El fondo mágico del alma cubana


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“Roberto Diago tenía la piel como la noche. Y un amplio bigote a horcajadas sobre los labios gruesos, sensuales. En lo alto de la redonda cara le brillaban dos pupilas expresivas detrás de las cuales se adivinaba un montón de altas ambiciones y sueños de arte…”.

Con estas palabras surgidas de la pluma y el talento del crítico, pedagogo y periodista Juan Sánchez, publicadas en la revista Azúcar (febrero, 1958) en un artículo titulado Historia del Arte en Cuba, abrimos las páginas del destacado creador cubano Roberto Diago Querol (La Habana, 1920-Madrid, 1955), quien hubiese cumplido, este 13 de agosto, su Centenario. Alto momento para recordar a uno de los creadores fundamentales –a pesar de su corta vida– de la historia de nuestras artes plásticas del pasado siglo XX. Pues, su impronta abarcó no sólo el dibujo, la pintura, el grabado (esencialmente la xilografía), sino también la ilustración y el diseño escenográfico.

En sus escasas tres décadas y media de existencia, Roberto Diago Querol dejó como legado a Cuba, una obra recia, impregnada de una raigambre de cubanía, matizada con su cultura, astucia y esas ganas de ser originalmente criollo. Pues, trató siempre de esbozar entre sus líneas, tonalidades y formas lo más profundo de nuestra nacionalidad, al pintar los problemas de la población negra cubana. Y abrió caminos, tanto en sus temáticas como en su obra, al universo de leyendas y realidades afrocubanas, a veces no exenta de tintes y ejemplos de los primeros pobladores de esta Isla caribeña, lo autóctono nuestro, como ningún otro. Provisto de un talento creativo nato, y un alma que seguía el ritmo de los latidos de su cubanía, realizó una suerte de arqueología artística, de donde extraer la savia nutricia de las raíces, para crear una obra singular. Esa que hoy constituye un tesoro de nuestra cultura.

Como expresara la crítica de arte, ensayista y periodista Loló de la Torriente: “… su arte rebosa audacia, innovación y conquista. El artista va y pinta su medio, ahonda en los problemas de la población negra cubana y busca la manera de explicar, en sus temas y en su plástica, el mundo oscuro de la leyenda afrocubana. Quizá, sin saberlo esté creando la nueva modalidad de la plástica nacional, aun cuando por el momento, su pintura refleje también, un poco la pintura de Picasso, que han imitado todos los pintores jóvenes…”. ((El Nacional, México D.F, 1947)

La realidad de la imaginación, el talento

Roberto Diago Querol estudió en la Academia San Alejandro entre 1936/1941, y en 1937 participó, simultáneamente, en el Estudio Libre de Pintura y Escultura. De ese tiempo diría magistralmente nuestro Lezama Lima: “Como una muestra diestra y sutil de su formación, asiste a la Academia inquietándose, y a la Escuela Libre con nostalgia del canon y del dibujo de las ideas…” (Lunes de Revolución, 1961).

Desde temprana edad, el muy joven creador teñía de carácter su pintura, tomaba de aquí y de allá, se regodeaba en las siluetas barrocas de la arquitectura habanera, y se internaba con interés minucioso en todo aquello que le aportaban su sensibilidad, y, sobre todo, los ancestros de su raza.

En 1942 obtiene mención en el XXIV Salón de Bellas Artes, y dos años más tarde realiza su primera exposición personal: Diago. Dibujos y gouaches, en el Lyceum de La Habana. No fue por azar que una figura esencial para la historia de la crítica de arte en Cuba: Guy Pérez Cisneros dijera de Diago en el temprano 1944: “…dominaba el dibujo como si realizara una bella caligrafía… Se acercaba a la composición, pero el color se le resiste, aunque el ataque era feroz y tenaz”.

Hacia 1945 es nombrado profesor auxiliar de paisaje y colorido de la Escuela de Artes Plásticas de Matanzas –que hoy lleva su nombre. De esa etapa diría Juan Sánchez: “Su clase fue siempre un abejeo constante de gente joven –la que él animaba, enseñaba y guiaba. Diago, desde la cátedra y fuera de ella, siguió tejiendo su mundo y forjando en su arte un laberinto de fisuras lineales y cromatismos de una originalidad y belleza interior.” Ese mismo año 1945 su obra se muestra primera vez en el Glorier Club de Nueva York. En 1943 inicia una serie de producciones como escenógrafo para el teatro principal de la comedia y, más tarde, para el Ballet Nacional de Cuba. En el Museo de la Danza de La Habana, se conservan como un tesoro, una serie de bocetos para un ballet imaginario que nunca llegó a realizarse, pero que constituyen un patrimonio trascendental de la institución.  En 1947 viaja por distintas ciudades de Estados Unidos y Canadá. Termina su periplo en Haití donde estudió por varios meses. “En la indetenible flora de Haití –señaló en una oportunidad Lezama Lima– viendo cómo las corolas se sumergen en la tierra bajo el peso de hidrópicos insectos, entreabre de nuevo como un encantamiento el número de oro. Se constituía así la sección áurea en su claimon, ángel o duendecillo que terminaba conociendo por fugacidades, por apresamientos fugacísimos…”.

En la década de los años 50 su obra se va decantando hacia el neo surrealismo, vinculándose cada vez más con la abstracción. En 1953 expone óleos, dibujos, collages y proyectos para cerámica en la galería Pan American Unión (Washington D.C.), algo que llamó la atención de la crítica. Sus obras fueron exhibidas también en Argentina, Suecia, Guatemala, Francia, México, Haití, Francia y la antigua Unión Soviética.

Fotos: Cortesía Juan Roberto Diago Durruthy

Diago, la familia…

Es una familia de artistas. Él era hijo de Virgilio Diago quien fuera concertino de la Orquesta Sinfónica de La Habana, fundada por Gonzalo Roig hacia 1922. Y tuvo como esposa a la doctora Josefina Urfé, hija, a su vez, del músico José Urfé. No por azar la música aparece en muchas de sus realizaciones, ya sea como instrumentos u otros signos. Ellos tuvieron dos hijos: Virgilio e Ivonne. Su nieto, Juan Roberto Diago Durruthy siguió las huellas del abuelo, y es en la actualidad una de las figuras más emblemáticas de la plástica cubana actual. El aventajado alumno lleva en sus genes el arte. Forzando hacia sus límites el juego de la representación, la pintura de Juan Roberto Diago se mueve sobre un uso marcadamente barroco y conceptual de la imagen, y una cierta tendencia a cuestionar y pervertir los hábitos de lectura visual que sobre ella proyectamos. En sus sólidas creaciones, el joven Diago revela un sistema iconográfico personal cuajado de signos-símbolos que dibujan lo cubano, donde pone en juego motivos y situaciones del lenguaje cotidiano para decir en el arte. Hace años Roberto Diago (el abuelo) y Juan Roberto Diago (el nieto), reunieron por vez primera sus piezas –en Cuba–, en una excelente muestra El negro y el puro, que se expuso en la galería Espacio Abierto, de la revista Revolución y Cultura. Lo que constituyó una excelente ocasión para ver de cerca y en conjunto, una obra de familia. Y en particular acercarnos al quehacer dibujístico de Roberto Diago, con obras, muchas de ellas nunca antes expuestas.  Ahí estaban, en casi 40 piezas compartidas, el negro y el puro, que no eran más que el nieto y el abuelo. Dos excelentes Diago, salvando las distancias... del tiempo.

Pinturas de intimidad

La obra de este maestro resulta una pintura de intimidad, y se nos ofrece como testimonio de lo posible y de lo increíble a ras de mundo, más bien como inventario de un universo que es preciso redescubrir con tanta ingenuidad como exactitud. Pero, al mismo tiempo es una pintura tan de fijación de lo que se cumple en el tiempo que se presenta como un reto. Las piezas son creación en toda su pureza.

Mirando sus trabajos en la distancia, por ejemplo, las pinturas (óleos sobre tela) expuestos a la vista de todos en las salas del Museo Nacional de Bellas Artes  (Arte Moderno, 1938-1951): Abanico, 1945; Virgen de la Caridad, 1946; El oráculo, 1949, y Eleggua regala los caminos, 1949, o regodeándonos en fotos de sus exquisitos dibujos a plumilla, fundamentalmente, muchos son los calificativos que podemos dar a la obra de este inmenso pintor cubano y su creatividad, que tuvo un proceso ascensional, personal y único en la nómina de excelencia de nuestra plástica. Es que su quehacer se abre a la celebración verbal, al tiempo que consolida el elocuente silencio admirativo, propio de toda obra grande. En sus cuadros hallamos la composición definitiva que, tantas veces, inaugura posibilidades insólitas y llenas de dramatismo. Su dibujo, exquisito, decantado en la seguridad de las líneas finísimas de tinta o grafito, se desdobla con carácter caleidoscópico en la precisión final de ciertas formas y rasgos, así como en la evaporación de un conjunto, que, por sus espejismos, dota a sus trabajos de la fuerza del enigma y el entrevisto del arquetipo.

Se puede añadir a esas calidades, la sabia utilización del color. Este, naturalmente rico, personal, es justo en su fidelidad a lo real. No menos central es su pincelada, su ejecución. Diago es un artífice que, por encima del tema, reafirma esa condición sin la cual no hay pintura: la pasión por la pintura, por la pintura misma. En esta obra renovadora en que la línea y los contrastes enriquecen detalles y lo proyectan en función de la eficacia del conjunto, subyace un elemento que también singulariza estos cuadros que tienen tanto del espíritu y seducción del surrealismo y el latido de lo real maravilloso nuestro. Ese elemento es la luz. Una luz que –no importa qué cosas, figuras, acción… exalte–, una luz que es patrimonio de la memoria del artista –ya sea interna o externa–, que tiene la mágica capacidad de contraerlo todo al blanco y negro.

El secreto de Diago

No cabe dudas de que el creador estuvo obsesionado desde siempre, buscando el camino que lo condujera hacia el encuentro de los misterios y las verdades de lo cubano, a través de su arte. Loló de la Torriente, en un artículo que dedicó a Diago y Lam, comentaba magistralmente: “… Roberto Diago se obsesionaba con sus “Visiones” queriendo penetrarlas para arrancarles un sentido racial y social.  En esta noble tarea de “mejorar” lo encontré muchos domingos… ¿quién que lo trató no lo encontró preocupado con sus pinceles? ‘Algo, algo se me escapa’ –me dijo muchas veces–. Era “algo” –recuerda Loló de la Torriente– que le impedía estar complacido con su pintura, con la que aspiraba a expresar el mundo que llevaba dentro, el diálogo que a solas mantenía con su propio corazón. Infortunadamente muere Diago en 1955 (en Madrid), sin revelar su secreto, sin trasmitir completo su diálogo con el misterio…”.

Hoy, regresa entre nosotros el ARTISTA que reposa en un lugar cimero del fondo mágico del alma del Arte cubano. Roberto Diago, quien, no hay dudas, buscando las estrellas, encontró la sorpresa de la noche que le regaló la eternidad en esta Isla fantástica del Caribe.


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