Cuando inicié mis estudios universitarios, tratando de hacerme Licenciado en Matemáticas, me dijeron en la primera clase, que esa noche repartirían en la biblioteca los materiales para el soporte docente de las asignaturas que debíamos cursar. A la sazón, Álgebra Lineal y Análisis Matemático. Para la tercera asignatura, Programación en Leal, no existían materiales impresos. En aquel momento el libro que me entregaron, del autor Spivak, estaba en inglés y al día siguiente, nos señalaron los ejercicios de tarea, sin que nadie se tomara el trabajo de preguntar cuál era el dominio de los estudiantes sobre el idioma del libro.
Nada que ver con el aprendizaje idiomático, pero unos meses después dejaba esa carrera y en el curso siguiente matriculé la Licenciatura en Información Científica. Allí se incluían varios semestres de la asignatura Historia de la Cultura. La interacción profesor-alumno, con la correspondiente explicación oral, se realizaba a través de un proyector de diapositivas. En ese ambiente vi las primeras imágenes del egipcio Escriba sentado, conocí las diferencias entre columnas jónicas y dóricas, terminando por explicarnos la literatura del siglo XIX y el surgimiento de los best-sellers.
En cualquiera de los casos, todo el accionar educativo se ceñía al espacio del edificio docente, fuera en horario de clases o de repasos y siempre de forma presencial. Lo que cada uno de nosotros obtuviera de esos encuentros, entraba a nuestros cerebros y se reflejaba en los cuadernos de anotaciones. El resto era mucho estudio.
Un grupo de aquellos estudiantes de Bibliotecología, nos sentábamos en Coppelia a soñar Internet. Obvio que no éramos tan adelantados, pero dentro de aquella especialidad, fantaseamos sobre una Biblioteca Mundial, una gran relación de intercambio de información y conocimiento. Ni siquiera pensamos que eso fuera en línea, sólo queríamos que estuviera allí y que luego de varias semanas, nos llegara la información solicitada. Aquellos sueños de los años setenta hoy han sido más que superados, incluso con acceso desde un simple reloj de pulsera, algo de lo cual disponía sólo Dick Tracy, el héroe policial de nuestras muy viejas fantasías infantiles.
El mundo, por suerte, ha cambiado considerablemente en estos cuarenta años que me separan de aquella primera vez en que recorrí la escalinata universitaria camino del Alma Mater. Las Nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones son parte habitual de este entorno, incluso en Cuba, con sus reales limitaciones económicas y no pocas limitaciones humanas de visión, sobre las posibilidades de las mismas.
Hoy, con una aplicación informática, pudiera tomar cualquiera de esos libros, los cuales he comprobado, que ya tienen versión electrónica y realizar una traducción rápida al español, donde, no obstante las inexactitudes de este proceso, obtendría una variante “potable” del contenido. Las imágenes estarían disponibles, no sólo en aquellas diapositivas del profesor, sino en cualquiera de los sitios web dedicados a estudios de la historia de la cultura, y para los suspicaces, me estoy refiriendo a sitios web cubanos.
Mediante una laptop, una tablet o un teléfono, con su correspondiente grupo mínimo de prestaciones, ya puede grabarse todo lo sucedido en la jornada docente de cada día. Luego en la casa, hasta para los que no asistieron, realizaría una revisión repetitiva a los contenidos impartidos y, como siempre digo, con el acceso al imprescindible intercambio que se realiza en el aula entre los profesores y los alumnos, alejado de las frías notas que alguien apuntó en su libreta.
Muchos, al leer estas líneas, encenderán los bombillos rojos, desempolvarán las justificaciones de las limitaciones de los jóvenes cubanos para acceder a estas tecnologías. Aducirán las frases mágicas de “los hijos de papá” frente a “los hijos de los obreros” y cerrarán los ojos ante una realidad que nos lleva hoy a los profesores a pedir, antes de empezar la clase, POR FAVOR, que se silencien los celulares, (no uno o dos en cada aula, sino muchos que sobrepasan con creces la llamada media estadística) pues no existe momento fijo, en que el concierto de sonidos de las llamadas y los mensajes, puede interrumpir el hilo conductor de cualquier explicación.
Estas son variantes desde la posición del alumno y me pregunto entonces, desde la posición de la organización docente, ¿por qué no habilitar en las aulas una pequeña cámara y un micrófono que capten este ejercicio profesoral? A posteriori, pudiera obtenerse, descargando los videos hacia memorias –más accesibles en precio— o también con la instalación de una red wifi cerrada y así llevarlas a la casa o una biblioteca en cuyas computadoras se realizará la revisión de la clase impartida.
Regresarán los dueños de los bombillos rojos, aduciendo incapacidades para cubrir todo el espectro docente del país. ¿A cuánto podemos llegar de inmediato? ¿Un 10, un 15 o un 20 por ciento? Bien. Serán esas cantidades las iniciales, las que servirán de laboratorio y poco a poco terminará cubriéndose la demanda, mas, sino empezamos, será imposible recorrer el largo camino.
Una buena parte de la tecnología necesaria para realizar esta forma de impartir clases en el siglo XXI existe en el país. En otros casos, se continúa invirtiendo en tecnologías en camino de la obsolescencia, muchas veces más caras, de mayor dificultad de mantenimiento y que, al final, no cumplen con las prestaciones necesarias.
No deseo referirme a una pizarra electrónica, sustituyendo a las viejas tizas y borradores, ni a un robot como alternativa al profesor o a la necesaria disminución de impresiones en papel, cada vez más agresivo a la conservación del medio ambiente, sólo quiero ubicarme en los tiempos que estamos viviendo, en la “verdad verdadera” de nuestro día a día, como ya decía, dentro de todas las dificultades que hoy subsisten. Deseo llamar a pensar en términos económicos y de inversiones orientadas a la racionalidad. Deseo, en fin, llegar a un aula y al explicar los componentes de una computadora: torre, teclado, mouse, pantalla, ratón y bocinas, no quedarme sin explicaciones ante la inocente pregunta:
-Profe, ¿entonces mi tablet no es una computadora?
Deje un comentario