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El Septeto Habanero impuso el Son en La Habana


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En 1920 la música cubana se encontraba en crisis. La penetración de los aires musicales del Norte estaban en su mayor apogeo y nuestros ritmos se batían contra esa poderosa corriente.

El Jazz invadía no solamente a Cuba, sino al mundo. Estaban de modas las orquestas tipo Jazz Band y en los bailes de los grandes salones habaneros solo se bailaban ritmos norteamericanos. Por otra parte, vivía nuestro país la llamada “Danza de los millones” con los altos precios que alcanzaba el azúcar en el mercado mundial, y los hijos de los nuevos ricos estudiaban en las universidades norteamericanas y en las escuelas cubanas al estilo de Estados Unidos. Por lo que se consideraba estar a la moda bailar lo que llamaban “música moderna”, o sea, norteamericana.

Vinieron las “pianolas” a reforzar aquella música. Era un medio de divulgación musical más eficiente que el disco y los “rollos” de aquellos aparatos mecánicos de hacer música, lo que traían eran números tales como Tea for two, Whispering, Kitten on the kiss y otras piezas que ya nadie recuerda.

Fue en esa época donde el Jazz tuvo su entrada majestuosa en La Habana, con la llegada de un formidable violinista llamado Max Dolling y su grupo de música norteamericana, que se presentaban en un famoso hotel habanero.

¿Y la música cubana dónde estaba? Bueno, pues nuestra trova inmortal se atrincheraba en las peñas y tertulias de casas particulares o en algún cine habanero donde se ofrecían memorables tandas de homenaje a algún trovador caído en desgracia, mientras que en los solares de los barrios marginales la rumba de cajón se enseñoreaba entre negros, mulatos y blancos pobres.

Pero de pronto hizo su aparición el Septeto Habanero, y rompiendo con todos aquellos esquemas empezó a tocar con fuerza arrolladora el Son oriental. Era una música explosiva, casi desconocida en la región Occidental pero con un ritmo tal que resultaba prácticamente imposible desconocerlo o permanecer impasible ante aquella música que hacía hervir la sangre.

El Septeto Habanero le hizo la guerra frontal a los ritmos extranjeros que pronto comenzaron a batirse en retirada. Pero al principio hubo una tenaz resistencia al Son. Comenzó a decirse que era música de negros y se le tildó hasta de indecente. En fin, que no podría entrar a los casinos exclusivos y clubes de la burguesía cubana. Pero vinieron los discos y todos comenzaron a escuchar aquellos fabulosos sones, tales como A la loma de Belén, Cabo de la guardia, Mujeres no se duerman, Las cuatro palomas y otros sones que formaban la base rítmica del Septeto Habanero. Pero a fines de los años veinte vino a reforzar la tropa del Septeto Habanero el Trío Matamoros, del cual nos referiremos en otra crónica.

Al poco tiempo las llamadas sociedades exclusivistas tuvieron que abrir las puertas al Son. Era imposible sostenerse solamente con el Jazz, el two step o el swing.

El Jazz continuó escuchándose, claro está, así como toda buena música que nos viene del extranjero; pero el Son fue lo que prevaleció, y esto fue posible gracias a nuestros músicos populares, humildes carpinteros, sastres, barberos, artesanos y torcedores de tabaco en su mayoría desprovistos de todo conocimiento académico, pero con una gran intuición de nuestra cultura popular que hizo posible la sonoridad del Son, trasmitiéndole toda la fuerza de sus ancestros, de la raíz del pueblo que es la que nutre y alimenta al Son.

Luego vinieron a la escena habanera otros conjuntos soneros como el de los Hermanos Enrizo, el Occidental de María Teresa Vera, el legendario Septeto Nacional, el Boloña, el Botón de rosa, y otros que reforzaron las tropas soneras atrincheradas en una amplia zona de la playa de Marianao, que comenzó a llamarse la Academia del Son.

Al Septeto Habanero y a sus seguidores, y sobre todo a aquellos primigenios integrantes del conjunto musical que aún viven, debemos mucho que el Son sea lo que es hoy en Cuba y otras partes del mundo.

 

 

FUENTES:

 

—Archivo personal del autor.

 


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