Mi vecino más inmediato se llama Lázaro Pérez. Dos casas más allá, reside Lázara, una inefable prieta que se asemeja a una diosa.
Mi despabilado bodeguero responde por el nombre de Lázaro González. Y el barman que oficia su alta magistratura en la barra más cercana… claro, ya ustedes adivinaron: ese mago del daiquirí y del mojito también responde por Lázaro, cuando alguno de los habituales requiere de sus servicios.
Y esto que acabo de describir sucede lo mismo en Mantua que en Jacomino, en Hoyo Colora´o o en la barriada de Vieja Linda.
Porque existe aquí lo que pudiéramos llamar una “lazarorragia” nacional. Han de sumar, al menos, varias decenas de miles los que por tal nombre son convocados en todo el país.
¿Casualidad? No, no hay tal cosa. La génesis del fenómeno es bien sabida. Para recordarla, hemos de trasladar nuestras volanderas coordenadas hasta el diminuto suburbio habanero de El Rincón, lugar de peregrinaje para quienes mantienen viva una fe pluricentenaria.
UN SITIO SUI GENERIS
Sí, a 17 kilómetros del downtown habanero, a unos minutos de Santiago de las Vegas, nos tropezamos con cierto pobladito carente de toda preeminencia económica o histórica.
Pero El Rincón —insignificante solo en apariencia— goza de sobrada resonancia nacional, por ser el remate de la peregrinación, el destino de romeros, la Roma, o el Santiago de Compostela en esta Antilla Mayor.
Cada año, en la noche del 16 de diciembre —víspera de la festividad de San Lázaro—, caminos y carreteras que desembocan en aquel paraje resultan insuficientes para contener la avalancha de fieles que van a rendir culto al santo de su devoción.
Desempeñan papel protagónico, entre los peregrinos, los pagadores de promesas. Como lacerado testimonio del agradecimiento por algún favor concedido, se trasladan hasta el santuario sobre sus rodillas, arrastrando algún gran peso, moviéndose con vueltas de carnero o sometiéndose a otras muchas variantes en cuanto a la mortificación de la carne (no en vano una flotilla de ambulancias allí anualmente los espera, para proporcionarles los primeros auxilios, y llevarlos a algún centro hospitalario si lo requieren sus moretones, magulladuras, heridas, fracturas, contusiones, torceduras y lesiones de toda índole). En eso de autoinfligirse castigos son, a no dudar, versiones modernas de los medievales monjes flagelantes.
Como objeto de veneración, ostenta el santuario habanero la imagen que representa a Lázaro de Betania, personaje bíblico, hermano de Marta y María, amigo íntimo de Jesús, quien tras permanecer cuatro días en los Reinos de la Muerte, fue resucitado por un mandato tan cariñoso como inapelable, junto a la cueva sepulcral: “Lázaro, ¡ven fuera!”. La versión popular, que no tiene ningún respaldo bíblico, es: “Lázaro, ¡levántate y anda!”.
Según la tradición, tras su regreso a este mundo concreto y tridimensional, Lázaro emprendió trabajo misionero y murió, por segunda —y definitiva— ocasión, como obispo del mediterráneo puerto marsellés.
Ah, pero el amigo de Jesús sería destronado en Cuba.
Y SURGE… ¡OTRO LÁZARO!
Sí, la imagen que está en El Rincón, al sur de San Cristóbal de La Habana, es la del resucitado amiguísimo de Jesús.
Pero aquí viene lo sorprendente. Porque los fieles que allí multitudinariamente acuden no ven en la efigie a la antes mencionada figura del Nuevo Testamento.
No. Para los adoradores, en El Rincón habanero, Lázaro es el mendigo de las muletas, cuyas llagas lamen los perros, que solo aparece en La Biblia como recurso de ficción, en calidad de personaje literario, en esa parábola donde Jesús exponía a los seguidores —una vez más— su credo moral contra los insensibles opulentos, impermeables ante el dolor de los menesteros
Según era de esperar, la Iglesia Católica repudia al Lázaro leproso que sus seguidores idolatran en la habanera barriada de El Rincón, calificándolo de históricamente inexistente. Claro, sobradas razones los asisten. (Sostener lo contrario sería como afirmar que Don Quijote existió en carne y hueso, “con la adarga al brazo, toda fantasía, / y la lanza en ristre, toda corazón”).
Pero el pueblo cubano —¡ah, el pueblo cubano!— hace oídos sordos a tales dictámenes y sigue implorándole al desvalido que se alimentaba de las migajas que caían de la mesa del potentado, al mendigo llagado, al de la perenne compañía canina.
PERO… ¡HAY UN TERCER SAN LÁZARO!
Sí, existe otro Lázaro que el Cuban on the street idolatra.
Durante siglos, a la Isla vinieron —mejor dicho, las trajeron, a la mala— oleadas de inmigrantes africanos, “piezas de ébano o sacos de carbón”, como los llamaban los implicados en la trata esclavista.
En esa doliente muchedumbre, llegaron los yorubas (etnia que hoy mismo, en la federación nigeriana, tiene una población numéricamente superior a la de nosotros, los cubanos).
En aquella inmigración forzosa, los yorubas representaban la cúspide cultural. Su panteón mucho recuerda al de la occidental Antigüedad Clásica Greco-Romana: dioses en perenne comunicación con los mortales, dioses que son fornicadores desaforados, borrachos sin límite, mentirosos a matarse…
Entre aquellas divinidades, en sitio prominente, Babalú Ayé, de origen dahomeyano y que los yorubas hicieron suyo. Puesto que fue el oricha —o sea, deidad— de la lepra y de las epidemias, pronto la fe de los esclavos lo identificó con el llagado de las muletas. Y, por si fuera poco, con el Lázaro de Betania, quien sale del sepulcro con las carnes, hasta entonces putrefactas, envueltas en vendas.
Anótese que a San Lázaro–Babalú Ayé, en Cuba se le asigna como material el saco de yute, el número 17, los colores blanco y azul. Sus plantas son la albahaca morada, la yerba de la vieja y el aroma. Se le reverencia, sobre todo, en el perro. Gusta de que sus fans le prodiguen fumaradas de tabaco.
Sus adeptos le rinden ofrenda los miércoles, los viernes y los 17 de cada mes, en especial el de diciembre, cuando el diminuto, al parecer insignificante pueblito de El Rincón se convierte en la capital de los pagadores de promesas, en el Santiago de Compostela cubano.
UN FINAL, A MODO DE CONFESIÓN
Declaro, respetables ciberlectores, que soy un hombre sin religión, a pesar de haber nacido en un hogar de creyentes.
No obstante —siempre que El Diablo no se interponga— cada madrugada de 16 para 17 de diciembre, preparo mi mochila y me voy para El Rincón.
Porque allí, en el santuario, desde cada pequeña fibra del miocardio que late en medio de mi tórax, me convenzo de que se está desplegando una fiesta democrática. Sí, honrando al mendigo llagado que ganó el Reino de los Cielos, mientras el potentado se derretía en las calderas hirvientes de El Infierno.
Y, ¿todavía ustedes se preguntan por qué yo estaba dedicando esta croniquilla a mi vecino Lázaro, a Lázara —colosal negra ultravioleta—, a mi bodeguero de igual nombre y al barman que me sirve cada línea de ron con la ínfima mitad de lo que me corresponde?
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