El mío con dos hielitos…


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Casi todos tenemos nuestro primer encuentro “amoroso” con el alcohol de forma inesperada y por causas diversas. Lo que si hay un patrón común: ocurre en determinado momento de la adolescencia, y lo asumimos como nuestro primer acto de independencia formal del control paterno.

La llegada de la adolescencia tráe determinados cambios que son fundamentales en los varones (que es mi caso): cambia la voz y ese cambio hace que hablemos más alto que de costumbre; aparecen los bellos en las axilas y en el pubis lo que provoca en muchos el desprendimiento de ciertas hormonas que definirán algunos de nuestros olores a futuro; y renegamos de nuestros padres, es decir ya no nos place acompañarlos a su centro de trabajo o a una reunión con sus amigos de siempre a la que anteriormente iban sus hijos que también ya son adolescentes; y por último se rompen barreras y se comienza a pensar que se es un hombre, que se es adulto; no importa si ya se mide seis pies o se es simplemente de la estatura de un tapón de bañadera.

Ha llegado la hora de la independencia social, que no la independencia del bolsillo paterno.

Para los de mi generación la especialidad era “el ponche” y “la lechita” o crema de vie que es su nombre original. El ponche era la especialidad de casi todas las familias que organizaban los quince de las muchachas y que se dividía en dos etapas: el que se hacía para las parejas que bailaban presentando en sociedad a la pupila de la familia; y el que era de consumo masivo. El primero era exquisito, se diría que refinado; el segundo muchas veces una decantación de diversos alcoholes donde se combinaban con frutas de estación rones blancos refinados, alcohol de 90 grado y aguardiente de moda. Esa mezcla, a la que no le podía faltar el limón y la combinación de naranja dulce y agría recibía el nombre científico de “mofuco” y bautizó a más de uno que juró y perjuro sobre la memoria de sus antepasados que “…nunca más bebería alcohol en su vida…”; para en la siguiente fiesta de quince o bonche de barrio volver a ser victimizado por el “sargento mofuco”.

Después vendrían los experimentos barriales. En mi caso estuvimos una semana disolviendo en agua caramelos de menta y pastillitas del mismo sabor, las que después mezclamos con alcohol de farmacia (el de 90 grados) para obtener un licor cuyo sabor era indescriptible.

Hablando de la menta. Nuestra generación fue testigo, juez y víctima de un trago llamado “telegrama”; que no era otra cosa que una combinación de menta con ron blanco y que en segundos provocaba mareos, vómitos y flojera de miembros inferiores y que era el trago más solicitados en clubes nocturnos como el Karachi, la Red o el Turf; entre otros.

Y que decir de las fiestas del carnaval. Era la hora en que descubríamos la cerveza y su efecto dominó sobre nuestro momento de goce. Había dos formas de comprar y beber cerveza en esos días festivos del mes de julio. Una era por el tradicional método del vaso parafinado, simplemente “perga” que los había en dos medidas. La otra era recurrir a un cubo que se llenaba en la boca del tonel –nosotros le llamamos pipa—y que se degustaba de forma colectiva; demostrando el carácter gregario de nuestro equipo. El asunto cuando se apelaba la formula del cubo --por norma general se compraba para este momento social y no usaba para nada más—radicaba en quien se ocupaba de volver a hacer la cola y llenarlo.

Los de mi generación, no olvide que hoy ya pasamos de la media rueda la mayoría, fuimos refinando el gusto por los bares y cantinas. Algunos tuvimos la suerte de que en las casas universitarias hubiera ese servicio del que disfrutamos hasta el límite y un poco más. Otros descubrieron sitios en los que lo fundamental era tomar “traguito preparados” que nos introdujeron en el mundo de la coctelería.

Famosos eran los Tom Collins del bar del Restaurante El Conejito en el Vedado; el ron collins del bar Antillas o Las cañitas del hotel Habana Libre; y la cerveza con jugo de tomate del Centro Vasco. Ese fue el momento de la afiliación etílica de muchos.

Las escuelas al campo en la provincia de Pinar del río creo, en casi todos, una fuerte adicción a la Guayabita del Pinar que no hemos superado y que es recurrente cuando se habla o se recuerda aquella etapa de nuestras vidas. 

La crisis de los años noventa modificó el gusto nuestra visión de las bebidas alcohólicas. Fueron los años en que dudábamos si tomar “chispa de tren” o “cerveron” o “hueso de tigre”; en que nos hacía sentir orgulloso el vino espumoso que al segundo trago nos convertía en políglotas.

Pero todo pasa. Y las mejoras económicas nos adentraron en nuevos derroteros alcohólicos. Descubrimos algunas bebidas que siempre estuvieron ahí. Tal es el caso del wisky, de los añejos, del vodka y las combinaciones con cola, con jugo de limón o de naranja. También llegaría el placer por tragos exóticos como “el negrone” y la influencia de alguna serie televisiva que pondría en manos de los esnobistas cocteles como el Cosmopolitan, las Margaritas y los Martini rosa.

Nada que nuestra memoria y nuestra cultura desplazaron la “guafarina”, el mofuco y otros engendros cubiches que alegraban nuestros hígados.

En ese asunto de los bares un buen día la ciudad comenzó a contar con uno de los más sui generis lugares para pasar el rato, hablar con amigos y beber un trago agradable: nacía el Opus Bar en una terraza techada del teatro Amadeo Roldan. 

Pensado como un lugar para el buen amante de la música ofrecía una vista recurrente de la ciudad, sobre todo de una zona del Vedado que mostraba el esplendor de sus edificios altos y era la cueva, el sitio de encuentro de gente del mundo de la música. Pero lo más importante se podía asistir a los conciertos del teatro sin ocupar platea; solo le faltaba para que fuera perfecto el circuito cerrado de televisión; pero su ausencia no disminuía su glamur y el placer de ser parte de aquellos que los domingos en la mañana se atrevían a disfrutar de los conciertos de la Orquesta Sinfónica o en las tardes de los viernes asistían a las sesiones de jazz que comenzaban a ocurrir en la sala más pequeña del teatro.

Pero la alegría en casa del pobre dura poco. El teatro colapsó por problemas estructurales y el Opus bar, nuestro Opus cerro y con el nos replegamos y diezmamos los que en calidad de habituales parroquianos cruzábamos su puerta.

Hoy la Habana esta llena de bares, algunos con derroche de lujos o con lujosas programaciones artísticas, pero todos son impersonales. Lo se por experiencia de primera mano. Me he sentido como un extraño, aunque la propuesta musical me ha cautivado. Debe ser que la memoria y la nostalgia se ha adueñado de mi discreta percepción del goce.

Debe ser que en esos lugares tomar la mano de mi esposa y esperar a que la puerta se abra y entre un amigo sonriente me facilite las cosas. Debe ser que en estos bares habaneros de hoy soy un cliente a secas, solo un cliente al que se debe atender y no cortejas.

Este es el secreto de mi generación. Fuimos cortejados en los bares que descubrimos y cortejamos en ellos no solo a mujeres hermosas, también a nuestros proyectos de vida.

 


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