En esta tarde, en esta extraña tarde, estoy dispuesto a afirmar que lo más atractivo de la vida son los misterios. Hablo de todos los misterios. Como decía Fernando Pessoa: El perenne misterio que atraviesa / como un suspiro cielos y corazones… Pero en rigor quisiera referirme hoy, ahora, por intentar conocerla, por estudiarla, por andar sus múltiples laberintos, creo que lograremos interpretarla, definirla mejor. Ahí está ella, la Isla, inescrutable, sibilina, proponiendo enigmas como una Esfinge. La Isla será siempre un misterio. Misterio resulta para mí, por ejemplo, que siendo durante mucho tiempo casi tierra de tránsito, haya dado la literatura extraordinaria de nuestro siglo XIX, con esos poetas exquisitos y de nombres evocadores, nombres que hasta resultan un gozo para la pronunciación: José Jacinto Milanés, Luisa Pérez de Zambrana, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Joaquín Lorenzo Luaces, Julián del Casal, José Martí… Misterio es que en ciudades perdidas como Guantánamo o Manzanillo, hayan aparecido Regino Boti y José Manuel Poveda. Misterio es el misterio de un Wifredo Lam, de una Amelia Peláez, de un Víctor Manuel… El misterio es el misterio de Amadeo Roldán, Alejandro García Caturla, de Ernesto Lecuona… El misterio del boom narrativo de los años cuarenta. El misterio supremo de la revista Orígenes. Entendámonos, no estoy hablando de París, Milán o Nueva York. Ni siquiera estoy mencionando México o a Buenos Aires. Estoy detenido de repente en una pequeña Isla entre el Golfo de México y el Mar Caribe. Una Isla muy joven y mezclada, una Isla negra, blanca, china, donde el sol resulta de una inclemencia pavorosa, y cuyos caminos son aún polvorientos y difíciles de transitar. Estoy detenido de repente en una isla de turbonadas, de ciclones, de canículas y sequías. Una Isla de playas, de excesiva luz y de tantos y perturbadores aromas, de apariencia extrovertida y de una alegría tan intensa que se diría falsa. Una Isla cuya historia no ha sido precisamente feliz. Y sí, debemos reconocerlo, en esta rara porción de tierra rodeada de agua por todas partes, para alimentar el misterio, se han dado siempre los milagros. ¿Qué otra cosa puede ser? Milagro. Podría poner aún más ejemplos, me limitaré a una cimero y que nos convoca definitivamente en esta tarde: siendo, como somos, el país de la conga, del guaguancó, de la rumba de cajón y de la salsa, hemos podido ofrecer al mundo una de sus más grandes bailarinas clásicas. ¿No parece, a primera vista, paradójico? ¿No resulta inexplicable? No lo es, claro, en absoluto no lo es, y nosotros sabemos que se trata de un insólito equilibrio, de un fenómeno de vasos comunicantes. Pero ¿cómo explicarlo? Alicia Alonso es un misterio entre los misterios de la Isla. Ella es, al propio tiempo, uno de nuestros más relumbrantes milagros. Con esta frase, no creo repetir tópicos. Es muy difícil tocar la grandeza con las palabras de todos los días. Sin embargo, reconozco aquí que me refiero a Alicia Alonso con la certidumbre que me da la experiencia. Siempre me he vanagloriado de haber tenido la dispensa divina de haber sido espectador de catorce funciones de Alicia en Giselle. Yo si sé (lo recalco con soberbia, con vanidad ―puedo darme ese lujo―) lo que significa la sofrosinia de una gran clase, un gran estilo, una gran pericia, una gran actuación. Yo sí sé lo que es lo leve, lo etéreo, lo técnico, lo sabio y lo dramático reunidos en un solo cuerpo. (Siempre que cometo semejante acto de arrogancia ―bastante justificado, por otra parte―, recuerdo aquella conferencia de Dulce María Loynaz, en la que, hablando de la función de Enrico Caruso a la que una vez asistió, pudo exclamar llena de altivez: “Cuántos jóvenes no cambiarían su juventud por mis noventa años con tal de haber oído cantar a Caruso…”) Lo más secreto del caso Alonso, no queda (y ahí comenzamos a tocar el misterio de los misterios) reducido a sí misma. No se trata tan sólo de la agilidad y el poder de sus puntas, de su port de tête o de su port de bras. Se trata únicamente de su capacidad histriónica o del élan vital que ha desprendido siempre su presencia escénica. Alicia posee lo que Lezama Lima gustaba de llamar “la condición irradiante”. No se ha completado en sí misma: ha sabido crear una compañía, una escuela, un público conocedor y lleno de entusiasmo. Su obsesión no ha sido sólo de ballerina, sino también de maestra y de fundadora.
2000
*Palabras en la presentación del número 95 de Cuba en el Ballet, el 30 de mayo de 2000, en el Museo Nacional de la Danza de Cuba. Publicado en Cuba en el Ballet, La Habana, No. 96, mayo-diciembre, 2000, pp. 30-31.
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