Con fecha al pie de 21 de febrero de 1914, Rubén Darío escribe un ramo de versos a Francisca Sánchez. El intenso dramatismo de estos versos no ha dejado de crecer con el tiempo. Lo haya presentido o no, era la despedida del poeta a la mujer que lo acompañó muchos años, lejos o cerca, le dio hijos y le profesó un amor sencillo, fuerte y constante. En ese año se acumulan las derrotas humanas de Darío, príncipe de la poesía, cuyo reino no se discute, pero no puede superar el alcoholismo, la enfermedad, su tímida y tormentosa personalidad, la Europa en guerra, la caída de ese mundo ilusorio inventado entre las juergas y los malabares para burlar una pobreza siempre al asedio. Se embarca entonces en la preparación de una gira pacifista imposible ya para su cuerpo maltrecho, y de París pasa a Nueva York donde la pulmonía lo retiene un tiempo para viajar luego a Guatemala y anclarse al fin en Nicaragua, la tierra natal, donde morirá el seis de febrero de 1916. Tenía cuarenta y nueva años. Y entre aquellos versos escritos a Francisca desde París, se lee uno de los sonetos más dolorosos de nuestra literatura:
Ajena al dolo y al sentir artero,
llena de la ilusión que da la fe,
lazarillo de Dios en mi sendero,
Francisca Sánchez, acompañamé...
En mi pensar de duelo y de martirio
casi inconsciente me pusiste miel,
multiplicaste pétalos de lirio
y refrescaste la hoja de laurel.
Ser cuidadosa del dolor supiste
y elevarte al amor sin comprender;
enciendes luz en las horas del triste,
pones pasión donde no puede haber.
Seguramente Dios te ha conducido
para regar el árbol de mi fe,
hacia la fuente de noche y de olvido,
Francisca Sánchez, acompañamé.
El acento agudo de ese español argentino del “acompañamé” resalta la urgencia de ese llamado a la humanidad enorme de la única persona que puede realmente acompañarlo en esa hora, de regreso de una errancia alucinada con la ilusión de un París cosmopolita que no resultó tan mágico al fin y al cabo y que se ha vuelto “el enemigo terrible, el centro de la neurosis”. El desamparo de este hombre que camina hacia la muerte, su náusea y su angustia, es toda la pesadilla del hombre moderno.
Veintiún años atrás colocado en el umbral de la modernidad, y asomado a su vitrina, Nueva York, otro príncipe de la poesía que reconoció a Darío como hijo, José Martí, partía hacia la Guerra Necesaria que había organizado y por la cual había conspirado casi toda su vida, batallando con la pobreza y la incomprensión. Quería ser reconocido como poeta en actos antes que como poeta en versos, refiriendo la poesía a la conducta misma de los hombres con un giro ético-estético dominante en su pensamiento poético finisecular. Ya en tierra cubana, como parte de la tropa mambisa, escribe el l6 de abril de 1895 a Carmen Miyares, su compañera en la cosmópolis del destierro y la conspiración:
“Es muy grande, Carmita, mi felicidad, sin ilusión alguna de mis sentidos, ni pensamiento excesivo en mí propio, ni alegría egoísta y pueril, puedo decirte que llegué al fin a mi plena naturaleza, y que el honor que en mis paisanos veo, en la naturaleza que nuestro valor nos da derecho, me embriaga de dicha con dulce embriaguez. Solo la luz es comparable a mi felicidad”.
Y en su Diario, del que dice José Lezama Lima que es el más grande poema escrito por un cubano, leemos con fecha de 11 de abril sobre el salto del bote a la tierra de Cuba: “La luna asoma, roja, bajo una nube. Arribamos a una playa de piedras. La Playita (al pie de Cajobabo). Me quedo en el bote el último vaciándolo. Salto. Dicha grande.”
Es nada menos que un estado de gracia, de exaltación poética, con el que trota por entre el monte cubano el general mambí hasta su caída en combate el 19 de mayo. Pero no piensa que camina hacia la muerte, sino que camina en la libertad y hacia la libertad, y va realizado, jubiloso. Ha vivido cuarenta y dos años de sacrificios inenarrables, ha dejado al margen preciados tesoros: su familia, su poesía, pero son tan recios su carácter y su pensamiento que ha podido procesar el veneno. Aquí se trata de la épica de la modernidad.
Dos poetas cuyos cuerpos de poesía son puntales de la identidad en que nos reconocemos para siempre.
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