Visionar el documental El impostor (2012), de Bart Layton, es ser testigo de los enroques de un ondulado juego de ajedrez. Un tablero de luces y sombras escrito con subrayados encuadres, pensados para erigir las emotivas pulsaciones de personajes y testimoniantes que deambulan en sus tercas texturas. Todos ellos, ubicados en dispares baldas protagónicas y niveles de lecturas narrativas, dibujados desde una escalonada suma de acciones al interior de un guión que dista ser de hierro.
El rey de este filme es el francés Frédéric Bourdin, un joven trilingüe cuyo coeficiente intelectual es de 139 puntos (la sicología considera superdotados a los que superan la escala de 100), quién además ha sido acusado, reiteradamente, por el delito de usurpación de identidades.
Un hecho debidamente documentado es el punto de partida de este relato audiovisual. Bourdin, deambulante en España, se hace pasar por un adolescente estadounidense, Nicholas Barclay desaparecido en Texas. Desde esa nación ibérica el protagonista fue capaz de construir un sombrío tejido de falsas historias de vida. Y tras sortear un sin número de obstáculos logra la aceptación de la familia Barclay, que lo recibe cuatro años después de la pérdida del niño.
Explorando en los resortes del documental ficcionado, en las estelas discursivas del cine doméstico y los probados estamentos del suspenso, el cineasta británico Bart Layton compone con esta obra una trama donde le hace guiños al cine policiaco, tras una larga faena en documentales televisivos.
Todos estos recursos fortalecen el cuerpo de la obra, donde la entrevista es el esqueleto narrativo del discurso. Su mapa estructural se materializa en un entrecruzado dialogo de conflictos entre los protagonistas, dimensionados por ciclos o transiciones cuyos zurcidos no siempre son perceptibles.
Discurre con plurales argumentos, la palabra aflora como subtextos de particulares significados, superpuestas para fotografiar las connotaciones humanas de los muchos relatos que transitan interconectados. Una discursiva puesta documental que nos conduce hacia otras lecturas, a las raíces de los hechos, definitivamente inusitados, claramente trascendentes.
El director, también guionista del filme, delinea estructuras internas que emergen o anticipan la curva narrativa de su opera prima. El texto lo escribe como anillos de aguas reflejadas en un lago que se tocan tras el tirar de muchas piedras, todo ese flujo lo edifica para mantener la atención del espectador. Una estrategia del autor, en la que lo descollante es el enfrentamiento de la familia de Nicholas Barclay con el usurpador Frédéric Bourdin.
Así el cineasta británico escribe una confrontación de diferencias, de acción y reacción. Los protagonistas son asentados en planos y escenas tomando en cuenta los caracteres opuestos de estos actores documentales, siempre engarzados y, a la vez, opuestos en la narración fílmica. Son estrategias impresas en el filme pintadas con encendidos brochazos para fortalecer el curso de la historia, de los muchos argumentos presentes en la puesta, no exenta de inesperados puntos de giros e impredecibles finales.
¿Cómo nos perfila Bart Layton a Frédéric Bourdin? Apelando a planos cerrados, puesto frente una cámara donde los fondos son difusos, de tonos grises azulados, por momentos ennegrecidos, cuya mampara es de imprecisas dimensiones. Un escenario desnudo de significados, de trascendencia dramatúrgica o aportadora de elementos que fortalecen la narrativa del filme.
Lo que verdaderamente le importa al creador de esta pieza es la historia que Bourdin le cuenta, los matices de su rostro, las expresiones que le delatan. El documentalista se empeña en fotografiar los argumentos, las opacidades y los desvaríos sicológicos de la personalidad del protagonista, hilada por las muchas historias que este revela. Son relatos que transcienden y superan la relación que le une a la familia Barclay.
La cámara habita anclada, invasiva, indagadora. Desecha lo neutro del espacio para jerarquizar el dialogo, el desenfadado interrogatorio dispuesto en graduales dosis para revelarnos las aristas del protagonista, quien gustoso comparte detalles, interioridades, velados imprevistos. El impostor se aferra a ser alguien más, y lo logra, impulsado por la necesidad de trascender, de lucir más allá de sus silencios, los que impone la naturaleza de sus impostadas acciones.
Enfrentarse a este texto cinematográfico en dialogo pasivo, sin una lectura previa sobre su naturaleza fílmica y sus tramas, nos puede conducir hacia los estamentos del falso documental. La clave está en el rico perfil sicológico del personaje protagónico que parece emerger de una abultada novela policiaca reimpresa en incontables ediciones.
En un segundo nivel de análisis, cabe subrayar la composición narrativa que Bart Layton le concibe al filme, desarrollado en un guión escrito con cuidadas dosis de confrontación entre sus actores, sin margen para desprenderse de sus pensadas trampas.
El “encanto” de Frédéric Bourdin, que en ocasiones se interpreta a sí mismo, es demoledor. Layton se aprovecha de esta incuestionable verdad para retratar las ineptitudes y el desconcierto de los varios testimoniantes que convergen en este entuerto sicosocial. Un cerco documental donde discurre la familia del niño Nicholas Barclay, trabajadores sociales, funcionarios policiales, diplomáticos y personal sanitario.
Podremos ver, entonces, las delgadas estrategias del creador. Sus ejes narrativos van dirigidos hacia la jerarquización manipuladora de su actor protagónico, pues no son vitales las historias que convergen en este texto fílmico. El documentalista enfoca todo su arsenal hacia los cambiados perfiles de un psicópata, un usurpador de alto bagaje que se aprovecha de la oportunidad mediática para que el espectador simpatice o desprecie sus brazas humanas.
Dos capítulos vitales acompañan la obra de Bart Layton: fotografía y composición musical. Los fotógrafos Erik Wilson y Lynda Hall entienden las intencionalidades del autor cinematográfico. Encuadran al impostor en planos de auténticos retratos vertidos en cuidadas líneas que apuntan hacia el fortalecimiento del “actor”. Al resto de los testimoniantes los sitúan en escenarios que favorecen sus incapacidades, sus poses burocráticas, incluida la familia entrevistadas en posturas incómodas que aparentan naturalidad y revelan, en todo caso, las maniobras del documentalista.
Anne Nikitin tiene el vital encargo de la música, sus composiciones nos sumergen en atmósferas, situaciones extremas o puntos de giros, edificando en los lectores estados de ánimo, encendidas miradas o retrocesos en las evoluciones dramatúrgicas del filme. El artista seduce, como parte del cometido dado por Layton, para fragmentar los cimientos de la racionalidad de cara a los relatos y argumentos que habitan en la geografía del filme.
Encontrarse frente a Frédéric Bourdin es reconocer los sabores de la mentira, del cinismo, el curtido engaño o lo imprevisto de una historia, de más de una. Al tocar los fotogramas de El impostor, nos salta la indignación, la ira contenida al desgranar los espejos de una pantalla manipuladora.
Ya lo adelanto, usted también podrá estar preso en los abrazos de este manipulador, devenido actor de su propia vida y caer, estrepitosamente, en los retretes de un enigma inacabado.
Este filme documental, avalado por su sobresaliente participación en el prestigioso Sundance o el cada vez más mediático Festival de San Sebastián, cuenta además con dos nominaciones al Premio BAFTA y con el premio de ópera prima en el British Independent Film Awards.
Nota
El impostor será presentado el próximo miércoles 17 de agosto en el programa Pantalla documental del Canal Educativo, un espacio televisivo fundado por el prestigioso cineasta cubano Octavio Cortázar.
Equipo de realización de Pantalla documental
Guión y dirección: Yosiris López-Silvero
Producción: Antonio Daumy
Asistente de dirección: Artímides Ramírez
Asesor: Omar Fontes
Edición: Ariam Castro Fraga
Conducción: Alain Amador Pardo
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