El más Augusto soñador / Por Jorge Fiallo


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Tal vez repito un pensamiento apócrifo, pero si alguien ciertamente dijo que el hombre satisfecho no crea, la insatisfacción y creatividad de Augusto Blanca llega hasta las nubes, y lo acompañan desde que dio sus primeros pasos en el holguinero Banes, después por Santiago de Cuba, lo siguen por La Habana y se extienden hoy por cuanto espacio lo acoge y él hace suyo con su arte.

A esa condición de su temperamento y poder creativos nos facilita aproximarnos el relato documental de su vida, Soñar a toda costa, con guión y dirección de Carlos E. León, que tuvo su première en el cine 23 y 12 de la Cinemateca de Cuba, donde lo precedió una exposición de sus pinturas y dibujos en el lobby, la presentación en vivo con una breve muestra de sus canciones; posteriormente se ha proyectado en el 39 Festival Internacional de Nuevo Cine Latinoamericano y ya engalana nuestra filmografía imprescindible, aportando el pulso de música-poesía que irradia.

Con fotografía de Rafael Solís, edición de Kenia Velázquez, producción de Francisco Álvarez y concepción visual de Alejandro Escobar, el audiovisual nos remonta hasta las primeras inquietudes artísticas del Augusto niño, a su evolución, narrada por él, por parientes, amigos y colegas en un tono de conversación familiar que, incluso cuando contiene algún criterio valorativo evade la tiesura y nos llega en una clave sensitiva, comprometida desde la más profunda simpatía, entendida como la resonancia de vibraciones similares.

No podía ser de otro modo, por el observado y por el observador, Carlos E. León, tan inmerso en el arte trovadoresco que, como él mismo declaró, desde adolescente se le funden la guitarra y la canción en una trova que siente tan vigente. Es así como este documental sigue la línea de otros suyos dedicados a Noel Nicola (Así como soy), Miguel Escalona (El último bohemio) y Vicente Feliú (Donde habita el corazón).

Augusto Blanca es un caso particular en la trova “de todos los tiempos”, y subrayo como él aclara bien que no le gusta decir “vieja”, pues nunca sintió esa división y sí mucha cercanía con los maestros a quienes se aproximó desde sus años juveniles y un buen día los complaciera cantándole las canciones de un supuesto amigo “medio loquito él”. Ellos, que se hicieron cómplices del ardid, lo consideraron uno más, y cuenta que lo tuvieron como una especie de mascota.

En este punto podemos ir vislumbrando sus raíces, especialmente en el área musical santiaguera-guantanamera, con esos caracteres estilísticos que llevan marcas desde el local changüí  a lo regional caribeño poblado de tanta real maravilla, donde se sienten rasgos multicolores en las imágenes poéticas, en las medidas, estrofas y versos que rompen las expectativas más simples, pero caen en tiempo, con esas melodías o voces que se apartan y reencuentran en medio del alivio que nos ofrece la liberación de tensiones armónicas, que tienen en su caso la dosis necesaria de lo inesperado como para que alerte los sentidos, nunca para dispersarlos.

Así también lo percibimos desde la relación complementaria que establece Augusto entre música, texto, dramaturgia y poesía total, que ninguna opaca a las demás pero se marcan recíprocamente, y comprendemos la razón en Soñar a toda costa al asomarnos al torbellino que fue formándose en su vida donde, como nos dice, todas las vocaciones le llegaron juntas.

Aquí la minuciosa indagación del director nos lleva hacia una reconstrucción en la que el trovador muestra cómo, ya desde su primera infancia, convirtió en retablo un taburete desfondado, armó la “escenografía”, construyó dos pequeñas marionetas, les puso voz, música y hasta un público se hizo con el viejo espejo que puesto enfrente le devolvía su propia imagen.

¡Eso es imaginar y crear con ganas!, algo que ciertamente cabe atribuir como propio de todo niño, aunque no siempre en grado tan superlativo. Generalmente vienen luego los “adultos” a matar esos sueños, que por fortuna no sucedió así con este que nos cuenta cómo su madre se la pasaba pintando… y él a imitarla, porque ya con cinco o seis años era su juego preferido. Luego el documental nos lo muestra en el presente jugando así ante cámara, dominando la técnica de pintura al caballete, o amasando detalles de un muro con papel maché.

AUGUSTO (canta): Soy titiritero / desde que nací / y seré titiritero / siempre así

Siguieron los años estudiando pintura y cómo fue, ya graduado, su trabajo en el Conjunto Dramático de Oriente diseñando o realizando escenografías y utilería para la escena en general; de cómo se armó la mezcla especial de sus performances  junto a María Eugenia García, las que “patentó” como teatrova; el sostener esa multifuncionalidad en paralelo, como hace hoy con todas las  combinaciones imaginables en el Teatro de Muñecos Okantomí, donde se le aprecia como artista y ser humano, aportando músicas, canciones, diseños y realización de escenografías, grabaciones y ediciones desde ese increíble set que ha hecho en el brevísimo closet de su habitación-estudio, donde gracias a la magia del documental nos acoge hospitalario.

No cuento mucho más para que lo descubran y se regocijen con todo su impacto. Añadiré solamente, y no por último menos importante, que junto al disfrute de una selección entre sus canciones y de los momentos más relevantes de su vida, encontramos elementos que conducen a una más profunda comprensión de su obra, como el testimonio de muchos camaradas de viaje en la vida y en el arte, desde Rosy Rodríguez, su compañera en ambos, Miriam Ramos, Vicente Feliú, Pepe Ordás, Corina Mestre, Enrique Molina y Héctor Echemendía, entre otros.

Y en esos otros encontramos a Silvio Rodríguez quien, aparte de señalar que muchas imágenes poéticas contenidas en las canciones de Augusto le resonaban a él con las propias de su infancia y del campo, nos da claves esenciales que develan el origen de un cierto carácter más explícito en sus textos y una música en función de lo que cuenta para el teatro.

Tal vez por aquí van los detalles que hicieran declarar al propio Augusto Blanca que “Carlos pudo hilvanar de tal manera la historia que hasta a mí me sirvió para entenderla”. Y llegados a este punto, ya se me hace difícil determinar quién es el verdadero protagonista, si el documental o el trovador, si el teatro que fecundó sus músicas y pinturas o si la teatrova, que no es híbrido alguno sino fértil resultado de una creación que puede darse por cumplida pero sigue, desde todos esos espacios juntos, cantando con su insatisfacción, soñando a toda costa.


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