y aportes históricos concretos facilitadores de una cabal comprensión sobre una cultura más total que parcial, aunque el escenario lo constituya el legendario Santiago de Cuba. Los procesos imbricadores, llámense mutantes, sincréticos o transculturadores continuos, son especificados en el texto, sin omisiones escriturales generadoras de olvidos, nunca perdonables. De esa forma, Morales respeta su aprendizaje del pasado y el presente, y le dice al lector que lo original también radica en la merecida reverencia hacia quienes muestran sus estaturas de creadores a través de la obra perdurable en el tiempo. Ello no implica, por supuesto, carencia alguna de la crítica, ni distanciamiento con la literatura historiográfica, artística y literaria.

Precisamente, la monografía incluye múltiples saberes. El universo es amplio, tal como lo exige la historia cultural. Si bien es cierto que el punto de partida es la magna ilustración de los tiempos dieciochescos y decimonónicos, junto a los controversiales períodos bonapartistas, la historiadora abarca, mediante las evidencias tangibles e intangibles, un largo y productivo proceso de asentamiento y cristalización de valores humanos capaz de marcar la vida de una ciudad desde 1830 hasta 1868, no obstante su permanencia en la historia posterior.

Arquitectura, comercio, vida cotidiana, alimentación, mobiliario, modas y vestuarios, costumbres, lenguaje, asociacionismo y sociabilidad en general, están presentes gracias a la agudeza de una profesional capacitada para penetrar en los rincones de la sociedad.

Esta es mostrada con sus propios movimientos internos. El lector se pasea por calles, comercios, instituciones, viviendas, fondas, restaurantes, tabernas, sedes de revistas y periódicos, talleres artesanales, carpinterías, herrerías y cuantos establecimientos fueron creados por la otrora casi indetenible oleada migratoria francesa. Los amantes de la buena lectura conocerán de los gustos, hábitos y vocabulario, de las artes en general y de una psicología entronizada en las nuevas maneras de sentir la vida construida gracias a la laboriosidad de quienes arribaron a nuestras costas para quedarse como parte inseparable de la espiritualidad insular.

El futuro es prometedor para quien no cesa en su empeño por develar misterios. Es de esperar que en sus nuevas aventuras historiográficas profundice más en los humildes hacedores de la cultura gala o en algunos de sus más notables exponentes. Aida nos acercó al conocimiento de múltiples oficios enraizados en la forma de existir de una ciudad beneficiada por la inmigración francesa, pero nos deja con los deseos de saber más sobre quienes no integraron la élite del poder económico y de la creación artística. El pequeño labrador urbano y rural, los cargadores de ladrillos, los que se confundieron con la gente común, fuesen estos negros o españoles; en fin, los que anduvieron por los caminos del tiempo sin la suerte del privilegio, esperan por sus reflexiones.

Morales nos incita a indagar en la relación que existía entre el poder político cerrado y autocrático, al decir de la historiografía tradicional, y toda esa inmensa masa de inmigrantes franceses que arribaron a Cuba con ansias de construir sólidos horizontes para el porvenir. Entonces, merece la pena preguntarle a la historia si es cierto o no que los muros del dogma pueden destruirse mediante la apertura de nuevos conocimientos.

El libro de Aida Morales es fascinante. A veces se siente el olor de lo que describe, gracias a su escritura detallada y elegante. Desarrolla la imaginación como si se estuviera delante de un espejo. Se comprende, una vez más, que solo la sensibilidad del escritor puede mostrar los silencios de las piedras, la orfebrería y las imágenes con la calidez de la inteligencia humana. La autora hace hablar a los tiempos con la delicadeza de quien mucho ha estudiado las profundidades del pasado desde su nítida creación.

 

 


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