Hurgar en la memoria es siempre un suceso divertido. Claro, a veces el destiempo se nos vuelve en contra y terminamos por recordar momentos dolorosos o no tan divertidos. Pero, en cualquiera de los casos, llegan a nuestra mente un cúmulo inmenso de imágenes que nos alertan sobre ese tiempo pasado, sobre el propio sentido de nuestra existencia.
En las Artes Visuales el tiempo, como categoría, siempre ha sido un recurso fundamental. Se intentó emular e inmortalizar y, hasta incluso, se ha querido atrapar de una u otra manera, pero al final su intangibilidad ha escapado de sus contenedores. Cada estilo o momento histórico dentro de la historia del arte ha sido crucial y, sin rendirse al detalle, los artistas han buscado la manera de confrontarlo y de perpetuar un hecho, una escena o un rostro. Y entre todos, el retrato se ha erigido como uno de los géneros indiscutibles, al punto de continuar en la actualidad con la misma permanencia, si de recurso pictórico se trata.
Si echamos una rápida mirada al comportamiento de este género dentro de su propia historia podremos citar, sin temor a equivocarnos, obras que han devenido paradigmas y que siguen siendo referentes dentro del mismo proceso creativo. Si solo paneamos los últimos quinientos años no podremos dejar de mencionar a la mítica Gioconda (1506), de Leonardo da Vinci, retrato por antonomasia y una de las obras más reconocidas del arte universal. Pero tampoco podremos dejar de señalar el Retrato de un caballero anciano (1600) del Greco, El desembarco de María de Médicis en el puerto de Marsella (1625) de Pedro Pablo Rubens, La ronda nocturna (1642) de Rembrandt van Rijn, Las Meninas (1656) de Diego Velázquez, Gilles (1721) de Jean-Antoine Watteau, La muerte de Marat (1793) de Jean-Louis David, La maja desnuda (1800) de Francisco de Goya, La gran odalisca (1814) de Jean Auguste Dominique Ingres, El taller del pintor… (1855) de Gustave Courbet, Le Bal au Moulin de la Galette (1876) de Pierre-Auguste Renoir, la serie de autorretratos de Vincent Van Gogh, Los jugadores de naipes (1892) de Paul Cézanne, Sesión solemne del Consejo de Estado (1903) de Iliá Repin, Las señoritas de Avignon (1907) de Pablo Picasso, los desnudos femeninos de Egon Schiele y de Amadeo Modigliani, La última cena (1955) de Salvador Dalí, Marilyn Monroe (1962) de Andy Warhol o Gran autorretrato (1968) de Chuck Close, autores estos que también se inmortalizaron en muchos autorretratos.
Precisamente, este subgénero —si se quiere pensar así— es una suerte de canto a la memoria cuando no un ejercicio de autocrítica. El ensayo que representa la búsqueda de una espontaneidad y el demostrar la maestría alcanzada en el dominio del arte, ha sido el motor impulsor de obras maestras de la visualidad. No es menos cierto que muchas han sido realizadas por pura vanagloria y otras bajo la caprichosa idea de la inmortalidad —a lo Dorian Grey— lo que, sin dudas, ha devenido un pasatiempo curioso y destacable.
En la actualidad, con la llegada de las tecnologías informáticas y las llamadas «inteligencias digitales», la fotografía retomó este concepto y lo sobredimensionó, al punto de ser ahora una moda más del mismo proceso evolutivo de la sociedad. El Selfie, como se le conoce, rescató al autorretrato de su aspecto más anquilosado aunque, cada día, acreciente el individualismo y el narcisismo dentro de un mundo de supuesta socialización.
El Selfie en la Pintura, exposición y tesis de grado de Héctor Daniel Palacios Maturell, que puede apreciarse desde el pasado viernes en la galería Carmelo González de Calzada y 8 en El Vedado, cuestiona estos puntos de vista. Para el joven artista, con la llegada de la fotografía digital y su evolución vinculada al autorretrato, se acrecienta la búsqueda por cumplir otros fines diferentes al autorretrato relacionado con la Pintura. Y en este sentido, su investigación lo lleva a establecer una reflexión sobre la mutación que han sufrido los valores de este género, así como también los medios técnicos que se emplean. Por otra parte, cuestiona los valores del sujeto hacia la imagen en la Era de las Redes y de la Comunicación, donde las relaciones interpersonales decaen tras el paso del tiempo y el sobreuso de las tecnologías.
Pero Héctor no intenta negar la democratización que el Selfie introduce al concepto del retrato, ni cuestiona la nueva dimensión que asume la fotografía con la autofoto. Para él la Pintura sigue siendo el recurso ideal para transmitir esa expresividad propia que se busca en el arte contemporáneo. Él, como muchos otros artistas, continúa defendiendo la espontaneidad, la sencillez y la cercanía de la Pintura que, como una buena historia, «para disfrutarla no requiere de un intermediario que nos indique en qué fijarnos o en qué reflexionar, y su contemplación nos aporta y nos involucra en la estética que crea». Y continúa: «El valor de la Pintura no requiere que alguien le dicte una “reflexión”: solo requiere que el espectador se estremezca o desee profundamente no abandonar nunca esa imagen, llevarla dentro y tratar de volverla a mirar. El arte es para que lo admiremos y lo cuestionemos y la única forma de defender la Pintura es exponiéndola y conociéndola».
Ahora, hay una manera muy personal de asumir esta suerte de retrato-autorretrato. Tal vez por no negar lo pictórico en un mundo tecnológico, su serie incita muchas preguntas. ¿Por qué evidenciar la ausencia de elementos en la composición? ¿Por qué recurrir a una síntesis en un mundo tan abarrotado de imágenes? ¿Por qué el vacío de los personajes y la sustitución de estos por gafas, palos de Selfie o zapatos?
Nos encontramos ante una visualidad espontánea y diferente, que busca el cambio formal y la interacción a partir de imágenes con muy poca información visual. Un intento inteligente en forzar la imaginación y la permanencia del espectador frente a la obra. Una selección efectiva que procura una traducción personal de lo que significa la Pintura y de lo que puede potenciar.
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