El color es el componente expresivo último de todo medio que aspira a alcanzar la total integralidad en la representación de la realidad. Él es, en sí mismo un lenguaje. Y como tal, su dominio o no por parte del artista, es factor esencial en la consecución de una propuesta visual determinada. Todas las manifestaciones y medios de comunicación creados a través de la historia de la humanidad, se iniciaron en blanco y negro. Dominar el color fue siempre la mayor aspiración, la legitimación de la madurez tecnológica y expresiva alcanzadas. La fotografía, por supuesto, no fue la excepción. En este sentido, su relativa corta existencia, algo más de siglo y medio, ha hecho de la fotografía en blanco y negro la línea más consecuente, cuantitativa y cualitativamente, en lo que respecta al interés propiamente artístico de sus más creativos cultores. De ahí que el empleo del color, como la condición otra de las posibilidades expresivas de este lenguaje visual, se manifieste todavía como una verdadera prueba para cualquier fotógrafo que la asuma. En consecuencia, dominar el color, es decir, conceptualizarlo en consonancia con la realidad a aprehender por parte de la mente que está detrás de la lente, evidencia una manera de hacer fotos que, contrariamente a lo que supone su uso y abuso en la actualidad, sigue siendo tarea de consagrados. A esta clase de fotógrafo responde el estadounidense Steve McCurry, de lo que da sobrada prueba su exposición de más de treinta fotografías a color en la galería principal de la Fototeca de Cuba.
Tres son las características generales que le dan unidad a esta propuesta expositiva: el uso del color con un valor expresivo de alto nivel estético-comunicativo, el predominio del retrato como género fotográfico y la preferencia en el mismo del tema femenino. Pero ello no sería suficiente para entender la singularidad que tiene la exposición que nos ocupa, si la mujer que asume McCurry no fuera aquella que, sistemáticamente, ha sido relegada como asunto de la fotografía de arte a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación visuales y audio visuales occidentales. La mujer que nos entrega el fotógrafo a través de sus retratos, es una desconocida, nativa de regiones y países del Asia y el África, cuyo rostro nos habla tanto de su belleza y la de los atuendos y ornamentos típicos que porta, como de la dura vida y las férreas costumbres y prejuicios que la hacen adulta antes de ser adolescente, aun cuando la distancia física y cultural que la hace única entre todas, sea igualmente inconmensurable para ella.
A no dudar, la foto en torno a la cual se ordena la exposición, es el retrato Joven afgana (Afganistán, 1984). La penetrante mirada de sus ojos verdes, los cuales asoman bajo el tocado de un turbante de igual color, sugieren un sin número de experiencias y contingencias por vivir o ya vividas, desde las propias de su sexo y edad hasta las relativas a la conflictiva realidad social y política que vive su país. Si bien su particular encanto es incuestionable, una cierta duda nos deja en cuanto a qué llegará a ser ese otro rostro de la belleza, por demás, expuesto al polvo diario de los prejuicios atávicos y la guerra. Otro tanto sucede con Joven nigeriana (Níger, 1986) y Niña tibetana (Tibet, 2001), aun cuando la expresión de sus rostros no transmiten la dureza de sus respectivas realidades con la fuerza interna de la primera de las fotos comentadas. Por lo general, los rostros de estas mujeres, jóvenes o adultas, ocupan todo el formato de la foto, cuando no se representan sobre fondos planos, casi siempre monocromáticos o a lo sumo de dos colores. Aspecto este último, que tratándose de un colorista como McCurry, puede parecer paradójico, pero que se explica a partir de su interés por concentrar toda la atención del receptor en la expresión del rostro de la retratada, fuente y espejo de la única realidad a perpetuar.
Sin embargo, McCurry también es un maestro del color en las fotos de grupo y a espacio abierto, en las que se pone de manifiesto su experiencia como fotorreportero de guerra. Así lo corrobora la titulada Tormenta (India, 1983), en la que el color está más que justificado a los efectos de realzar la composición y la captación de la dureza del entorno natural, al aprehender la lente a un grupo de aldeanas que se ordenan en círculo para protegerse de una tormenta de arena. La fuerza del viento se pone de manifiesto en la tela roja de sus saris, en contraste con el estatismo del primer plano, ocupado por las vasijas de barro puestas en el suelo. De fondo, un número de árboles deshojados cierra el espectro tonal del rojo al beige, pasando por el amarillo.
Al margen de las posibilidades tecnológicas al alcance de McCurry, la amplia provisión de rollos para una buena selección y la privilegiada movilidad que le propicia su pasaporte estadounidense, su talento para la fotografía a color es innegable. En este sentido, la diversidad de sujetos y ámbitos naturales retratados, así como el largo período de tiempo que abarca la muestra expositiva, la cual recoge fotos que van desde inicios de los ochenta hasta el primer decenio del presente siglo, no es óbice alguno para su unidad visual, puesta de manifiesto a manera de un inventario de tipos y costumbres que parecen venir de otra época y mundo, lo cual no deja de ser del todo cierto. Realidad tenaz, difícil, que alude al apartamiento en que viven y sobreviven tales etnias y grupos sociales en sus respectivos países, tal y como estos de algún modo lo están del desarrollo tecnológico y científico que signa a nuestro tiempo. Esto explica, tal vez, por qué al concluir la visita a la exposición, nos quede la impresión de que la fotografía se inventó en el medioevo y no quince siglos después. Tal parece que el fotógrafo fue uno de esos “bárbaros” pertenecientes a aquellas hordas invasoras que asolaron las estepas del Asia central y no se detuvieron hasta que sus caballos bebieron en las aguas del Danubio. Y que este “bárbaro” fotógrafo, huno o mongol, poco importa, debió de sentirse muy a contracorriente del propósito otro que perseguían sus congéneres, al ser dueño de sensibilidad tan exquisita para captar por la lente las imágenes a color de los pueblos sobre los que vencieron y su gente. Una última observación: aunque al entrar dejó amarrado su caballo frente a la Fototeca de Cuba, en la llamada Plaza Vieja, a esta hora nadie sabe cómo este se zafó, sin que hasta el presente se haya encontrado huella alguna del jinete y su cabalgadura.
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