Fácil resulta a cualquier transeúnte de la capital cubana tropezar de repente con la obra de Roberto Fabelo. Aún antes de traspasar las puertas del Museo Nacional de Bellas Artes, en su fachada dos inmensos insectos –tal vez extraterrestres cucarachas– dan inusual bienvenida al visitante y, en la Plaza Vieja, una mujer a lomo de gallo atrae la mirada de cuanta persona atraviesa ese hermoso sitio de La Habana Vieja.
Un acercamiento al estilo personal y temas recurrentes en el artista proporcionan por sí solas estas dos obras, al alcance de quienes sean remisos a museos y galerías honradas al exhibir en numerosas ocasiones sus dibujos, pinturas, esculturas e instalaciones; o de aquellos que no hayan podido descubrir las magníficas ilustraciones por él concebidas para discos y libros.
Porque versátil es el talento de quien, desde el inicio de su carrera, allá por los años 70 del pasado siglo, descolló como certera promesa que habría de materializar posteriormente con la valía de su quehacer y la obtención de numerosos reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Artes Plásticas 2004, por la obra de la vida.
Difícil es para los críticos encasillar en un estilo específico a este creador que, mediante un profundo estudio, ha sabido beber del surrealismo, el expresionismo, la pintura cubana y universal, para luego imprimir a sus piezas un sello personalísimo que permite identificarlo a la primera ojeada.
Al servicio de sondear en la condición humana ha puesto el excepcional dominio técnico que lo caracteriza, combinación que lo llevan a figurar en las más importantes colecciones de arte y a ser uno de los artistas nuestros mejor cotizados internacionalmente.
Hoy arriba a un año más de vida el hacedor de oníricas imágenes cargadas de simbolismo y sensualidad, como la de la mujer desnuda a lomo del viril gallo que para unos representa a la cubana y para otros a la ciudad que le acoge y agradece esas obras que la hacen más hermosa ante la mirada del caminante.
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